Aún sin haber nacido e incluso, sin haber sido concebido por sus padres, los cuales ni siquiera se conocían aún, Panegiros Suleiman manifestó incontestablemente y de modo irrefutable, su deseo de nacer.
Ilustrativo de su determinación, fue el hecho que después de que se conocieran sus padres, pura casualidad siquiera gobernada por la significancia del pensamiento de Panegiros, aquellos unieran sus cuerpos encendidos en furor adolescente, en la única noche en los últimos doscientos años que la ciudad de M. temblase por la vehemencia de un terremoto. Algo insólito.
Años después, Panegiros Suleiman pensaría que quizá hubiera sido él el desencadenante de aquel fenómeno geológico que tanto preocupase en su tiempo, justo al desembocar el gozo extasiado de sus padres en sus arrebatos de violenta pasión, con el mágico momento del hechizo del óvulo hambriento con aquel espermatozoide frenético e hiperactivo en su existencia potencial. Después de aquella noche, como si sus padres hubiesen comprendido rápidamente que cualquier otro encuentro entre ellos estaba condenado al fracaso, que toda futura incursión de sus libidos quedaría sólo en experimentos fallidos de reverdecer sumums de sensualidad perdida, no volvieron a verse.
Panegiros Suleiman nació bello y hermoso, triunfador desde el primer día; desde el primer instante fue objeto de ternuras y arrebatos entre las enfermeras que lo vieron nacer y posteriormente entre las mujeres que lo conocieron. Propios y extraños cayeron rendidos a sus pies, encantos irresistibles y espontánea naturalidad de quién todo le es fácil y nada le cuesta. Un moderno Mozart entre Salieris, una idea que arrastra y embruja a otros espíritus que le rendirán pleitesía, una fuerza ante la cual los otros se someterán y un concepto al cual se prestará obediencia, ese era Panegiros Suleiman. Bastaba sólo una mirada de sus ojos amabilísimos para someter voluntades adversas, un gesto o una sonrisa para abrir corazones enemigos y una sola palabra para hacer suyos cuantos detrajesen su influencia, toda malquerencia se deshacía ante él como un copo de nieve ante un brasero, o sencillamente se hacía imposible. Panegiros Suleiman, y sírvase la comparación, era como un virus, contagiaba a todo el mundo con su lindeza y encanto. En el colegio no se recuerda que abriese un libro para estudiar, ni siquiera en la universidad, donde se licenciara con honores. Maridó con Camila Sesrovira, una bella y culta heredera de un imperio de la telefonía móvil con la cual tuvo dos hijos, ninguno de ellos a la altura de su padre. Trabajador infatigable, amasó una buena fortuna, suya y propia, diferenciada de la de su mujer y mejor aposentada, antes de los treinta años. Fundó dos órdenes benéficas para hijos de madres solteras y jamás defraudó a Hacienda. Cercano a todo el mundo, nada esquivó en sus relaciones y siempre con una palabra amable y una voz de consuelo para el necesitado, forjó un poderoso ejército de corazones entregados a su persona, sirvió de paño de lágrimas para sus antiguos compañeros y otras almas solícitas de su calidez a las cuales jamás les negara nada, aún en contra suya o a expensas de su tiempo o libertad. Alentó a muchos con sus consejos desinteresados y ayudó a todos. Se labró fama de amigo irreprochable y mejor persona, de hombre de inquebrantable esfuerzo y exquisita bondad, de verdadero apóstol de la nueva vida, de la vida de aquellos de quienes se escriben biografías noveladas y se hacen películas de sobremesa. Labró su nombre en los círculos selectos de las finanzas y en el de los elegidos para pasar a la posterioridad entre sus contemporáneos. Subyugante y cautivador, Panegiros Suleiman era sinónimo de toda noción de triunfo.
Sólo se le recuerda un incidente desgraciado en su vida; una pequeña pelea entre colegiales sin mayor relumbre que el de las últimas palabras que aquel tuviera con Panegiros a su final. “Hoy no, mañana tampoco, pero algún día, no se cuando, te mataré, lo juro”. Palabras que a buen seguro Panegiros ha arrinconado, porque aún entonces, todavía rutilantes en el eco del patio de recreo donde fueron dichas, Panegiros decidiera que no merecía la pena acordarse de ellas, tan temprano las comenzó a olvidar; más por la no transcendencia que les diera que por necesariedad de vivificar una amenaza que nadie creyó en su momento. Fueron sólo unas sílabas vacías, unas meras secuencias del alfabeto prontamente desdeñadas, simples cenefas de letras desatendidas desde el mismo momento en que vieron salir la luz una tarde que oscuramente se recuerda ya, deshilvanada en la lejanía, y que sólo podríamos traer a la memoria por su excepcionalidad y anecdotizar su ocasión aún cuando ya nadie sepa a qué vinieron.
Cuesta creer que cuanto Suleiman tocase no tardara en revertir un as en sus manos, que acompañado de una fe absoluta y sin sombra, sus logros sólo estuviesen al alcance de la altura de sus intereses mientras que los nuestros sólo se aproximen a una mala cercanía a lo que realmente nos esperásemos de ellos. Cuesta creer también que cuanto él tocara se convirtiera en oro, y si acaso ya fuese oro, en oro sobre oro. ¿ El secreto de su éxito ?. Algo inexplicable que ni siquiera él mismo, si le preguntaban, podía dar una idea de ello. Era, existía y eso era todo; él no lo atribuía a nada ni a nadie en especial, acaso a la suerte o al destino. Más allá de él, de su persona y de su realidad, no se cuestionaba nada, tal vez en ello radicara su secreto, en haber aprendido a convivir con lo que le había sido dado sin buscar explicaciones o razones de ser, nosotros, simples helechos esmirriados bajo el peso de su paso sólo podemos imaginarlo. Distraer segundos, enamorar minutos y preñar las horas con su avasallante voluntad era lo suyo, el resto caía a sus pies como fruta madura, como algo debido y otorgado a él antes de tiempo y que sólo se espera que él se digne a recoger. Y lo peor de todo es que no se le pudiese reprochar que las cosas fueran así; su conducta, con todos por igual, era incuestionable, ya lo sabemos, siempre dispuesto a ayudar y ofrecer su mano a quien la requiriere, jamás dudaba en hacerlo. Tampoco hubieron escándalos familiares en su vida, y si existieron, no se conocieron. Guardó estricta fidelidad a su mujer durante todo su matrimonio, tentaciones hubieron muchas, es cierto, no sólo de pan vive el hombre, pero jamás sucumbió ante tamaña debilidad, y aún cuando su mujer si tuvo en su momento cierto desliz que fue conocido, él no dudó en perdonarla inmediatamente y atribuirse a sí mismo toda culpa, aún sin tenerla, por cuanto hubiese sido él mismo el causante de su determinación aventurera, supuestamente por no haberle prestado suficiente atención o por su ligereza en la conducta al no haberse mostrado con ella más afectuoso durante todo el tiempo en que habían estado juntos, aún cuando era conocido cuanto afecto y cuidado dispensaba no sólo a su mujer sino a su familia entera por igual.
Su paso por el mundo era avasallador. A nivel profesional sólo cabía referirse a él como un número uno, y aún entre sus iguales, un “primus inter pares “; cuantas menciones honoríficas pudiesen existir eran todas para él, y sí aún no habían sido creadas, prontamente lo fueron, quizá sólo para manifestar o atestiguar su magnetismo sin igual. Sus muchos triunfos desbordaron las fantasías más ambiciosas de los más optimistas, su rostro bello y hermoso aún a los cincuenta años fue objeto de portadas de revistas, de entrevistas e incluso de una biografía novelada que fue un éxito de ventas en su primera edición; cierto empresario, joven pero no por ello exento de escrúpulos, llegó a manufacturar cientos de miles de calcomanías con el rostro del divino Panegiros y la leyenda, “Yo de mayor quiero ser como él”, se vendieron a millones. De repente, un buen día, su estrella comenzó a fundirse. La misma noche en que era investido “Doctor Honoris Causa por la universidad donde había estudiado, Panegiros se descubre un pequeño bulto bajo la axila, sólo una breve tumefacción que le molesta, a medio camino entre el color lila y amarillo del tamaño de una pequeña nuez. Nada serio piensa él. Así se lo confirma su médico de cabecera. El día que entra en urgencias, la primera y única vez que tiene necesidad de ir, se alarma; el dolor se extiende por todo el brazo y le dificulta el movimiento. En el hospital pierde la conciencia. Quizá más por el miedo o por el temor a lo desconocido que a otra cosa, porque lo que él tiene no merece la pena ni de ser tomado en serio. Un pequeño nódulo o bulto de grasa a falta de más pruebas médicas. O al menos eso cree el médico de guardia tras la primera inspección que le hace. A primera hora de la mañana vendrá el especialista y podrá emitir un diagnóstico más profesional. Se llama Gómez y tiene más o menos la misma edad que Panegiros, pero su vida quizá no ha estado al nivel de lo que él esperaba. Sí, es un gran cirujano pero no ha llegado a más. No es importante ni le han hecho fotos. Es un personaje gris que sólo destaca en su pequeño mundo, un rey de un territorio demasiado pequeño para ser considerado lo bastante importante como para dedicarle más líneas. Durante toda su vida ha oído hablar de su paciente, al que ahora tiene delante suyo, sedado y medio desnudo. Ahora las tornas se han cambiado, ahora es de él de quien se habla. Demasiados años oyendo noticias suyas, demasiados años escuchando su nombre aún sin querer y demasiados años viendo relucir con luces de neón su memoria de la cual no quiere evadirse, no aún, demasiado años macerando aquel recuerdo del cual no ha querido sustraerse, ni ha podido olvidar. Demasiados años desde entonces. Demasiados años acumulando resentimiento y pesadumbre. Demasiados años también desde aquella tarde que ya nadie recuerda salvo él, en la que tras las magulladuras de la vergüenza y el odio revertido de un joven, prometió vengarse. Algún día.
Ilustrativo de su determinación, fue el hecho que después de que se conocieran sus padres, pura casualidad siquiera gobernada por la significancia del pensamiento de Panegiros, aquellos unieran sus cuerpos encendidos en furor adolescente, en la única noche en los últimos doscientos años que la ciudad de M. temblase por la vehemencia de un terremoto. Algo insólito.
Años después, Panegiros Suleiman pensaría que quizá hubiera sido él el desencadenante de aquel fenómeno geológico que tanto preocupase en su tiempo, justo al desembocar el gozo extasiado de sus padres en sus arrebatos de violenta pasión, con el mágico momento del hechizo del óvulo hambriento con aquel espermatozoide frenético e hiperactivo en su existencia potencial. Después de aquella noche, como si sus padres hubiesen comprendido rápidamente que cualquier otro encuentro entre ellos estaba condenado al fracaso, que toda futura incursión de sus libidos quedaría sólo en experimentos fallidos de reverdecer sumums de sensualidad perdida, no volvieron a verse.
Panegiros Suleiman nació bello y hermoso, triunfador desde el primer día; desde el primer instante fue objeto de ternuras y arrebatos entre las enfermeras que lo vieron nacer y posteriormente entre las mujeres que lo conocieron. Propios y extraños cayeron rendidos a sus pies, encantos irresistibles y espontánea naturalidad de quién todo le es fácil y nada le cuesta. Un moderno Mozart entre Salieris, una idea que arrastra y embruja a otros espíritus que le rendirán pleitesía, una fuerza ante la cual los otros se someterán y un concepto al cual se prestará obediencia, ese era Panegiros Suleiman. Bastaba sólo una mirada de sus ojos amabilísimos para someter voluntades adversas, un gesto o una sonrisa para abrir corazones enemigos y una sola palabra para hacer suyos cuantos detrajesen su influencia, toda malquerencia se deshacía ante él como un copo de nieve ante un brasero, o sencillamente se hacía imposible. Panegiros Suleiman, y sírvase la comparación, era como un virus, contagiaba a todo el mundo con su lindeza y encanto. En el colegio no se recuerda que abriese un libro para estudiar, ni siquiera en la universidad, donde se licenciara con honores. Maridó con Camila Sesrovira, una bella y culta heredera de un imperio de la telefonía móvil con la cual tuvo dos hijos, ninguno de ellos a la altura de su padre. Trabajador infatigable, amasó una buena fortuna, suya y propia, diferenciada de la de su mujer y mejor aposentada, antes de los treinta años. Fundó dos órdenes benéficas para hijos de madres solteras y jamás defraudó a Hacienda. Cercano a todo el mundo, nada esquivó en sus relaciones y siempre con una palabra amable y una voz de consuelo para el necesitado, forjó un poderoso ejército de corazones entregados a su persona, sirvió de paño de lágrimas para sus antiguos compañeros y otras almas solícitas de su calidez a las cuales jamás les negara nada, aún en contra suya o a expensas de su tiempo o libertad. Alentó a muchos con sus consejos desinteresados y ayudó a todos. Se labró fama de amigo irreprochable y mejor persona, de hombre de inquebrantable esfuerzo y exquisita bondad, de verdadero apóstol de la nueva vida, de la vida de aquellos de quienes se escriben biografías noveladas y se hacen películas de sobremesa. Labró su nombre en los círculos selectos de las finanzas y en el de los elegidos para pasar a la posterioridad entre sus contemporáneos. Subyugante y cautivador, Panegiros Suleiman era sinónimo de toda noción de triunfo.
Sólo se le recuerda un incidente desgraciado en su vida; una pequeña pelea entre colegiales sin mayor relumbre que el de las últimas palabras que aquel tuviera con Panegiros a su final. “Hoy no, mañana tampoco, pero algún día, no se cuando, te mataré, lo juro”. Palabras que a buen seguro Panegiros ha arrinconado, porque aún entonces, todavía rutilantes en el eco del patio de recreo donde fueron dichas, Panegiros decidiera que no merecía la pena acordarse de ellas, tan temprano las comenzó a olvidar; más por la no transcendencia que les diera que por necesariedad de vivificar una amenaza que nadie creyó en su momento. Fueron sólo unas sílabas vacías, unas meras secuencias del alfabeto prontamente desdeñadas, simples cenefas de letras desatendidas desde el mismo momento en que vieron salir la luz una tarde que oscuramente se recuerda ya, deshilvanada en la lejanía, y que sólo podríamos traer a la memoria por su excepcionalidad y anecdotizar su ocasión aún cuando ya nadie sepa a qué vinieron.
Cuesta creer que cuanto Suleiman tocase no tardara en revertir un as en sus manos, que acompañado de una fe absoluta y sin sombra, sus logros sólo estuviesen al alcance de la altura de sus intereses mientras que los nuestros sólo se aproximen a una mala cercanía a lo que realmente nos esperásemos de ellos. Cuesta creer también que cuanto él tocara se convirtiera en oro, y si acaso ya fuese oro, en oro sobre oro. ¿ El secreto de su éxito ?. Algo inexplicable que ni siquiera él mismo, si le preguntaban, podía dar una idea de ello. Era, existía y eso era todo; él no lo atribuía a nada ni a nadie en especial, acaso a la suerte o al destino. Más allá de él, de su persona y de su realidad, no se cuestionaba nada, tal vez en ello radicara su secreto, en haber aprendido a convivir con lo que le había sido dado sin buscar explicaciones o razones de ser, nosotros, simples helechos esmirriados bajo el peso de su paso sólo podemos imaginarlo. Distraer segundos, enamorar minutos y preñar las horas con su avasallante voluntad era lo suyo, el resto caía a sus pies como fruta madura, como algo debido y otorgado a él antes de tiempo y que sólo se espera que él se digne a recoger. Y lo peor de todo es que no se le pudiese reprochar que las cosas fueran así; su conducta, con todos por igual, era incuestionable, ya lo sabemos, siempre dispuesto a ayudar y ofrecer su mano a quien la requiriere, jamás dudaba en hacerlo. Tampoco hubieron escándalos familiares en su vida, y si existieron, no se conocieron. Guardó estricta fidelidad a su mujer durante todo su matrimonio, tentaciones hubieron muchas, es cierto, no sólo de pan vive el hombre, pero jamás sucumbió ante tamaña debilidad, y aún cuando su mujer si tuvo en su momento cierto desliz que fue conocido, él no dudó en perdonarla inmediatamente y atribuirse a sí mismo toda culpa, aún sin tenerla, por cuanto hubiese sido él mismo el causante de su determinación aventurera, supuestamente por no haberle prestado suficiente atención o por su ligereza en la conducta al no haberse mostrado con ella más afectuoso durante todo el tiempo en que habían estado juntos, aún cuando era conocido cuanto afecto y cuidado dispensaba no sólo a su mujer sino a su familia entera por igual.
Su paso por el mundo era avasallador. A nivel profesional sólo cabía referirse a él como un número uno, y aún entre sus iguales, un “primus inter pares “; cuantas menciones honoríficas pudiesen existir eran todas para él, y sí aún no habían sido creadas, prontamente lo fueron, quizá sólo para manifestar o atestiguar su magnetismo sin igual. Sus muchos triunfos desbordaron las fantasías más ambiciosas de los más optimistas, su rostro bello y hermoso aún a los cincuenta años fue objeto de portadas de revistas, de entrevistas e incluso de una biografía novelada que fue un éxito de ventas en su primera edición; cierto empresario, joven pero no por ello exento de escrúpulos, llegó a manufacturar cientos de miles de calcomanías con el rostro del divino Panegiros y la leyenda, “Yo de mayor quiero ser como él”, se vendieron a millones. De repente, un buen día, su estrella comenzó a fundirse. La misma noche en que era investido “Doctor Honoris Causa por la universidad donde había estudiado, Panegiros se descubre un pequeño bulto bajo la axila, sólo una breve tumefacción que le molesta, a medio camino entre el color lila y amarillo del tamaño de una pequeña nuez. Nada serio piensa él. Así se lo confirma su médico de cabecera. El día que entra en urgencias, la primera y única vez que tiene necesidad de ir, se alarma; el dolor se extiende por todo el brazo y le dificulta el movimiento. En el hospital pierde la conciencia. Quizá más por el miedo o por el temor a lo desconocido que a otra cosa, porque lo que él tiene no merece la pena ni de ser tomado en serio. Un pequeño nódulo o bulto de grasa a falta de más pruebas médicas. O al menos eso cree el médico de guardia tras la primera inspección que le hace. A primera hora de la mañana vendrá el especialista y podrá emitir un diagnóstico más profesional. Se llama Gómez y tiene más o menos la misma edad que Panegiros, pero su vida quizá no ha estado al nivel de lo que él esperaba. Sí, es un gran cirujano pero no ha llegado a más. No es importante ni le han hecho fotos. Es un personaje gris que sólo destaca en su pequeño mundo, un rey de un territorio demasiado pequeño para ser considerado lo bastante importante como para dedicarle más líneas. Durante toda su vida ha oído hablar de su paciente, al que ahora tiene delante suyo, sedado y medio desnudo. Ahora las tornas se han cambiado, ahora es de él de quien se habla. Demasiados años oyendo noticias suyas, demasiados años escuchando su nombre aún sin querer y demasiados años viendo relucir con luces de neón su memoria de la cual no quiere evadirse, no aún, demasiado años macerando aquel recuerdo del cual no ha querido sustraerse, ni ha podido olvidar. Demasiados años desde entonces. Demasiados años acumulando resentimiento y pesadumbre. Demasiados años también desde aquella tarde que ya nadie recuerda salvo él, en la que tras las magulladuras de la vergüenza y el odio revertido de un joven, prometió vengarse. Algún día.
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