Belleza sin acento, indisciplinada y dormida tras tantos años de carestía y pobreza; belleza de labios carnales y brillantes y hermosos ojos zarcos que albergan el sonido de las lágrimas de las calles viejas de sombras alargadas y las humedades ásperas. Caminando sin ningún destino concreto como una bolsa vuelta a la merced del viento quizá esperando alguna clase de milagro apócrifo y esa forma de mirar suya que golpea el corazón.Un cielo oscuro de domingo de vientre inflado de orina y emergencia médica que nos tutea, y que la tutea; tiene apenas la edad de la poesía nacida en soledad y del desorden del dolor; esa paz ideal de las flores húmedas tras el énfasis de la tormenta y las apetencias aún no satisfechas; es un día de esos en que uno no quisiera estar presente en ningún lugar, y menos, en una sucia esquina maloliente como un fastidio que nos frena los pasos y hace vomitar entre alcantarillas; como le pasa a ella, que vomita el alma que vomita una agonía; y entre vértebras perdidas, áridas y sedientas, que vomita el caos sangriento de su carne. Nada de palabras sino puras dosis verbales de fe que hemos de creer; porque la luz a esas horas es un desierto, y su cuerpo tendido entre cartones, un vergel en gran silencio que envuelve la noche en flor; la hora en que las sombras reptan entre los faldones de las paredes, ágiles, posibles, como una fantasía dejada en libertad al paso de las luces de los vehículos, pero en que nadie la ve, imposible, roca a flor de piel. Las sombras que se amparan bajo esa teología del celaje y dientes de rata en ebullición de la noche de escalofriante y fría mecánica vacía de si misma; libre de consecuencias, y total, el tiempo, con el deseo aljamiado en las pupilas; algunas nubes, viento al hombro, se arrastran por lo alto como cosa atragantada con aires de jactancia.La mujer tiene un pantano de espasmos en las venas, una burbuja de bilis que le babea un caracol gigante que le muerde los párpados con un pesado sol de siesta y la encharca en aguas verdinosas; nota como el disgusto y la prueba del dolor se le escurren piernas abajo, fétidos como la sensación de una caricia de descomposición; desde muy lejos escucha unas voces lejanas, sin rostro ni identidad, la lengua de una infancia desterrada, un parabién de café tibio y otras formas de vida que se entretejen las unas con las otras en un inagotable calidoscopio; la salpicadura leve de sus ojos abierta a los cielos, depositada la mirada en alguna región lejana de vaivenes de cinturas, abrazos robados y humedades irritantes; alguna adivinanza de silencios interiores y algo fabricado con desesperanza y mercancías repulsivas de su trabajo y el lenguaje de acorralamiento a los que su alma se ha entregado en forma de coágulos y fragmentos de sonrisas pagadas con dinero; amor falso de cero grados bajo las mil formas de los gases y olores corporales conocidos en los que ha sentido el horror y las atmósferas del miedo y el asco, parcelas pinceladas robadas, todas, a la frontera de la muerte.La belleza exige cierta reserva e imprecisión, es la erótica de lo que es excesivo y del rubor feliz de la vergüenza; por eso su rostro ahora es bello, lejano como un paréntesis y definitivo como aquello que se muere y queda en el recuerdo. Asentado en la inconsciencia, dormido, su cuerpo reposa bajo las frondas de luz de una ambulancia del 061; los médicos la atienden y desisten de cuanta iniciativa se les puede ocurrir faltos de ciencia ante lo que parece irremediable; hay algo en ella que les hace reaccionar con prisas sin dilaciones; la proveen de los cuidados esenciales y más necesarios pero un pulso mínimo y las pupilas carcomidas ala de cuervo y el vacío incrustado en sus sienes les hacen temer lo peor. Ella no percibe nada y menos el sonido de aliento inflamado de la ambulancia en su carrera imposible por salvar su vida. La ambulancia llega al hospital y la camilla despierta por los pasillos enrevesados de las salas de urgencia hasta llegar al quirófano, un favor que se tiende para completar otros que luego quizá no sean apreciados en la rueda de la vida se descubre como única prosa a la esperanza por si ella llegase a sobrevivir. Pero poco o nada se puede hacer ya por ella; demasiado tarde para cualquier regreso una vez que ya toda su sangre se ha precipitado a su abismo de campanas tristes de iglesia y cadencias de espaldas infinitas.Pocas horas después y aún apenas caliente su cuerpo, alguien en la morgue contempla su cuerpo desnudo; hay una lujuria en aquellos ojos que escapa del orden y que hace indiferentes al resto de los otros cadáveres que les rodean; cuerpos todos menos jóvenes y menos bellos que el de la mujer y menos deseables que el de ella; cuerpos vaciados de todo calor estrechados en una piel de porcelana azul y el cerco ceremonioso de frío de los armarios de metal en los que los alojan; cuerpos de huellas pardas y profundas que no han sido desvestidos de aquella corola que disimula su desnudez y que no son contemplados con ansias y goces imposibles de reprimir; con fruición el hombre disfruta de la morbidez del cuerpo desnudo de la mujer que es gozado y acariciado una vez más como siempre lo ha sido en vida; de aquella igual y sórdida manera en que en diferentes moteles y hoteles sus pechos han sido besados y sus caderas violentadas a cambio de dinero; el mismo cuerpo de mujer que es ahora poseído y disfrutado por ese hombre del deposito de cadáveres que no puede dejar de repetir una, dos y mil veces la palabra puta mientras le jadea encima y ensucia, sabiendo que ella no puede oponer resistencia y ya nada le debe importar a ella lo que haga. Palabras sucias y soeces que huelen mal como si sus labios hubiesen sido fregados con un ajo o una cebolla; palabras, palabras, demasiadas palabras.Nunca sabrá él, nunca sabrá ella, que pocas horas antes que todo eso sucediera, a cambio de su vida, ella ha alumbrado otra de dos kilos setecientos gramos a un tiempo tan arisco como es el del nacer y en el cual su madre un día nació para hacerse después puta por necesidad y demasiada pobreza. Y es ahora, aún con los calzones bajados del hombre y el sexo húmedo, que la belleza de la mujer una vez ya despojada de su vida, se hace más sincera y más rotunda; el cabello oscuro y bello como un plenilunio desmayado y crepitante suelto sobre los hombros al viento de las horas y de la imaginación; todo él flexible y encerado como los oleos en un lienzo que ha de aprender a ser recuerdo y devenir eterno ahora en que deviene el rayo de la luz de esa otra vida que se hace necesaria retomar en el cuerpo de su hija y que se ha de elevar por todo lo alto ajena a todos aquellos amores con traición que un día ella conoció y experimentó con fatal desilusión.Pese a ello, y aún muerta y sucia, hay en sus ojos una luz que brilla intempestiva como un brillante y que jamás nadie podrá arrebatar ni mancillar; esa luz de la ilusión de la castidad del pabilo de una vela que sueña con emular al sol y que tal vez su hija alguna vez llegue a contemplar.
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