jueves, 13 de noviembre de 2008

Senén

Senén despertó y libró una fuerte batalla con sus ojos para abrirlos. Una pequeña demostración de su fuerza de carácter. Son las tres y media de la madrugada de un frío lunes de principio de Octubre y Senén ha de sostener un nuevo reto consigo mismo. Levantarse de la cama, ducharse con agua helada -hace días que el termo ha dejado de funcionar-, desayunar y salir para su trabajo. Tiene cerca de sesenta años y la vida le puede. Enciende la luz de la mesilla de noche y pasea su vista por la habitación. Su mujer con el pelo recogido en un montón de bigudíes y clips de plástico, descansa todavía a su lado. Un pequeño milagro. Luego de tantos años juntos se ha establecido una comprensión que da asco y nauseas. Gases, hedores de pie y hedentina de boca han establecido entre ellos tal complicidad que la vida sería demasiado complicada sin ellos. Y esos picores provocados por el trasero mal aseado y la mezcolanza de turbios aires corporales, que en otras personas resultarían repugnantes, son tolerados como si de una expresión de amor se tratara. Sus vidas nacen y fenecen en ellos y su amor todo lo alcanza entre los dos extremos. Amor sin sofisticación desprovisto de gallardías y otras miserias que lo hagan más llevadero. Senén y Encarna luchan por mantener intactas sus vidas al margen de los demás en anoréxica exclusión, ni videos, ni televisores en color, ni Internet; ni saben lo qué es ni les interesa tampoco. Cada día, sin falta desde hace cuarenta años, Senén se levanta a primera hora y baja hasta las Ramblas donde le compra una rosa roja a Encarna y la deposita a su lado en la mesita de noche para que sea la primera cosa que vea al despertar. Hoy también Senén cumple con su pequeña galantería, como el primer día, con la misma ilusión y con la misma fuerza del sentimiento que lo agitó a hacerlo cuarenta años atrás.
Luego de desayunar un café con leche en el bar de la esquina se va a su trabajo en la Corporación Metropolitana de Transportes; saluda a sus compañeros, se enfunda en un gastado mono de color azul y con su casco baja a los túneles del ferrocarril a reponer las bombillas que se han fundido durante la noche. Entre humedades, ratas y viscosidades que se encuentra en la oscuridad cumple con su deber con diligencia y profesionalidad. Doce horas sin ver la luz del día y sin saber si llueve o hace sol. En verano suda y se funde con las temperaturas asfixiantes del subsuelo mientras que en invierno siente helarse las manos que se han agrietado de tanta húmeda suciedad y esclavo trabajo. Senén hace equilibrios con su salud y sólo encuentra consuelo en saber que no está sólo. Encarna le espera en casa y esa es su ilusión. Sólo por eso merece la pena estar vivo.
Encarna trabaja por horas haciendo limpiezas en casas de la zona alta. Se levanta también temprano pero no tanto como Senén a quien quiere mucho. Es muy humilde y sabe que todo cuanto ella pueda hacer o pensar no es nada en relación a su capacidad de ser feliz. Las grandes cosas que su vida le ha deparado se han justificado por sí mismas ya, y no encuentra otro motivo para su existencia que ser la mejor parte de sí misma para los demás. Es una buena esposa y una buena compañera; trabajadora encomiable, tiene un alma inocente que se llena de luz cada día al despertar y ver a su lado esa rosa roja que la espera y que la hace emocionar con toda la fuerza de la belleza que se contiene en ella. Su trabajo le quita tiempo a su vida y ve ausentarse su mediana juventud como quien ve caer las hojas amarillas de un árbol en un paisaje color pastel aún no llegada la hora de la senectud. El día le trae a la memoria la ausencia de Senén y en cada uno de sus pensamientos hay una huella de la mutua felicidad que les une, ensoñaciones que restan espacio a la distancia y conmueven toda medida del humano firmamento de los sentimientos. Allende distancias y soledades compartidas, sus mentes se ungen en la bendición de los cuentos de hadas y las fábulas que se cuentan con voz de fantasía, sus corazones vencen estorbos de largo recorrido y estrechan caminos que se acortan con sólo quererlo y desearlo, tal es su afán en percibirse el uno en el otro. Toda una vida juntos no ha sido capaz de mutilar tanta ilusión y tanto anhelo como el que ellos dos tienen el uno por el otro. Son afortunados como sólo pueden serlo ellos; indiferentes a todo aquello que les rodea, pues en ello sólo encuentran un motivo para no estar en la única compañía que quieren y desean, se han apartado del mundo, pues el mundo es todo aquello de lo que han huido para estar juntos.
Cuando Senén llega, la casa es un vacío inhóspito sin Encarna, un mausoleo de pasiones adormecidas que sólo cobran vigor y luz con su presencia, que tanto añora. Cansado y con el corazón encanecido por tantas horas fuera, Senén se deja caer en el sillón mientras su alma se encoge en una espera siempre demasiado larga. En esos momentos, Senén aborrece el tiempo. Fatigado y sin más compañía que su sudor se despoja de sus ropas sucias, las pone en el fregadero y apura la colada de toda la semana, más por la costumbre que por la necesidad de hacerlo. Hoy está especialmente cansado, ha sido un día duro y pesado, sin descanso. Sentado en la mesa de la cocina que Encarna ha cubierto con un mantel de hule, Senén pela unas judías verdes poniendo una sonrisa en cada una de las vainas que llenan el perol de aluminio donde las vierte. Dos kilos y medio, ni más ni menos, un verdadero lujo. Corta después cinco patatas y las pone a hervir junto a las judías a fuego lento con unas hojas de laurel y sal. Encarna todavía tardará en llegar, hoy es miércoles y trabaja hasta tarde. Le gustaría abrazarla y oler su pelo de mujer amada pero pensarlo es uno y poderlo hacer es otro, sólo cabe su tensa espera y supeditar su pensamiento a mejor oportunidad que fraguar en soledad su deseo. Las judías y las patatas están casi a punto y eso le convence de que ha de ponerse manos a la obra. Vacía el cazo hirviendo en la pica y deposita en una fuente metálica la verdura que rezuma vapor y aires de pueblo de su Andalucía natal. Lejos de extrañas sofisticaciones gastronómicas se siente feliz, preparando la cena sin más caprichos que el de hacerlo con todo el amor del mundo. Diligente y preocupado en aliviar trabajo a Encarna para cuando llegue, Senén lava los aperos empleados y los pone a escurrir prestando atención a disponerlos en orden sin hacer de ellos una precaria escultura malabar de arte doméstico. No busca la ampulosidad del gesto ni el agradecimiento en el afecto que Encarna le pueda dispensar cuando llegue; Senén sólo quiere ayudar, como si de un acto debido y merecido se tratara. Como dos compañeros solidarios que se auxilian mutuamente y no esperan nada a cambio, sus vidas discurren paralelas, dispensándose una entrega que tiene mucho de fidelidad y arrobo canino, incuestionado e incausado; es así y sería adulterar sus sentimientos preguntarles por qué es así. Ellos lo ven como algo natural y algo normal, y no esconden su felicidad de sentirlo así.
Encarna acaba su jornada laboral y recobra su libertad de esclava subvencionada. También está cansada, los años no pasan en balde y cualquier movimiento de su cuerpo llama al dolor. Le pesan las piernas y su cuerpo es un balde difícil de mover a dichas horas; pero su aliento se alimenta con el deseo de llegar a casa y abrazar a Senén, de olvidar tantas horas en el sufrido trabajo y aventurarse por los caminos que sus dos bocas unidas abren al fusionarse en ese momento tan esperado como es el de su llegada. Encarna no pretende ganarse el cielo con su sacrificio ni hacerse un nombre en la empresa de trabajos de limpieza donde se emplea, sólo persigue hacer su trabajo lo más dignamente que pueda y saberse aún útil a tan aventajada edad para estar fregando suelos y despachos. Lo acepta de buen talante pues su carácter no le sugiere lo contrario; se siente recompensada de sobras con la felicidad que lleva dentro. Tiene una disposición genética que le hace inocente al conocimiento de cosas mayores y tampoco pensándolas lograría mejores vituallas para vivir, se conforma con lo que tiene y por eso es sabia. La vida no es fácil y falta haría que nos la complicáramos aún más. Bastante difícil se nos antoja dirigir nuestro propio destino, piensa Encarna, lo que en todo caso deberíamos hacer es ser capaces de acompañarlo hasta donde él nos lo permita. La vena filosófica de Encarna es grande a estas horas, su mente no descansa, porque el descanso es muerte y la muerte es el olvido. Mientras camina por la calle todos sus males espanta y se va sintiendo mejor, más ligera y ágil, lejos de ese espíritu de voluntad individual explotada que ve brillar en los ojos de las personas que se cruzan en su camino y la ignoran; son rostros desconocidos, demasiado iguales los unos a los otros para llamar su atención, ajados unos y jóvenes otros, pero todos con la misma triste expresión de corazones castigados y voluntad gastada de quien no es feliz consigo mismo y con lo que le rodea. Quién sabe, también habrá gente como ella que expectante de llegar a sus casas y ver a los suyos, reconoce una oportunidad en cada molestia por las que atraviesa su vida, pero esos son los menos. Son más de las once y Senén espera en casa, basta de contemplaciones se dice ella misma. Se apresura en su caminar, y cuanto más rápido va, más rápido quiere ir, pero sus limitaciones físicas son las propias de quien atesora calendarios en los músculos y reflejos desde hace años, y ha de ralentizar sus movimientos, hasta adecuarlos a la sincronía del orden matemático con que su razón disfraza los estímulos que su corazón le ha dictado. Ya no es una jovencita, y se sorprende por ello, pues ella se siente como si lo fuese, por más que su cuerpo le sugiera otra cosa; la edad, como dice ella, no es un número en el carné de identidad, es más bien un atributo del corazón y ella aún es joven en su interior, por más que su pelo y piel quieran inducirla a engaño.
A Senén se le comienzan a cerrar los ojos de tanto sueño. Ha colocado el mantel y los cubiertos y los vasos en la mesa. También ha preparado la cena y hecho el crucigrama del periódico mientras esperaba. Ahora se está quedando dormido y le cuesta mantenerse despierto. Un sopor le atenaza las fuerzas, está aturdido y no presta atención a que los minutos pasan, un parpadeo, no más. Encarna no acostumbra a tardar tanto, tampoco le ha llamado ni ha dejado nota alguna avisando de su posible tardanza esta noche. Está intranquilo y su cuerpo, sentado vagamente en el sofá le es un estorbo, una molestia. ¿ Y si le ha pasado algo ?. Senén no aguanta ese pensamiento de traiduría y sólo piensa en bajar a la calle, como si eso obrase el milagro de acortar el tiempo de llegada de Encarna, y salir a recibirla. Se vuelve a calzar sus gastados zapatos de obra en los pies y sale en su busca por esas callejuelas que tanto conoce de tan transitarlas en su amada compañía. Recorre las travesías prestando máxima atención a cuanto sus pobres ojos pueden entre umbrías y penumbras mal iluminadas, intentando avistar en las emergentes sombras oscuras ese movimiento al andar tan particular de ella y acaba por perderse en ese silencio de descrédito de no haberla encontrado que tanto daño le hace; comienza ahora a preocuparse pues se teme lo irremediable, lo injusto y lo nunca esperado.
Esa noche será la primera que Senén dormirá sólo en muchos años. También será la noche que él aprenderá que el ser y el estar no es lo mismo y que el poder y el querer son cosas distintas. El corazón de Encarna le hablará de ello cada día al despertarse y encontrar ese doloroso vacío inexplicable a su lado. La vida, nada volverá a ser lo mismo, ¿ podría acaso algo ocupar el espacio inerte en su corazón que ha dejado ella con su ida ?. No, no hay nada; tan sólo su recuerdo y esa pequeña rosa roja que cada día sin falta, ocupará el mismo espacio que sus predecesoras a un lado de la cama, con el suficiente poder evocador de las antiguas imágenes y la fuerza de reconstruir con todas esas palabras que jamás
podrán ser ya repetidas, las caricias, besos y sentimientos que la muerte no ha podido distraer sino a los sumo alterar por no hacerlos más profundos. También aprenderá Senén esa noche, que los hombres somos necrófagos de nuestros sentimientos y todo aquello que agita nuestras pasiones, que nos alimentamos de la memoria de nuestros seres queridos y que ello nos reconforta de no poderlos tener nunca más a nuestro lado. Que la muerte no destruye, que existe un presente perpetuo que vive en el éter, en la inmensidad infinita del firmamento que habla de lo que se nos ha perdido con la voz de la presencia de lo inalterable e inamovible de nuestros propios sentimientos. Que nada queda y todo es, y que si bien probablemente el hombre se acabe resumiendo en un cúmulo gris de cenizas en algún rincón del tiempo y el espacio, nunca sabremos cuales son las cenizas de los sentimientos, y que quizá sean éstos en su humildad y sencillez los que den valor a lo que somos y a lo que hemos sido.
Con la muerte juntos, Encarna. Senén.

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