jueves, 27 de octubre de 2011

Vidas preñadas de insatisfacciones

Es gente más necesitada de dinero que de orgullo y que por ello acepta cualquier tarea. Centenares de personas invaden a estas horas las calles. La muchedumbre en sus movimientos, bien sea llevando un paquete, sorteando un vagabundo, esquivando la lientería de un perro en el suelo, o conversando o gesticulando, muestra una increíble torpeza y falta de aplomo, como si aún no se hubiesen resignado al cierre del fin de semana y acostumbrado a ese lunes que debería devolverlos a sus trabajos, estudios, penitencias u otras obligaciones. Quizá también a sus sufrimientos mentales indecorosos, angustias, penas agudas y remordimientos, aflicciones y trastornos más graves. Si algún día quisieran codificar esas emociones y controlarlas, necesitarían de algún tipo de estructura administrativa para ajustar los niveles de trastorno a unos cánones regulares de comportamiento. Pero ese día aún no ha llegado y nada parece haber cambiado, especialmente esa mañana en el barrio de Fort Pienc, ese lugar  a mitad de camino entre ninguna parte y el olvido donde transcurre parte de esta historia. El aire es húmedo, lento y trabajoso, cuesta respirar. El sol apunta en lo alto con toda claridad, pero la luz que desprende, titilante, macilenta y pobre, recuerda a la de las bombillas de los pasillos de las morgues. No es pues de extrañar que la gente que vuelve su cara en su dirección se asombre de recibir tan poco calor. Molestos, algunos ajustan el ritmo de sus respiraciones a la extraña cadencia impuesta de las obligaciones, los deberes y las decepciones, como si se tratara de uno de esos cuadros llenos de colores en los que si uno fija la vista, se puede descubrir un dibujo escondido; los más, aquellos que no consiguen encontrar su lugar en el mundo, parecen participar de un ejercicio necesario pero necio de prolongación de sus existencias. Como si fueran impulsadas por un resorte, sus respiraciones son apuradas como si se tratara de un trago o fueran el antídoto contra un veneno. Si algún día alguien les siguiera los pasos, se perdería por la falta de coherencia.

            Esperan en una parada de autobuses cualquiera. Un matorral de gente atascada y aburrida que parece haber echado raíces ahí. Son muchos y bien podrían ahorrarse el cansancio encaminándose hacia sus destinos por otros medios, pero prefieren ahorrarse unos centavos con tal de no desmoronar completamente su presupuesto o gastar la suela de sus zapatos caminando. En todo caso, es una espera en vano, ya que si bien los autobuses están diseñados para que no más de sesenta y cinco personas viajen cómodamente sentadas, el autobús sólo partirá cuando hayan subido y pagado sus billetes al menos veinte pasajeros más. Una anciana estudia el horario de la marquesina. Al reseguir las indicaciones señaladas, su dedo índice se ve manchado con una capa de polvo y grasa que ha ido acumulándose encima del plexiglás. No ve apenas nada y a medida que intenta leer sopesa la necesidad de comprarse gafas. Tiene la ropa manchada de comida y por debajo le asoman los huesos, que sobresalen como si se los hubieran colocado en ángulos equivocados. Viste una especie de uniforme azul marino que hace pensar que tal vez se trate de una religiosa. Apartado de ella, un hombre da caladas a su cigarrillo y se muestra impaciente. Camina arriba y abajo y revisa su móvil con ojos que son un aguijón de avispa. Su rostro es un mapa isobárico de arrugas sobre el cual no dejan de moverse nubes de tics nerviosos que forman espirales y nudos que no cesan de deshilacharse y condensarse al arbitrio de las prestidigitaciones de la inquietud del momento. Las mangas de la camisa le quedan demasiado largas; están desgastadas y sucias y si no fuera por los tirantes, los pantalones se le caerían. Una chica sentada en el borde del banco mece las piernas compulsivamente con el metro de un reloj. Es una chica fea y desagradable que lleva un pirsin en el labio inferior y tiene un cutis parecido al pudin de arroz. A su lado el aire está viciado; Su olor corporal no consigue disfrazarse bajo los efluvios de un perfume seguramente comprado en Lidl o Mercadona. Uno y otro producen dolor. Sin embargo tiene unos bonitos ojos azulados y con un ribete dorado que hace presagiar que en alguna parte de su interior hay algo que no es enteramente odiable. Otra chica, morena y de ojos aún más bonitos, verdosos, se recoge el pelo rizado detrás de sus orejas, en las que brillan grandes pendientes de fantasía que centellean bajo el sol. Pese a que su vestuario es más que elegante, lleva las uñas plateadas, lo que es sin alguna duda un síntoma de lo más plebeyo. Levanta la vista y sonríe esperando quien sabe qué. Hace calor y todos sudan. Se tiene la sensación de que el tiempo no corre; la humedad lo envuelve a uno en un aura de irrealidad en la que el aire ni siquiera puede soplar y queda condenado en una quietud funeraria. A la derecha de la chica morena, un hombre lee el periódico. Lo hace muy rápido o más bien habría de decirse que pasa las hojas muy rápido, juntado las manos ante la nariz como si se estuviera aventando o realizando un ejercicio gimnástico. Enteco, con una sombra de barba gris y de unos sesenta años, es posible que tenga algunos amiguetes interesantes, pero ahora no lo acompañan puesto que seguramente se encontrarán disfrutando de su estancia en alguna institución penal o sanatorio mental. Reconoce que le encanta el olor que desprende el papel y la tinta, y que en caso de desesperación siempre es útil a la hora de pillarse un colocón. De vez en cuando fija la vista en las dos chicas jóvenes para volver a fijarla inmediatamente en la sección de contactos. La actitud del hombre respecto a las mujeres se debe a la precaución lógica del recién divorciado. “No querrás equivocarte de nuevo”, se dice a menudo, lo que le hace reprimir su expansividad y pensar como Mía Farrow en el film “Maridos y Mujeres” es decir, utilizar el sexo para expresarlo todo excepto el amor. La criatura del pirsin hace años que no lee un periódico, más que por sus pocas inquietudes por la alergia que le produce la tinta de imprenta. El hombre del cigarrillo jura en voz baja. Su piel está seca y resquebrajada. Parece muy frágil y basta que le roce la muñeca con el puño de la camisa para que se le abra la piel y sangre por todas partes. Ese aspecto de piel quebradiza como el pergamino, es efecto de la prednisona. La prednisona, un medicamento que pertenece al grupo de los corticoides o corticosterioides con un gran poder antiinflamatorio, le sirve para tratar los síntomas producidos por los descensos bruscos de niveles de corticoides en su organismo y es que desde hace años padece la enfermedad de Addison. Sus venas parecen a punto de estallar. Son moradas y con el paso de la sangre vibran como si se trataran de las teclas de madera un piano. La chica joven, guapa pero vulgar, padece de fibrosis quística pulmonar a consecuencia de la exposición al diisocianato de tolueno (TDI) y al diisocianato de hexametileno (HDI) de los aerosoles que producen en su trabajo. No tardará en morir. No lo sabe e insiste en buscar estímulos y alicientes a una empresa que en su tiempo libre le hace sentir que nada tiene sentido. La señora anciana a menudo no entiende las cosas; en su mente suceden fenómenos extraños, episodios que conectan lo real y abstracto en su imaginación y que como cortocircuitos acompañados de descargas eléctricas provocan reacciones alérgicas o minúsculas catástrofes parecidas a fuegos de artificios que ella llama pensamientos. Finalmente el autobús llega, frena y chirría y las puertas se abren con un chasquido. El autobús acelera y se deja sentir en el estómago de los pasajeros. Mejor así porque el paisaje que se ve desde las ventanas es desolador. Calles maltrechas que parecen haber sido construidas sobre un plano inclinado. Árboles, casas y edificios torcidos como si hubieran sido hechos a zarpazos se suceden sin cesar a golpe de borrachera en los ojos, provocando ganas de vomitar. La ciudad es ya de por sí horrorosa, una ciudad holocaustica de casas, calles y avenidas estrechas y malolientes, dónde encuentran cama perros y gatos abandonados y jeringas con marcas de sangre. Meados y nubes de moscas y ratas sarnosas, son vanguardia de perversión para náufragos de países sin consulado y emigrantes parásitos que conmueven a una estúpida sociedad. Llenas de recovecos para idiotas y mendicantes en busca de un permiso de residencia, las calles están llenas de cotorras que cagan en los jardines y que han desplazado a las palomas. Gaviotas atosigadas por el hambre suben desde el mar para atosigar a los verderones, verdecillos, jilgueros y pardillos con mirada de chino en sus ojos y el olor a benceno en sus plumas. La mayor parte del trayecto trascurre por el Ensanche Derecho, por el barrio de Fort Pienc, un lugar donde se tiene la sensación de que la vida está en otra parte y que se vive en el infierno. Probablemente sea así porque hay tantos lugares vacíos e insustanciales y rincones tristes y decadentes, que uno tiene la impresión de que los sitios de verdad, aquellos en los que uno puede habitar y disfrutar no pueden estar sino en las antípodas. Si eres del barrio de Sant Gervasi, la Bonanova o incluso Sant Andreu o las Corts, uno tiene que especificarlo, decir soy de tal calle o de tal otra. Hay que aclararlo y distinguirlo, pero cualquiera sabe de lo que estás hablando. En cambio si eres del barrio Fort Pienc uno tiene la sensación de que es mejor estar callado y avergonzarse de haber caído tan bajo. Por eso, por más orgulloso que te sientas (incluso sin motivos) y te vanaglories de las mujeres que te llevas a la cama, tu ritmo de vida o tus éxitos profesionales, tus orígenes, tu trabajo o la casa en la que vives, reconocer que vives allí es como confesar que eres un don nadie, un muerto de hambre o un fracasado; alguien en quien conviene no confiar y que es mejor evitar; un ser hundido en la más profunda de las miserias o vencido por las adversidades y la mala suerte no podría sentirse peor. El corazón se cubre allí de una bruma letal suspendiendo al merodeante en una honda gruta incierta dónde se respira una atmósfera mefítica impregnada de miedo cuando no de muerte. Arrabales amargos metidos a la fuerza en la vida de sus habitantes como una condena amarga, una maldición en la que se cumplen ciertos destinos del olvido, y en ocasiones se constituyen oscuros proyectos que no pueden sino acabar mal. La conciencia brinca como una rana metida en un cubo en lo hondo de un pozo. La cabeza que tiene una respiración más acelerada y profunda, funciona como un laxante de los peores pensamientos y más quísticos augurios. Pesa la mente como un viejo árbol que cultivado en una tierra cuarteada por el peor de los pasados clava sus raíces en la desesperación en espera de lo improbable. No hay nada allí que no sea serio y grave como aquella realidad mitológica del Aqueronte. Durante muchas generaciones las familias han trabajado por eliminar cualquier signo de evidencia de su existencia. Durante muchas generaciones se han permitido esa decepción como quien se concede un capricho. La vida ha llegado a convertirse en una larga y oscura rebatiña, sólo necesaria para conseguir mantenerse vivos. Por lo general no es esencial que la gente salga a la calle, pero si lo hacen, muchas comunidades de propietarios han instalado un mecanismo por el cual sólo pueden hacer uso del ascensor introduciendo una monedita para gozar del privilegio de una subida asistida. Las casas son bajas y pobres y no tienen jardines porque la jardinería no entra entre las pasiones de la gente sin recursos. A lo sumo, poseen dos o tres macetas en los balcones con plantas mustias que presuponen una metáfora de su vínculo con la vida y lo que esperan del futuro. Los techos son bajos y en muchos casos se han hundido asomando los puntales y las traviesas entre los armazones. A menudo las casas parecen establos o cuadras con el suelo repleto de tablas, vigas caídas y clavos y alcayatas brillantes como zafiros encendidos. Las puertas y ventanas están atrancadas, pero por donde entra la luz se ven aberturas de medio palmo en las que cuelga el papel pintado hecho jirones y mobiliario fuera de lugar como si hubiera sido golpeado y empujado en el alboroto de una gran pelea. La mayoría satisface sus fantasías y horas de ocio no con la jardinería, la literatura o la pintura sino mirando los programas de televisión o escuchando la radio. Y es que si bien los tres primeros presuponen cierta educación, sensibilidad y sentido moral, los segundos les permiten adormecerse en su incultura y no hacer demasiadas preguntas; ver o escuchar la vida de otras personas en la radio o la televisión les permite olvidar por algunos momentos la suya y fantasear con otra existencia a la que jamás tendrán acceso pero con la que sueñan. ¿Qué otras cosas de su vida subterránea pueden sacarse a la luz si sus titubeantes biografías se arrastran por el suelo como un lento animal? ¿Qué otras posibilidades podrían abrigar si en sus mentes y corazones no se albergan más que las ansías de las cucarachas o alimañas por reencarnarse en hambre o enfermedad? Pequeños nidos de idiotas lascivos e individuos que alcanzan una sexualidad temprana que se embarcan en vidas adultas largas, aburridas y feas de las cuales no pueden ni soñar con la idea de regresar. Han crecido en la indolencia sin ninguna sensación de felicidad o bienestar y consideran que vivir en el mundo es una empresa hostil, un viento ardiente contra el cual luchar. Su estoicismo frente a la adversidad no radica en una angelical capacidad para la paciencia sino a que desde niños han aprendido la esencial futilidad de la queja y la vacuidad de la esperanza. Buscan su camino en las bifurcaciones, y si no lo encuentran esperan a morir como quien intuye que su reinado individual en el universo ha durado sólo un instante. Por otro lado, los dos o tres colegios e institutos del lugar cumplen diligentemente con su cometido de fomentar tal idea y de pergeñar delincuentes y estúpidos de mierda que se tragan como perros obedientes las chorradas que les explican los que son más listos que ellos. No conviene darles una puñetera educación a esas gentes porque eso no haría más que alimentar su insatisfacción. Les haría pensar. Serán más felices asfaltando vías, barriendo las calles o haciendo felaciones en los portales como han venido haciendo sus padres desde tiempos inmemoriales que estudiando o dando aplicación a su limitada inteligencia. De un modo u otro han aprendido que no han de gozar de ningún trato preferencial por parte de Dios. En realidad están convencidos de que esa aceptación no se tiene que sentir en su psique más allá de dar vueltas en la noria de la banalidad de una vida insustancial preñada de dramatismo, pena y congoja. Cultivar cierta sapiencia, bondad y educación sería un gran error, teniendo en cuenta la vida que habrán de llevar después. Son gente simple y no siempre de buena intención cuya idea de diversión más elevada es la de tener niños, un perro, un gato, un coche y una pequeña hipoteca que los identifique con los demás. Gueto de delincuentes, palurdos y retrasados mentales, los servicios sociales del lugar, les recetan libremente anfetaminas, percodanes, qualudes y larutanes; pastillas de colores con los que tenerlos ocupados un rato y evitar que caigan en el caballo, el crack o la heroína adulterada. La mayoría son sombras de lo que algún día fueron. Huraños, frustrados y desnutridos a base de sufrimiento, basta que los toques para que suelten su tinta como si se trataran de calamares humanos llenos de mal humor. De tales vicisitudes surge la aversión que se tienen los unos a los otros, las frustraciones que suscitan en el espacio vacío e invisible de sus personalidades y la sensación de que su propia existencia no tiene suficiente razón de ser. Es la guarida ideal para las heces y detritus de la sociedad. La “librea de la miseria” de la que irónicamente hablaban nuestros clásicos, halla aquí su epígono con esa galería de personajes genetianos –buscavidas, pedófilos, maleantes, drogadictos, prostitutas, inmigrantes, pordioseros, travestidos, violadores, exhibicionistas y rufianes- que amadrigados en la espesura decadente urbana del lugar no difieren mucho de aquella hampa sevillana que conoció hace siglos Cervantes. Personajes cubiertos de mugre y vestidos con harapos son objeto de desdén y asco al igual que lo podían ser aquellos apestados de Jaffa pintados por Antoine-Jean Gros o los parias, dalits o mlechas, los intocables hindúes, una clase tan baja que se considera fuera de los varnas o castas. En las noches oscuras, si uno va por esos andurriales, corre gran riesgo. Y es que la policía no tiene mucho más qué hacer que dejarte sordo con sus sirenas psicodélicas que parecen recién salidas de una rave del vecino barrio del @arroba 22; los conductores de ambulancias de la calle Padilla o la Cruz Roja de la calle Joan d' Austria alucinan enchufados a un bucle de química cerebral y las patrullas vecinales normalmente se encuentran bajo los efectos de alguna droga también. En el lugar abundan los burdeles, prostíbulos y locales de alterne en tanto todo lo que es sórdido, morboso, y tiene un tufillo turbio es bueno para el negocio y separa lo que muchos hombres de otros barrios pueden encontrar en sus casas: mujeres embadurnadas de cremas faciales, rulos y bragas blancas de algodón que sólo les pueden ofrecer la postura del misionero o una mísera paja con la mano embutida en un guante de arpillera. Las calles son oscuras, lo que no se considera una molestia ya que desde la niñez se han acostumbrado a la penumbra y a que el dormir se haya convertido en una pasión incontrolada, lo mismo que una necesidad física o una urgencia. Es inútil persuadirles de que afuera hay otro mundo y otras opciones. La química de la vida no funciona para ellos y cualquier esfuerzo por refutar su dichoso teorema de la simplicidad y fatalidad es tan baladí como innecesario. Las fórmulas reguladoras de la muerte no parecen tener cabida aquí. En un rincón muy poblado donde el sentimiento de haber nacido se convierte en una tempestad en el horizonte, quemar la memoria es leer el futuro en las cenizas, un paso obligado entre dos estadios ciertos como nacer y morir y una certeza insegura como vivir- o la de sobrevivir- entretanto. Tal vez por ello son capaces de metabolizar grandes dosis de infelicidad e insatisfacción tomando sendos conceptos como razones obligadas del curso de sus experiencias. Han aprendido a aceptar lo irremisible e inevitable como verdadera raison d'être de sus vidas y cualquier desviación que pueda producirse entre dichas líneas vitales de sus existencias no es más que una inesperada distinción que no debe integrarse dentro del protocolo de normalidad esperada.

            Poco a poco, a medida que el autobús se adentra por las calles, se acerca el punto en el que los extraños al lugar deben levantarse y abandonar el vehículo. Los fines de semana es cuando se forman más alborotos y conviene más no utilizarlo. La zona de fiesta de la calle Almogávares es especialmente conflictiva, arrapándose a la vida de los jóvenes del lugar como un cáncer y construyendo sus defensas en torno a ellos como una araña de agua lo hace con su guarida para afrontar el invierno. Pero hoy es lunes y no hay tanto que temer. El autobús para y una pareja mayor baja con paso vacilante. Cuando el bus arranca, un joven encasquetado con una gorra y chándal gris, saca la cabeza por la ventanilla y escupe una rociada de flema que cae sobre ellos acompañada de un estridente eco de carcajadas juveniles. La pareja puede darse por satisfecha. No hay sido ni un hacha, ni una navaja ni un cuchillo de grandes dimensiones, tan solo un asqueroso esputo de grandes dimensiones que después quedará atragantado en el filtro de la lavadora. Un inmenso gargajo con suficiente flema y esputo mocoso como para irrigar una hectárea de tierra fértil pero que cae ahora en un terreno baldío. En el ambiente hay un olor perenne a pedo cítrico. A estas horas las calles están semivacías y la gente pasea su soledad con correa, no sea que les muerda. Al carecer de vida personal, patria, hogar, amigos, o sueños han convertido la tontería y majadería en su razón de vivir y esto es algo que acongoja el corazón. Los ancianos se encaminan hacia el Tanatorio de Sancho de Ávila, un edificio limpio y sencillo y sin lujos añadidos en el cual mucha gente del barrio piensa muchas veces en quedarse a vivir o disfrutar del tiempo. Lepanto, Caspe, Ribes, Àusias Marc, Alí Bey: más que calles parecen galerías excavadas por topos; vías subterráneas en continuo desnivel, llenas de gibas, depresiones, protuberancias, chichones, jorobas, hondonadas, ascensos y descensos, festonadas de alcantarillas como botones hundidos en un mullido sillón de excrementos. Huelen mal. Bien podrían tratarse de los distintos pasadizos de un cementerio en el cual se hubiesen abierto las tumbas o una lonja de pescado en la que los productos se hubieran viciado por el calor y levantado su olor como una grave fiebre reumática. El autobús se detiene frente al Auditorio, un edifico proyectado por el arquitecto Rafael Moneo, convertido hoy en un lugar marginal habitado por mendigos, borrachos y desheredados varios en el cual es fácil encontrarse con la práctica de los usos sexuales más escabrosos bajo sus oxidados portales. Cajas cúbicas de cemento, casi sin ventanas, más adecuadas como casamatas de nidos de ametralladora y cercos de hierros que parecen haber sufridos todos los oprobios de la arquitectura se exponen a las inclemencias del tiempo como si ya supieran de su amargura. La disposición de los diferentes elementos en torno a un único centro para controlar a los alumnos, y seguramente también a los profesores, da la impresión de que hubieran sido mejor empleados si se hubiera tratado de una prisión. Un borracho sentado contra una pared en el exterior vocifera que vende sus zapatos a un precio razonable. "Se vende"- dice un cártel, "Sólo un dueño anterior" "Cinco euros negociables"

            En la calle Marina bajan el hombre impaciente y la chica del cutis ajado; ambos van a coincidir al bar “Albahaca”, un antro cuya reputación es bien conocida en la ciudad, en tanto que todo aquel que traspasa sus puertas acaba conociendo el dolor. El local está tranquilo y no es de extrañar porque he visto bolsas para transportar cadáveres mucho más acogedoras que ese lugar. Bien sea porque nadie inducido por la desesperación está obligado a acabar con la cabeza entre las vías del tren como Anna Karenina o es capaz de joderla tanto en su vida, el tugurio es aún visitado y convertido en un lugar "in" para muchos jóvenes y desarraigados, aunque las sensaciones de alegría que les pueda despertar sean tan pasajeras como los pequeños ramos de flores secas al borde de la carretera que señalan o recuerdan un accidente. Es un lugar ideal para los insignificantes sin referencia, un oasis para los espíritus que se mueren de hambre y los pobres de solemnidad. Es también el rincón donde se cita lo peor del barrio. Mujeres que se visten con escamas de plomo para no ser pescadas y hombres con aspecto de fumados; ladrones, drogados, violadores y delincuentes varios reincidentes. Carne de presidio o de cloaca; una cicatriz gruesa, rugosa y dura en un corazón, mala poesía que parece santificar un plató pornográfico. Un lugar donde cavar una tumba, o tal vez dos. Sabido que los males se soportan mejor en compañía, los clientes se juntan unos con otros para aburrirse en común. Unos cuantos niñatos del Auditorio, -de esos cuenta céntimos, a los que no merece la pena servir-, borrachos y mujeres sifilíticas se sientan desperdigados en el interior del local; algunos incluso se atreven a comer y se alimentan de los excrementos de comida que les son servidos notando que los primeros retortijones del pánico que comienzan a bailarles en el estómago cuando llegue el momento de pagar. Son las diez de la mañana y pese a las ordenanzas cívicas, muchos de ellos fuman en el interior del local. El fumar se ha convertido en el pilar nutritivo de esos desgraciados, así como de todos aquellos para los cuales la vida está cada vez más por debajo de la existencia. Si los miramos atentamente veremos que la mayoría parece alimentarse del humo y no respirar más que la nicotina. Están demasiado absortos en inhalar y expirar dichos vahos tóxicos para prestar atención al rótulo que señala que está prohibido fumar. También es justo decir que muchos de ellos no saben leer o que las palabras se confunden en sus mentes, otorgándoles un significado diferente al que tienen; que si no las entienden no es por su propia incapacidad sino porque están expresando algo verdaderamente incomprensible para ellos. Y es que el fumar se ha convertido en un leit motiv y tanto da que para llegar a ello se hayan convertido en hombres y mujeres a los que los hilillos de baba se les escurran por el mentón o se hayan sentido traicionados por haber tenido otras expectativas. En un rincón un par de mujeres de alquiler juegan al “burro”, al “monte” y a “buenas y malas”: juegos de cartas, que al igual que los dados, normalmente trucados, ocasionan arranques de chulería por parte de jugadores que desconocen las normas del lugar. Apartado de los demás, estaba el inefable J.M.D.L.C, el pederasta del barrio: imposible confundirle; su cuerpo y quijada de lagarto, sus tatuajes étnicos hechos con tinta de rotulador, su gorra de beisbol ajada de tanto sudor y sus zarpas manchadas de nicotina y grasa de camión bajo las uñas; su manera de sentarse, igualmente inconfundible, incluso de espaldas, abriendo el compás de las piernas, como si estuviera a punto de desovar o le escocieran los testículos de tanto sobárselos delante de los niños del colegio. Su barba es cerdosa, impregnada de aceite, mocos y restos de comida que brillan como baba de caracol. Una verdadera institución en el barrio. Vive en una casa destartalada delante del mismo bar. Vive con su mujer, que tiene cuarenta años, pero aparenta sesenta y el hijo de ella, y digo de ella porque seguramente no es él el padre por más que se lo hayan querido hacer creer. No cree en Dios, pero cada noche antes de irse a acostar, a no ser que esté narcotizado por el alcohol o las drogas, reza a Dios pidiéndole que cualquier calamidad se lo lleve. J.M.D.L.C duerme normalmente en el aseo del “Albahaca”, porque les da lástima, no sea que acose a su hijo o cometa cualquier otra barbaridad durante la noche. A falta de cerveza sin alcohol (no se le sirve otra cosa), bebe un poco de un té tan flojo que casi no sabe a nada y que podría ser cualquier otra cosa. Ignora que el té de este tipo se denomina té frisón o té de avaro, porque es comúnmente tomado por todos aquellos que no quieren hacer un gasto excesivo de la bolsita y les gusta reutilizarla una y otra vez. En el bar "Albahaca" esta es una práctica frecuente, lo que es una suerte si uno no tiene un estómago a prueba de bombas. Tal vez borracho de anfetaminas bebe la infusión con mucho ruido lo que hace pensar en si una bebida se puede o no masticar mientras se sorbe los mocos y se rasca el cerumen de las orejas con una uña negra, larga y delgada. De vez en cuando, un porro pasa de mano en mano y perfuma el ambiente ya de por sí agrio y vomitorio. Los dos recién llegados toman asiento y son atendidos por un camarero. Es viejo, tiene varices y las moscas le bailan sobre los apósitos. Lleva tantos años atendiendo en el bar que sería imposible cuantificar su edad. El café es infecto como agua de fregar, maloliente como un insecticida y frío como un cubito de hielo. Pasado un rato nadie parece prestarles atención, lo que es especialmente irritante para la chica, que se cree irresistible. Cuando el hombre la saluda e intenta entablar una conversación, ella ni le mira ni le contesta; podría pensarse que es tan orgullosa como una muerta que hace camino sola al cementerio a enterrarse. Tras su fracaso el hombre se encamina al fondo del local, donde hay una maquina del Millón y otra de tabaco. Tiene buenas razones para sospechar que ha hecho el ridículo y que la chica es una estirada. Pero no lo hace, porque él, que había sido en otro tiempo tan altanero y fanfarrón, es ahora como un muelle que se hubiera roto por haberse tensado demasiado y cedido por la fluctuación de aquellos ojos azules ribeteados de amarillos impregnados de juventud. Aburrido, se entretiene desentrañando los dibujos estampados en los paquetes de cigarrillos Camel.

            Quedan pocos pasajeros en el autobús. Éste se pierde Pamplona abajo como un gusano en una excrecencia tumefacta. Una calle conjuntada de horrores que parece caída del cielo para los ladrones y gentes del mal vivir. La mujer de ojos verdosos se mira en el cristal como si se tratara de un espejo. Se gusta. Aún en el autobús se extraña de que no recaigan sobre ella todas las miradas, que no den muestras de aprecio por su esfuerzo de estar guapa cuando todo lo que les rodea es feo y decadente. La mujer anciana la mira y piensa lo peor de ella, no tanto por tratarse de una de esas muchachas guapas cuya principal raison d’être debe ser la de contestar al teléfono en unos quince idiomas distintos, sino por su edad, insultantemente joven en comparación con la suya. Tiene ochenta años y un color de cansancio y cálculo biliar que asusta. Podría ser su bisabuela. O estar muerta, pero es el gusto por la resistencia inútil lo que la mantiene con vida. No repararemos en su nombre porque es irrelevante en esta historia, como lo es para su familia, esté donde esté, y a la que hace siglos que no ve. Pese a ello, también es posible que si alguno de ellos la recuerde tras la mugre y el pestazo a vino barato que despide, lo haga a la hora de pensar en si ha hecho o no testamento. Probablemente no y muera ab intestato por cuanto hay en ella algo que resulta insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, o incluso la carencia de sentidos, que la hace ser objeto de odio. El autobús se adentra en el casco antiguo del barrio, donde hay algunas calles dedicadas a la prostitución en las que el naufragio y el espectáculo no dejan de ser menos patéticos. En una de esas calles baja el hombre que leía el periódico con vocación del que busca doparse. En muchos casos las prostitutas posan desde las siete de la mañana tras las vidrieras o portales y en medio de esa sordidez incitan a los demás a acompañarlas a sus camastros en prostíbulos improvisados entre cartones, cajas de frutas y meados. Unas se lanzan muy decididas tras los clientes, mientras que otras fingen que tienen miedo para resultar más encantadoras. Algunos hombres les meten mano bajo la ropa o se esfuerzan en caerles simpatiquísimos, como si más allá del intercambio comercial  hubiera también margen para la seducción. El hombre se las mira sin acabar de decidirse por ninguna de ellas. Y eso que lo más cerca que ha estado de tener una experiencia sexual últimamente fue cuando encontró una mancha de carmín en una servilleta en el suelo de un bar. El hombre deambula procurando no caer, y es que el pavimento está roto y en las grietas crecen malas hierbas como el hisopo, la ruda, la consuela, la acedera, o la pimpinela. Son calles tan estrechas que parecen excavadas a la medida de los hombros de los distintos clientes para que puedan pasar; no es infrecuente encontrar en ellas botellas de plástico llenas de agua colocadas cerca de las paredes para limpiar las manos y las bocas de las prostitutas luego de ofrecer sus servicios o de los mismísimos clientes antes de reemprender su camino. Se trata de una prostitución elemental, análoga al pequeño comercio en la vía pública. Las putas venden su naturaleza igual que hacen otros comerciantes: patatas, bombillas, periódicos, electrodomésticos o un anal profundo sin protección, son igual de bien recibidos. Las calles son un oscuro océano densamente poblado y batiburrillo de olores concentrados. Olor a pie, sudoración de entrepierna, vómito agrio o la sangre en oxidación en un paño higiénico.

            Transeúntes lentos y pausados convergen con rateros presurosos de rostros estriados con cincel y turistas-moscas que parecen haber quedado presos en las telas de araña de las calles. Calles que en la desnudez de la noche provocan el asombro inmenso de las estrellas. Sucios y rebuscados, los astros nocturnos se vuelven y revuelven en busca de una torsión imposible, algo que haga reconocer que el mismo lugar que es el sueño emboscado de prostitutas, drogadictos y pequeños delincuentes en perpetua tensión no es también un antro de depredación para ellos. Se trata de restituir y volver al todo para disipar las inercias y resistencia locales, de volver a los problemas e inquietudes de todas esas gentes que se dan cita allí, como si un dios poco preocupado se ocultase de ellos buscando una nueva conexión entre su mundo y el suyo. También él, Dios, espera que se acuerden de él en las dos parroquias del barrio, la del Roser y la de Sant Oleguer, aunque sea como los representan en su imaginación los pequeños niños catequistas que asisten a ellas cada martes entre las seis y las siete de la tarde; es decir, como un señor que genera desconfianza poseedor de unos cabellos amarillentos y grises bañados en sebo, una barba espesa, parda y sucia  bañada en vino y puntos negros en la nariz bulbosa y aberenjenada afectada por la cuperosis.

            La anciana no puede apartar los ojos de la mujer engreída que se mira en los cristales del autobús. Imposible desfocalizar su visión y el acceso de coprolalia que le inspira. Últimamente viene sufriendo impulsos que le incitan a recitar frases soeces o repetir palabras que sus interlocutores han dicho antes; es inútil tratar de desemplazar la furia con que son dichas porque ella no la puede controlar ni tampoco detener su flujo y reflujo mareante en el cerebro; el atropello de unas a las otras en su cabeza las hace vomitar antes de pronunciarlas, hacerlas estallar en su garganta antes de expulsarlas con un sonido próximo a un eructo; se ha convertido en una segunda naturaleza suya, indistinguible ya de la primera, odiosa, cerril y desacertada por la cual alguna vez alguien la castigará. Oprimir tanta verborragia en ese alma suya tan gastada y pesada, ahogar tanta palabrería en su corazón o vetarlo con su silencio, como si se tratara de una camada de gatitos que reclaman su alimento, ahogar tantas emociones, le resulta imposible. Los dos ancianos caminan con tiento ya que los maleantes que se han posicionado en los portales como buitres, olfatean el dinero aunque éste venga envuelto en carroña entre trapos sucios. Sí, han de confesar que llevan algo de dinero para su hijo drogadicto; un hijo que siente desprecio por ellos y que no simpatiza mucho con su propio cuerpo, pese a sus esfuerzos por hormonarse y vestirse con ropas propias del colectivo transexual. A su paso se hace el vacío. Una extraña elipsis del tiempo y afonía de cuanto les rodea. La mudez callada de las casas, los árboles o las sombras, teje un círculo alrededor de ellos que recuerda al del silencio que sigue al contemplar un cuerpo desnudo, el pudor o vergüenza que se siente cuando sorprendemos a alguien en una situación escabrosa. En la esquina Marina – Caspe, las fuerzas públicas han desalojado un inmueble y dejado por doquier, postes doblados por la mitad, instalaciones eléctricas convertidas en madejas de bandullos y esqueletos de habitaciones que aún en pie muestran sus interioridades. Utensilios de menaje, distintas piezas hechas añicos, mobiliario variado, techumbres a ras de suelo y amasijos de ropas y escombros esparcidos por los alrededores alternan con objetos irreconocibles que son objeto de litigio para los distintos comerciantes del Mercado de los Encantes.

            De momento el hombre ha logrado descubrir el mapa de unas islas y un bajorrelieve de Mahoma en una pata y un hombre con una erección tremenda en la otra. Cuenta una leyenda, que el artista que dibujó la imagen del dromedario era un belga al cual no le caía excesivamente bien el encargado de marketing de la compañía Reynolds Tobacco, a la cual pertenecía la marca, así que introdujo en el diseño un dibujo del Manneken Pis (la célebre estatua de bronce de un niño orinando situada en el centro histórico de Bruselas). Es cierto que examinando de cerca las sombras de la parte superior de la pata se ve la imagen de esta estatua, pero también dicen que se puede apreciar la imagen de un babuino u otro tipo de mono en la parte posterior del camello, águilas cerca de la cabeza, un pez en la zona central y otros dibujos más que sin duda son poco probable que hayan sido hechos a propósito y que son producto más bien del sombreado. Cansado, se encamina al lavabo. Hay entre quince y veinte hombres en los urinarios y sus miradas son solícitas y tristes. El mármol pulimentado de los baldosines y lavabos les sirve de espejo para localizar ligues mientras se la cascan o manosean. En cada uno de ellos hay un jabón de color negro con costras de espuma que parecen condensar la mugre de muchas manos. Algunos borrachos vomitan, lo que no es de extrañar pensando en que el alcohol que sirven en el lugar es tan malo que a quienes lo beben les salen unas verrugas como puños. No repara en lo que sucede en el interior y es que últimamente se olvida de las cosas. Marca un número y se olvida a quien está llamando. Va al supermercado y se olvida de qué tenía que comprar. Nombres, rostros, direcciones, conversaciones y lo qué tenía que hacer. Dónde había aparcado el coche, ir a recoger a los nietos, o sus citas con los médicos. El olvido parece haber pasado a formar parte de la cadena alimenticia, la fuente de lo que él ha empezado a llamar la teoría de su locura. Lo menos es que antes de salir un par de mendigos lo intenten sodomizar encajonándolo contra la pileta de los meaderos y utilicen su saliva como lubrificación. Cualquier pretensión de despreocupación y tranquilidad de la chica de cutis ajado es desmentida por su lenguaje corporal: está sentada muy tiesa al borde de la silla, con los brazos cruzados sobre el pecho, y a ratos se rasca la cabeza y jala su largo cabello oscuro como si fuese lana que cardar. Uno de sus pies marca un ininterrumpido ritmo de claqué sobre el suelo, que manda oleadas de tensión que suben hacia arriba, por una pierna, hasta desaparecer bajo el borde de su vestido estival. Empieza a quedarle claro que su cita de la noche ha fracasado. Bendice no estar en casa, dónde, en el botiquín de su mesilla de noche hay Haloperidol, Seroquel y Risperdal indicados para el tratamiento de las psicosis esquizofrénicas agudas y crónicas, así como ciertos derivados del clonazepam como el Rivotril. Tiene ganas de acabar con todo. La chica joven engreída de ojos verdes, que otrora recibiría las horas con júbilo y algarabía, pues el sol aligeraría sus carreras o sus vuelos, parece ahora alicaída al bajar del autobús y constatar que las nubes, sin piedad, emborronan el cielo. El paisaje tampoco es de su agrado, un inmenso desierto que crece hasta llenar las calles, las casas y las grietas de la ciudad. Maldito barrio-piensa ella. Lugar mefistofélico encajonado en un espacio mínimo para contener tanta miseria y desgracia. Desde las alcantarillas se alzan las voces de las ratas. Graznidos, chillidos y gruñidos que crecen desde las profundidades hasta las más altas azoteas la saludan como único murmullo de vida. Muy prietos, sus labios son un nudo en mitad de la cara.
            A las diez, los administradores del intercambio de agujas aún no han llegado y los bancos están repletos de los drogadictos habituales del barrio y algún que otro interesado en el mercadeo. Florecen por doquier los cuerpos magullados por la vida; las vidas que se preguntan el porqué de todo esto; los heroicos que convencidos de que no son nada dejan tras de sí huellas que pasean sin encender la luz; existencias obstinadas por sentirse al filo de algo que termina y que realmente no les pertenece, pero que igualmente les apena su fin. El programa de Ayuda y Apoyo A Las Personas Drogodependientes, se había iniciado apenas hacia unos años para prevenir el uso indiscriminado de agujas y no había tenido mucho éxito. Les financiaba el ayuntamiento y distribuían entre dos mil y tres mil agujas limpias entre las diez mil personas registradas. También informaban sobre los problemas que comportaban el consumo de droga y la manera de salir de ella. Las jeringas viejas se intercambian por otras nuevas y además se les entrega un pack envuelto en papel de celofán que contiene un poco de lejía para limpiar las agujas, agua destilada para preparar la heroína, torundas de algodón para eliminar impurezas, secar la sangre y asear los recipientes en los que se supone hierven sus drogas y un pin de la asociación de lucha contra la drogadicción. No hay nada de heroico en su actitud; alimentan su ego con la decrepitud de los demás, fingen un dolor o pena que no sienten y se sienten útiles en cuanto esto infla una testarudez en no sembrar la semilla de la traición en sí mismos. Los drogadictos no dan miedo ni son hostiles. Sencillamente son o están y es que la heroína y los otros tóxicos les han hecho envejecer muy pronto. Tiene los labios cuarteados y despellejados y a la mayoría les faltan los dientes. Dientes pequeños y debilitados más parecidos a los quelíceros de un arácnido que a los apéndices bucales de un humano. Tienen la piel muy pálida y arrugada y parecen secretar gran cantidad de sudor permanentemente, lo que les hace asimilarse a unas criaturas extrañamente viscosas y desagradables a las que sin lugar a dudas se debería extirpar. Tanto la pareja de ancianos, como la señora mayor o las dos chicas jóvenes o el señor astrado coinciden aquí con los derroches humanos más inútiles, los deseos más inquietantes y las fatigas más inevitables. J.M.D.L.C continuará con su vida gris preñada de objetivos infantiles vivida entre estertores y suspiros de ahogo hasta que no le quede más, salvo morir quizá. El viejo camarero reventará algún día como uno de esos desgraciados católicos a los que no se les permite quitarse la vida, y que por eso hace años que esperan el Día del Juicio Final.  El barrio continuará evolucionando, seguramente para peor, con pasos de palomo cojo, hasta que su esencia se contemple en el fondo oscuro de la noche e ilumine con un silencio luminoso, fresco y lentísimo, que lo envuelva definitivamente en el olvido.