lunes, 13 de febrero de 2012

El lugar estaba desierto

Ya había anochecido cuando despertó. Por un momento no supo dónde se encontraba. La cabeza empezó a darle vueltas y a zumbar como un Cd defectuoso saltando de pista en pista. La fiebre continuaba exprimiéndole la piel y el sudor se escurría hasta empaparle las sábanas. La garganta le ardía y parecía tener la lengua seca y más grande de lo habitual, pegada al paladar. Se le veía la cara agria y tensa, como uno de esos personajes de las películas de gánsteres que están atados a una silla con una toalla en la boca. Alargó la mano hacia la mesilla de noche y palpó lentamente su superficie tratando de encontrar el timbre de la luz. Un dolor agudo le atenazaba el hombro y se escurría hasta llegar a los dedos débiles y acalambrados. Es la vida que regresa, pensó. Aguanta el calambre, enciende la luz y comprueba que su vaso de agua aún está lleno, por lo que no tendrá que levantarse a beber aún. Pese a lo suave del movimiento los huesos le crujen como troncos en llamas. Con el agua en la boca, se lleva unas pastillas a la boca y se las toma sin pensárselo dos veces. Agua, comidas y medicinas que pondrán fin a la enfermedad. Había tenido una pesadilla y estaba bastante bebido, pero se notaba que estaba más que acostumbrado; borracho como si hiciese semanas que viviese amorrado a la botella y hubiera substituido las comidas por el alcohol. Tenía los ojos rojos e inflamados y parecía que para seguir emborrachándose hubiera dejado también de dormir; cualquiera que hubiera visto esos ojos habría pensado que se trataba de un psicópata o alguien que se puede volver loco en cualquier momento y luego convencerse de que es inocente porque él mismo se cae muy bien. Le acostumbraba a pasar desde la operación de lobotomía transorbital que había afrontado para combatir la esquizofrenia que le había afectado desde la infancia. La intervención, hecha sin anestesia, pero bajo sedación por descargas eléctricas, consistía en martillear con un pica hielo o piqueta en un espacio cercano al lacrimal hasta cortar algunas fibras nerviosas que hicieran de conexión entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. El resultado no fue el esperado y las migrañas continuaron como una prolongación más de esa esquizofrenia que sólo conseguiría atajar medianamente a partir de los años 90 con medicamentos antipsicóticos como Clorazil, Risperdal o Abilify. Al otro lado de los cristales el paisaje aparecía desvaído y sin profundidad. Vio automóviles aparcados y un poco más lejos la luz de una farola que arrancaba destellos turbios toscamente granulares en las partes mojadas del pavimento. N. encendió un cigarrillo y aguzó el oído como si las yemas de sus dedos pudieran escuchar las vibraciones de la noche. Suspiró y miró hacia el cielo observando el infinito que se extendía frente a él. Un infinito que le sugería que tomase menos medicamentos y llevase una vida más sana. Un infinito al que había estado merodeando durante mucho tiempo y observando con reverencia como se hace con un líder al que se teme. Abre la ventana y arroja los restos del cigarrillo que, impulsado por los dedos, planea en un vuelo rasante hasta caer a los pies de un mendigo. El hombre se detiene bruscamente, le da un puntapié como si se tratara de un animal muerto y sigue su camino. De algún modo esta acción le evoca su futuro, que se desintegra y esfuma al igual que el humo del cigarrillo para reintegrarse en el silencio y oscuridad de la noche. Casi puede recordar aquellos instantes de euforia primitiva en los que las cosas le iban mejor y la vida le sonreía, en los que los años transcurridos no eran un ennegrecido rincón del pasado, ni tan siquiera una enorme bola de vacío sino un espacio que le indicaba que no se estaba muriendo cada día. Ahora es demasiado tarde y apenas percibe sus emociones reptando a través de los nervios y deslizándose sobre la opaca magnitud de su tragedia; la insalubre lentitud de la decrepitud –le gustaría que la decadencia fuese un proceso más rápido y menos contemplativo- se extiende como una mancha de vértigo encharcando su cabeza, la suerte de azares crueles que han ido acumulándose en su cara y corroyendo su cuerpo. Las estrellas flotan ante él suspendidas como una hormona femenina que busca su gameto. Es una noche oscura que registra la exageración de la noche en su sentido estético negativo. La sensación de fatiga y aburrimiento dan lugar a esa actitud que durante tantos años ha hecho de su vida una realidad desenfocada; se deja atrapar por la duda, el hastío y el desencanto. Su matrimonio, su trabajo perdido, la crispación de su cuerpo en forma de dragón de cuento contribuyen a su introspección. Las miradas de rechazo que percibe a su alrededor no hacen más que acentuar el borroso espectro y deterioro de la persona que algún día había sido. Duda de la existencia de cualquier felicidad, tildándola de engañosa y efímera o medio para salir adelante cuando se construye encima de la desgracia de los demás.

Preferiría ocultarse a los ojos de los demás que librarse a esos agudos momentos de inexistencia y descalabro. Por eso escribe. Para anotar esos momentos que le hielan la sangre en los que cree reconocerse por su fracaso. El asco, la culpa, el horror y la desesperación lo sobrecogen entonces y el universo entero le parece manchado para siempre con su vergüenza. Guarda sus escritos junto a los montoncitos de lapiceros y bolígrafos usados hasta la rotura de la mina o la consunción de la carga en un armario con dos cerraduras. Los pliegos amarillentos y abarquillados en las puntas, a despecho de los rasponazos y garabatos y borrones, lucen ordenados firmemente por un balduque y tramilla de estambre. El mes anterior cumplió sesenta y dos años y lo celebró comprándole a una puta su ración de cariño. Conducta que no estuvo motivada por ninguna razón sensual, sino por el odio desmesurado y gélido que siente por su propia vida. A una chica de dieciocho o más años no le cuesta nada dar a entender a un hombre de la edad de N. que chochea, y la relación acabó mal. Comprobar una y otra vez que cada una de las escenas por las que discurre no es más que una pesadilla, ignorando todo lo que acecha en los rincones oscuros de su ser, no es más que una zanja profunda en la que se ahoga. Y entonces, ¿si tanto odia su vida, por qué no se suicida? ¿Es qué acaso es un cobarde? Hemos de pensar qué no. Y es que al igual que aquellos gobiernos occidentales incapaces de prever el peligro del avance chino y musulmán, N. practica la política del avestruz. En ambos casos, la falta de energía en las acciones y la insuficiente lucidez para juzgar la gravedad de tales pormenores no presupone ninguna licencia poética alguna o voluntad consciente o mecanismo asociativo autónomo de su fuero interno llamando al desastre, sino más bien una carencia o apatía de su ánimo en la que el amor propio o entereza, avezado a una repetición puntual de los mismo actos durante muchos años ha acabado por convertirse en una caricatura de sí misma. Hubo un tiempo en el que aún tenía ganas de luchar, en que pensó padecer hidrargirismo o micromercurialismo, es decir, intoxicación del organismo por mercurio. Acudió a médicos pero éstos no quisieron darle la razón. Se retiró las tres amalgamas de los dientes que él consideraba causantes de su mal y se automedicó con quelantes, unos desintoxicantes específicos antagonistas de los metales pesados, y suplementos minerales y vitamínicos variados para reparar sus órganos –ahora lo sabe, falsamente- dañados. La fatiga crónica, fibromilagias y sus disfunciones intestinales continuaron. Invirtió capital en una empresa ortodontista dedicada a la fabricación de cerámicas y policerámicas libres de metal (ionómeros de vidrio sin bisfenol-A) y componentes resinosos y tras quebrar ésta, acabó por arruinarse al demandar infructuosamente a su dentista. De entonces data su gesto característico dirigido a un hipotético público, de sacar el labio inferior y poner ese perfil que se suele atribuir a la altivez de los Habsburgo en la historia y los cuadros. Difícil saber qué piensa ahora que la fatalidad lo ha traspuesto. Acaso un crudo remordimiento por ser como es o no ser otra persona. Imposible leer en su rostro, lívido como el de los ángeles y en el que no se distingue ningún rasgo humano no contaminado por el dolor o la desazón que caracteriza el semblante de los santos de las iglesias. Todo a su alrededor exuda silencio. No existe perfume que pueda ocultar su humillación. El claroscuro de las cúpulas y frontispicios de los edificios que le rodean bien podrían transfigurarse en fantasmas a tenor de las lágrimas de constricción que parecen sobrecoger sus labios. Un espacio claustrofóbico, angustiante y sofocante, lo que Sartre llamaría huis clos, y que desapacible e ingrato juzga, condena, solidifica y eterniza la existencia. Consigue hilar alguna letanía, rezo o plegaria; una insinuación trémula o palpitar que lo anima a conmoverse en un silabar ininteligible e inaudible. Abre una ventana. Los ruidos que irradia la calle le pesan: el de un camión de basuras, el tronar del tubo de escape de una motocicleta o cualquier otro que por inercia se cuelgue de las sábanas de sus oídos. Hiperacusia. La turbación es demasiado intensa. No puede dormir y el nerviosismo parece cobrarle por ello. En los últimos veintidós años ha pasado demasiado tiempo en aquel cuarto que huele a resina y a tabaco, por lo que es capaz de cerrar los ojos, olerlo y visualizar cada rincón como si lo hiciera con los ojos abiertos: un viejo zapatero junto a una butaca de piel marrón ajada, una librería abarrotada de libros, revistas y otros objetos estúpidos de decoración, un escritorio que, heredado de su madre, es demasiado grande para la habitación que hace servir para el ordenador y una reproducción de La ronda de noche de Rembrandt. N. mantiene una extraña relación con aquel cuadro. Desde hace años en los marcos de madera de las ventanas coloca post-it con reflexiones que le vienen a la cabeza en cualquier momento en que no los puede apuntar en su diario. La última tiene relación precisamente con dicha pintura. Aunque el título de La ronda de noche está históricamente consolidado, su nombre original fue La compañía del Capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willen van Ruytenburg. El cuadro fue llamado posteriormente en el siglo XIX Patrouille de Nuit, es decir, Patrulla de noche por la crítica francesa, y Night Watch (Ronda nocturna) por Sir Joshua Reynolds (uno de los más importantes e influyentes pintores ingleses del siglo XVIII) y de ahí el nombre por el que se le conoce popularmente. El origen de este título surge de una equivocación de interpretación, debida a que, en esa época, el cuadro estaba tan deteriorado y oscurecido por la oxidación del barniz y la suciedad acumulada, que sus figuras eran casi indistinguibles, y parecía una escena nocturna. Después de su restauración en 1947 se descubrió que el título no se ajustaba a la realidad, ya que la acción no se desarrolla de noche sino de día, en el interior de un portalón en penumbra al que llega un potente rayo de luz que ilumina intensamente a los personajes que intervienen en la composición. Tampoco es una ronda de noche pues los personajes son milicianos civiles bajo las órdenes de un aristócrata y no se entendería en ella la aparición de una niña, personaje clave en el cuadro, por ser el único femenino y servir de foco de luz. La figura, que no se encuentra en penumbra, parece un espectro que poco tiene que ver con el resto de personajes y por esta inusual cualidad, muchos críticos ven en ella un retrato de Saskia van Uylenburgh, primera esposa del pintor, que murió prematuramente en el año en que fue pintado el lienzo, posiblemente de tuberculosis. Es posible que la boca fruncida de la retratada encierre algo más que una mueca de desprecio que añadir al cofre de las nuevas dosis de resignación, en una suma ya incalculable, de la mujer.

En otra época menos sofisticada también él estuvo casado con una mujer de rostro azorado por la timidez; se llamaba C. y su cabeza rubia contrastaba con la vedija negra de unos sobacos mal rasurados que prometían la revelación de un secreto más valioso. Una muchacha ausente muchas veces por cuestiones de trabajo y cuya delicadeza con él sólo podía ser una burla. Hubo un tiempo en que apenas se vieron las caras, como si estuvieran a solas o eludieran un espejo incómodo; se espiaban a hurtadillas con gestos sincronizados de antemano abandonándose a la inercia acumulada durante tantos años en que cualquier palabra, beso o abrazo mecía en una tierra arenosa bajo la cual la muerte tendía la mano. Hoy éste recuerdo y otros le inundan dando la impresión de ser animales carroñeros que se alimentan en un mar de cicatrices. Si bien aún hay fotos de ella en la casa, hay pocas de él porque no parece lo suficientemente interesante fotografiar a alguien cuya imagen va a dejar algo incompleto en el papel o cuando menos, no es lo suficientemente interesante para fijar su imagen en ese papel. Se llamaba Odette, como la mayoría de las putas literarias que nos recuerdan a Proust y a las mujeres desnudas pintadas por Picasso, Freud o Bacon, y aunque han pasado los años, no la ha olvidado. Una mujer con impermeable y paraguas camina por la acera con una especie de capa y sombrero muy elegante; no parece que vaya a ningún sitio, sino a pasear. No es tampoco ninguna estudiante de las que estoy acostumbrado a ver por los alrededores porque éstas no llevan gorros ni impermeables, ni paraguas; van a pelo y se mojan y así se lavan una suciedad que pide a gritos una limpieza; cree reconocerla, tal es su obsesión con su ex mujer. Todos quieren enviarlo al hospital, al hospicio o a la morgue. Ponerlo fuera de circulación, como si no sirviera y no fuera nada útil su experiencia o por ser el más viejo no tuviera valor. Sacárselo de encima. Pensar en los demás le remuerde las tripas, le torna la baba amarga y purulenta y produce un vómito sanguinolento. Está sudando y la boca le sabe a podrido, a vino fermentado inflado, cachetón y prieto; ergástulos digestivos que parecen rezumar como si de cloacas se trataran. El apartamento es pequeño y está mal ventilado. Parecía que se hubiese mudado allí la tarde interior porque todo estaba ordenado en cajas y no había ninguna otra fotografía que las ya conocidas de C. ni objeto personal a la vista. N. se estaba haciendo demasiado viejo como para enfrentarse a ello cada vez que regresaba a casa y acostumbraba a beber después. Cualquiera que lo viera hubiera pensado que estaba deprimido. Frente a un sofá verde oscuro había una mesita baja con una botella de vino medio llena, dos botellas vacías de agua con gas y un cenicero lleno de colillas y fósforos. Podría tratarse de una habitación de hotel alquilada para una reunión, conversar o tomarse unas copas y darse un revolcón. Las cajas de cartón se habían convertido en una costumbre para él, casi en los peldaños que mantenían vivo su eje; el por qué, no lo sabemos; tal vez tan sólo fuese una simple gentileza de su parte; hay gente así que a veces se molesta de causar tantas molestias. Probablemente también lo había hecho ya tantas veces y con tanta frecuencia que ya se había convertido en algo natural y automático en su vida. Hay gente así, gente que esté donde esté jamás parecen encontrarse a gusto en ningún lugar y menos en su hogar. Volvió a llenarse hasta arriba el vaso de whisky y le dio un gran sorbo. Un ruido sordo escapó de su estómago, la acidez o anticipando el placer que debería sentir su úlcera, el ardor del líquido que baja una escalera claveteada. Bebía alcohol en abundancia, terco en su soledad de faro inútil y lascivo entre la bruma de dos matrimonios fallidos. La tripa de N. emitió un pavoroso ruido de desagüe que se desatasca. En el cuarto de baño el desorden es peor que en el comedor: la cadena no funciona y la cisterna pierde agua. El papel higiénico se ha mojado y está inservible. Hay un repugnante olor a cerveza, bilis y a sangre que recuerda la de los tampones usados; hay también manchas claroscuras en las baldosas, seguramente debido a la florescencia de los hongos y las bacterias. El suelo también está mojado; ¿agua, orina, esperma? Limpiar sería una buena idea. Abre la canilla del lavabo pero el agua se niega a salir. Borracho y tambaleante como está, parece reproducir una antigua danza sioux para invocarla, pero sin resultados aparentes más alla de unas malhumoradas gotas barrosas acompañadas de ventosidades de las tuberías y estertores de las cañerías. Trata de orinar, pero un dolor agudo le obliga a interrumpir el chorro cuando una ventosidad le circula cerca del páncreas. El dolor es como el filo de una navaja que le rasgara el riñón; una importante blenorragia o chaude-pisse como dicen los franceses motivada tal vez por una piedra o inflamación endémica del conducto de la orina que le jode desde hace tiempo. Los segundos se dilatan sudorosos mientras sufre. Es un dolor caústico y despacioso como si fuera de paseo, y que luego se acelera y arrincona el uréter contra la pared. Afortunadamente a partir del cuarto o quinto alfilerazo el dolor no se recrudece sino que amaina, dejando una sensación de carraspera uro-genital parecida a la arenilla.

Cuando despertó llovía como si jamás hubiera llovido. El agua explotaba contra las ventanas y corría a chorros hasta estancarse en las aceras. La gente pasaba apuros con los paraguas y había llovido tanto que las alcantarillas estaban tupidas con todo tipo de basura y las ratas que flotaban como los patos sobre los estanques. Con menos de un metro de desnivel, muchas zonas habían quedado anegadas. El agua brotaba de las cloacas y fluía a través de las grietas del suelo arrastrando todo cuanto encontraba a su paso. Algunos estudiantes universitarios, parados y forzudos que calzaban botas de goma que les llegaban hasta la rodilla, cargaban con niños pequeños y ancianos, cruzándoles entre las dos orillas de una misma calle. Con treinta siglos de distancia, parecen encarnar a Eneas cargando a hombros a su padre Anquises para ponerlo a salvo al huir de Troya en llamas. Los más molestos y tontos entorpecían las aceras con su modo de caminar pausado y desprovisto de energía, consumiendo el aire y observando a la gente como si ya hubiesen llegado a su destino y no tuvieran nada más qué hacer. Parecen llevar en su interior una voz de estulticia que provoca sacudirles. Alcorques y arrugias se han convertido en un perenne barrizal donde un mojado ganado humano naufraga dócil y sumiso para evitar las aviesas miradas de los demás. Algunos proclaman la actitud de acecho de aquel que espera sacar alguna ventaja de la desgracia ajena, un magreo, un toqueteo o la sisa de una cartera, sombrero o paraguas. Los arboles ofrecen una imagen fantástica. De sus ramas las hojas cuelgan como si se trataran de algas a las que les hubiesen crecido largas melenas. El cielo, de un negro infisurado parece querer desplomarse. Echó un vistazo al inundado patio del colegio que hacía esquina y que lucía como un gran lago en el que no tardarían en aflorar los animales acuáticos como los renacuajos, sanguijuelas y los caballitos del diablo y las distintas variedades de cíclopes, caracoles y platelmintos. Sin duda hoy no habría clase; eso si conseguían hacerse entender con un cartel en la puerta de entrada. En ocasiones había coincidido con las profesoras de aquel colegio y había constatado lo incapaces que eran de pronunciar ni una sola frase en castellano y no digamos en catalán, sin cometer un montón de errores y sonreír por su desfachatez. Los alumnos que no sabían leer, seguían sin aprender y ellas continuaban enseñando las mismas cosas una y otra vez y se negaban a mirarte a los ojos. Algunos alumnos habían repetido tantas veces que eran casi tan altos como ellas y de hecho, el colegio se había convertido en una jaula donde crecer. El patio del colegio estaba dividido en vecindarios: árabes, sudamericanos, chinos, jugadores de fútbol o baloncesto y homosexuales que jugaban con las niñas a muñecas y saltaban a la comba y que no iban al servicio en todo el día, pues hasta tal punto tenían miedo y vivían en su mundo, que tenían que ir juntos y no se lo permitían. Los chicos blancos buscaban acomodo donde pudieran y vivían en tal soledad y temor que incluso tenían su propio código consignado en palabras tan difíciles de aprender como cualquier otra cosa que enseñaran en el colegio. Deambulan pegados a las paredes, casi pidiendo excusas por respirar, moverse o vivir; intentando hacerse pequeños o hacerse perdonar; excusándose. Conoce alguno de ellos y se contentan con no molestar a nadie y vivir apartados de los otros niños. De un callejón oscuro salieron una fila de veinte o treinta chinos en silencio con latas y bocadillos en unas bolsitas blancas sujetas a las muñecas y la cara seria; y al cabo de cinco minutos o seis minutos, no más, otros tantos chinos salieron y siguieron a los anteriores camino de unos autobuses que los esperaban para llevarlos a trabajar a alguna parte. La cafetera empieza a sonar en la cocina. El aire que sale de la espita zumba formando un hirviente tiro de vapor que tras condensarse en el extractor vuelve a gotear en el quemador. Es agradable el olor del café. Después de muchos años ha acabado por gustarle. Antes tomaba té. Té rojo y té verde. Ahora ya no. Prefiere el café, solo y muy caliente. La suya es una cafetera vieja, de las antiguas, hecha de hierro y que ha empezado a envejecer al igual que muchos objetos de la casa. El café se escapa por las juntas de la cafetera en espumosos y silbantes flemas de diferentes tamaños que caen sobre la espita del fogón apagándolo. La mesa de la cocina, atornillada a la pared y protegida por un mantel, está sin recoger y grasienta; una muerte lenta y torturada de la limpieza que parece en contacto con el más allá. La cocina es su lugar preferido de la casa. No es muy amplia pero está medianamente ordenada. Platos, tazas y cubiertos están colocados sin ninguna simetría en los cajones, pero en orden y el resto de enseres, sobretodo, los más usuales, están al alcance de la mano; unos en el estante inferior de la alacena y aquellos que ya no sirven o que estaban sólo de adorno relegados a lo más alto. En un rincón, la televisión seguía encendida desde la noche anterior. Pasaban una película lo suficientemente antigua como para no dudar de sus méritos pero que no consiguió reclamar su atención porque no había desnudos ni había sexo. Tras su breve desayuno, entró en el baño, abrió el agua caliente de la ducha y dejó que cayera abundante sobre sus hombros, la nuca y la espalda. La dejó correr hasta relajarse y ver crecer un grueso paño de vapor que empañó los cristales y espejos del cuarto de baño y después se masturbó. Antes de salir acostumbraba a mirarse en el espejo del salón y reconocer esa cara amiga que aunque estuviera envejeciendo un poco y no pudiera dejar de fijarse en las entradas y las canas que le salían a los lados, le saludaba a veces como un extraño. La falta de expresividad del rostro, los cambios en el color de la piel o la dilatación o contracción de la pupila, efectos secundarios de la clorpromazina, la falta de ideales, principios, dogmas o filosofías, auténticas piedras de toque con la realidad o razones que deberían mantenerle con los pies en el suelo se desvanecían cada mañana como mofándose de él cuando se contemplaba en ese espejo que parecía deformarle a sus ojos como aquellos otros de las atracciones de feria que dan una imagen distorsionada de uno mismo. Hoy especialmente le perturbaba que sus ojos parecieran artificiales, como si tuviera dentro millones de dispositivos LED que pudieran dibujar formas a su antojo. Ojos psicodélicos desconcertados como fabricados con los materiales baratos de un sol anieblado cuyos rayos pudieran quedar convertidos en una mera posibilidad de la transmisión de datos a través de un cable eléctrico. Su sonrisa, falsa, hipócrita, engendra horrores. Una voz demasiado chillona que aspiraba inútilmente a resultar mundana y la personalidad de alguien cuyo destino es que no lo conozcan jamás acompañan a una indulgencia que linda con el aburrimiento. Los pocos amigos que no ha querido volver a ver en la vida no son por completo insolidarios con el fracaso que desde hace años ven venir. N. lleva consigo la alteración y la ruptura antes de que se produzca cualquier ocasión que de pie al resentimiento, agravio o descontento. Poca gente quiere relacionarse con él, alguien esquivo y malhumorado que, por añadidura, es un poco demodé y cuyo sentido del humor es tan ambiguo que incluso sus propias chanzas le resultan aburridas e incómodas. Su torpeza y falta de interés por la vida son sin duda no estudiadas, pero resultan tan útiles como una trampa para conformar su manera de ser, de tal modo que cada ocasión se convierta es una oportunidad de quedar mal y de caer en la ridiculez de no querer recibir consejo alguno. Tampoco ayuda su manera de hablar o comunicarse con los demás, utilizando frases muy largas, con muchas cláusulas subordinadas por el uso de los modos subjuntivos y condicional, las exclamaciones e interjecciones, las citas, las alusiones y metáforas. Al ser un hombre poco hablador y no tener tampoco con quien hablar, las palabras se acumulan, noche tras noche, día tras día, en su memoria, como sueños que conservados artificialmente, deban ser recordados en algún momento. Podría decirse que el alcohol tiene para él los mismos efectos que el tiopentato de sodio o suero de la verdad. Lo relaja, lo seda y suelta la labia pareciendo mejorar la fluidez de respuesta en relación con los demás. La inhibición que se produce en él es similar a la relajación muscular que produce el bromuro de pancuronio en la intubación endotraqueal o la respiración asistida; en esos momentos sus palabras dejan de tener sentido, se hacen procelosas, oscuras y difícilmente accesibles a los demás por cuanto el significado que él les atribuye en muchas ocasiones se refiere a otras y no a las que designan realmente; las palabras entonces vagan día y noche sin descanso como si se escurrieran de su propia piel y cayeran al vacio. Sólo él las reconoce. Les da de comer como quien alimenta a un animal salvaje que sabe que ha sido borrado de la realidad hasta hacerse daño; observa cómo se pelean por cada bocanada de aire entre las hojas pardas y viscosas de los pensamientos como si se trataran de moscas molestas provocándole una sensación de quemazón. No tienen sentido y dirá alguien que farfulla o se mueve entre el aire espeso de la tontería; que su razón es un criado a sueldo de la locura y la estulticia lo oprime. Se sabe caótico, desesperado como un hombre que ha hecho la guerra y regresa a casa vestido con los harapos del uniforme del ejército vencido, los brazos despellejados y los pies inflados. Volvió a atusarse el pelo ante el espejo con una especie de amargura en la que iba a verterse el caudal de una vida tan larga como solitaria en la que ya había eliminado la esperanza. Oyó refunfuñar la maquinaria del ascensor y contempló aquellos esfuerzos de las poleas, contrapesos, válvulas paracaídas instantáneas y limitadores de velocidad cada vez menos ágiles, en su lento arrastre como también un reflejo de algo propio e íntimo que también le pertenecía. Chirriaron los goznes de la puerta al entrar y lo saludaron los degüellos de la oscuridad sin bombilla del interior del camarín; el horror pavoroso de la caída por el hueco tubular como un muñeco olvidado embadurnado de hollín, polvo y grasa; la defenestración rápida como si lo hubiera empujado una fuerza incalculable o perseguido un acoso inimaginable. Aquella precipitación suya como un sueño profundo inquieto en que se creía volar fue rápida y eficaz. Nadie lo escucho en su yerro.

Su cuerpo estaba entumecido y el aire frío y húmedo calaba en su estómago como una larga y desierta calle empapada por la lluvia. El cielo estaba muy oscuro. A su alrededor cables y vigas como los raíles de un tranvía. Un rastro labrado de bragas, jarcias, maromas, fustes y durmientes salpicado por débiles círculos de luz y junglas de tela de araña pegados a las cantoneras y rincones abandonados. El cubículo parecía una ciudad en tiempo de guerra de interminables tramos oscuros. Al abrigo de los innumerables desechos acumulados con los años, percibió su cuerpo de un modo tan diferente como lo son el cielo y la tierra. Las articulaciones pinzadas creían no encontrar su destino hacía aquellos miembros desmadejados que comenzaban a dar alaridos. Rodillas, goznes y artejos que parecían debatirse entre la vida y la muerte, a punto de partirse. La fiebre le empapaba la ropa y escocía el espinazo. Agarrotado, no podía dejar de temblar y percibir que el corazón se le helaba. Percibía la lengua fría y dura como un bloque de hielo; un triste apéndice que se estacionaba exhausto en el interior de la boca como si hubiera ingerido una pastilla para dormir; acartonada e insensible, incapaz de articular cualquier sonido, más cuando en su cuello parecen anidar no cuerdas vocales sino estambres de esparto. Los temblores de N. se hicieron más violentos y la temperatura de su cuerpo descendió a niveles peligrosos. Sobre su cabeza, el ondulado techo del ascensor vibraba como si el aire, la lluvia o el viento lo empujaran hacia un vaivén frágil y ligero de filamentos, sirgas o hilos que lo mantuvieran sujeto aún al andamiaje. Mareado, respiraba a bocanadas cada vez más cortas, leves y costosas, como si fuera consciente de que debía concentrar todas sus fuerzas en hacerlo y pedir ayuda, pero no le quedara voluntad. El frío, la sangre o cualquier otro humor –no lo sabía bien- escapaba de su cuerpo como si se tratara del agua de un vaso roto. Se sintió desfallecer y el tiempo se detuvo no sabe cuánto tiempo. Lo despertó un aro de luz y su consciencia se iluminó con un abrir de ojos despacioso que le hizo sentir débil e inseguro. Le faltaban las fuerzas pero no deliraba. Estaba seco y tranquilo. Descansado como si recién hubiera despertado de un largo sueño inducido por el propofol o sevofluorano. A su alrededor olía a alcanfor y flores secas y se respiraba una gran tranquilidad. La mano de alguien le acarició la mejilla y una voz susurrante y reconfortante le susurró: Te has recuperado. Estaba muy preocupada. Su corazón se heló. Aquella voz…El corazón le volvió a latir con rapidez. Pese a ello, le envolvía una gran paz interior, una gran beatitud que casi parecía casi irreal y sobrehumana. Estaba aturdido. ¿Dónde estoy?, ¿qué ha pasado? –preguntó ¿Quién era esa mujer?, ¿a quién pertenecía aquella voz? –Esta es mi casa, hijo – respondió la mujer mientras le tocaba con su suave mano la frente. –Ahora eres mi huésped. N. se giró hacia su anfitriona pero no pudo ver su rostro ni tampoco distinguir sus hombros, cabeza u otras partes de su cuerpo. La penumbra lo empapaba todo. La mano se retiró pero la voz volvió a recuperar su fuerza y le dijo: - Me asustaste mucho. Temí que murieras antes de que llegara yo. N. subió un poco el bozo de la manta porque percibió que la temperatura había bajado y sentía frío. Bajo la manta, que no era tal sino una mortaja, estaba desnudo y despedía un aroma a bálsamo medicinal. Trató de descifrar entre la oscuridad a la mujer pero cualquier atisbo se perdió por cuanto cualquier intento venía perturbado por una extraña y maravillosa ilusión que se evocaba frente a sus ojos de modo sobrenatural. Recordó aquella ensoñación que dejó escrita una noche en su diario Rembrandt según la cual, su esposa, Saskia van Uylenburgh, la misma que aparece retratada en su cuadro La ronda de noche, vino a aparecérsele cuando estaba él a punto de morir. Un rostro hermoso de amables ojos y labios lo miraba. De repente, algo monstruoso y violento vino a apuñalar el silencio y el presentimiento de peligro se hizo más palpable. Tenía la boca seca y la garganta contraída; la sangre ronca. Jadeaba, sudaba y percibió que la mano que lo abarcaba se lo llevaba. Que bajaba unas duras y húmedas escaleras por un largo y estrecho corredor que cuánto más descendía más lóbrega, tenebrosa y sombría hacía la oscuridad. Allí, dondequiera que estuvieran hacía más frío, mucho más frío; un gélido, extraño, y translúcido frío de pecio abandonado; abandonado y fundido con cemento amoratado y helado. Percibía caminar contra un viento glacial, álgido e imperturbable en un silencio mortal acompañado por aquella mano en un trascurrir de ruta de escape que parecía interminable. Finalmente, tras mucho andar por aquel crudo y oscuro pasadizo, a lo lejos, se vieron unos suaves y eléctricos resplandores. Unas flechas de fuego y reverberaciones capaces de abrir los cielos como destellos de artillería que le oscurecieron la visión y le nublaron el pensamiento. Apartados de los tópicos deprimentes que dicen lo que nos espera antes de morir, los focos de colores se abrieron camino en él cual una peregrinación disparatada de viejas experiencias y lejanos y agradables recuerdos que, recuperados repentinamente, le llenaron de un sereno bienestar. De repente algo ardiente y punzante se abrió camino en él. No era un dolor, no era un malestar ni tan siquiera una congoja o un sentimiento que le inspirase una crispación. Más bien se trató de un ejercicio de piezas que dejaban de encajar para despojarle de su carga humana y reconvertirse en otras más ligeras guarnecidas de otra materia y provistas de otra concepción. Como si la mujer lo supiera, lo acogió en su seno como un niño pequeño y con una gran lengua de fuego más propia de un dragón lo abrazaba. Notó que de su interior irradiaba un gran calor y que se transfiguraba en otra condición –creía él que ya no humana- que le procuraba una ligereza de ánimo y seguridad -no sabe si material o inmaterial-, que suponía un más que aceptable retrato de la felicidad. Aguardó con expectación lo que podía suceder después de que aquella delicada mano femenina soltara la suya e impeliera a correr hacia la una multitud de personas y seres queridos y otros no tan queridos que un día creyó no volver a ver. Una muchedumbre infinitesimal de mujeres y hombres adultos y criaturas de diversas edades y condiciones; todos con caras alegres de haber pasado el peligro le salieron a recibir con muestras de gran alegría y jolgorio. Sorprendida pues la Muerte por cuanto aún no era tiempo de encontrarse, renunció –al menos hasta que llegase otro momento- al cuerpo de N, que abandonado a los cuidados de unas máquinas que aún lo mantenían con vida, despertaba de un largo coma. Y a primer golpe de vista, examinando a aquellos recién llegados–médicos, doctores y personal sanitario variado- que incrédulos asisten a su largo ritornello o resucitar, realiza un oscuro proceso de selección cuya lógica se le escapa-deben ser los barbitúricos o los sedantes los que le aturden-, que abriendo aquel cuaderno que lo acompaña siempre, deba romper a escribir, alternando miradas sobre la víctima puntual de sus excentricidades que él creía ser la nueva y mejor persona que a partir de hoy, piensa él, va a ser.

jueves, 27 de octubre de 2011

Vidas preñadas de insatisfacciones

Es gente más necesitada de dinero que de orgullo y que por ello acepta cualquier tarea. Centenares de personas invaden a estas horas las calles. La muchedumbre en sus movimientos, bien sea llevando un paquete, sorteando un vagabundo, esquivando la lientería de un perro en el suelo, o conversando o gesticulando, muestra una increíble torpeza y falta de aplomo, como si aún no se hubiesen resignado al cierre del fin de semana y acostumbrado a ese lunes que debería devolverlos a sus trabajos, estudios, penitencias u otras obligaciones. Quizá también a sus sufrimientos mentales indecorosos, angustias, penas agudas y remordimientos, aflicciones y trastornos más graves. Si algún día quisieran codificar esas emociones y controlarlas, necesitarían de algún tipo de estructura administrativa para ajustar los niveles de trastorno a unos cánones regulares de comportamiento. Pero ese día aún no ha llegado y nada parece haber cambiado, especialmente esa mañana en el barrio de Fort Pienc, ese lugar  a mitad de camino entre ninguna parte y el olvido donde transcurre parte de esta historia. El aire es húmedo, lento y trabajoso, cuesta respirar. El sol apunta en lo alto con toda claridad, pero la luz que desprende, titilante, macilenta y pobre, recuerda a la de las bombillas de los pasillos de las morgues. No es pues de extrañar que la gente que vuelve su cara en su dirección se asombre de recibir tan poco calor. Molestos, algunos ajustan el ritmo de sus respiraciones a la extraña cadencia impuesta de las obligaciones, los deberes y las decepciones, como si se tratara de uno de esos cuadros llenos de colores en los que si uno fija la vista, se puede descubrir un dibujo escondido; los más, aquellos que no consiguen encontrar su lugar en el mundo, parecen participar de un ejercicio necesario pero necio de prolongación de sus existencias. Como si fueran impulsadas por un resorte, sus respiraciones son apuradas como si se tratara de un trago o fueran el antídoto contra un veneno. Si algún día alguien les siguiera los pasos, se perdería por la falta de coherencia.

            Esperan en una parada de autobuses cualquiera. Un matorral de gente atascada y aburrida que parece haber echado raíces ahí. Son muchos y bien podrían ahorrarse el cansancio encaminándose hacia sus destinos por otros medios, pero prefieren ahorrarse unos centavos con tal de no desmoronar completamente su presupuesto o gastar la suela de sus zapatos caminando. En todo caso, es una espera en vano, ya que si bien los autobuses están diseñados para que no más de sesenta y cinco personas viajen cómodamente sentadas, el autobús sólo partirá cuando hayan subido y pagado sus billetes al menos veinte pasajeros más. Una anciana estudia el horario de la marquesina. Al reseguir las indicaciones señaladas, su dedo índice se ve manchado con una capa de polvo y grasa que ha ido acumulándose encima del plexiglás. No ve apenas nada y a medida que intenta leer sopesa la necesidad de comprarse gafas. Tiene la ropa manchada de comida y por debajo le asoman los huesos, que sobresalen como si se los hubieran colocado en ángulos equivocados. Viste una especie de uniforme azul marino que hace pensar que tal vez se trate de una religiosa. Apartado de ella, un hombre da caladas a su cigarrillo y se muestra impaciente. Camina arriba y abajo y revisa su móvil con ojos que son un aguijón de avispa. Su rostro es un mapa isobárico de arrugas sobre el cual no dejan de moverse nubes de tics nerviosos que forman espirales y nudos que no cesan de deshilacharse y condensarse al arbitrio de las prestidigitaciones de la inquietud del momento. Las mangas de la camisa le quedan demasiado largas; están desgastadas y sucias y si no fuera por los tirantes, los pantalones se le caerían. Una chica sentada en el borde del banco mece las piernas compulsivamente con el metro de un reloj. Es una chica fea y desagradable que lleva un pirsin en el labio inferior y tiene un cutis parecido al pudin de arroz. A su lado el aire está viciado; Su olor corporal no consigue disfrazarse bajo los efluvios de un perfume seguramente comprado en Lidl o Mercadona. Uno y otro producen dolor. Sin embargo tiene unos bonitos ojos azulados y con un ribete dorado que hace presagiar que en alguna parte de su interior hay algo que no es enteramente odiable. Otra chica, morena y de ojos aún más bonitos, verdosos, se recoge el pelo rizado detrás de sus orejas, en las que brillan grandes pendientes de fantasía que centellean bajo el sol. Pese a que su vestuario es más que elegante, lleva las uñas plateadas, lo que es sin alguna duda un síntoma de lo más plebeyo. Levanta la vista y sonríe esperando quien sabe qué. Hace calor y todos sudan. Se tiene la sensación de que el tiempo no corre; la humedad lo envuelve a uno en un aura de irrealidad en la que el aire ni siquiera puede soplar y queda condenado en una quietud funeraria. A la derecha de la chica morena, un hombre lee el periódico. Lo hace muy rápido o más bien habría de decirse que pasa las hojas muy rápido, juntado las manos ante la nariz como si se estuviera aventando o realizando un ejercicio gimnástico. Enteco, con una sombra de barba gris y de unos sesenta años, es posible que tenga algunos amiguetes interesantes, pero ahora no lo acompañan puesto que seguramente se encontrarán disfrutando de su estancia en alguna institución penal o sanatorio mental. Reconoce que le encanta el olor que desprende el papel y la tinta, y que en caso de desesperación siempre es útil a la hora de pillarse un colocón. De vez en cuando fija la vista en las dos chicas jóvenes para volver a fijarla inmediatamente en la sección de contactos. La actitud del hombre respecto a las mujeres se debe a la precaución lógica del recién divorciado. “No querrás equivocarte de nuevo”, se dice a menudo, lo que le hace reprimir su expansividad y pensar como Mía Farrow en el film “Maridos y Mujeres” es decir, utilizar el sexo para expresarlo todo excepto el amor. La criatura del pirsin hace años que no lee un periódico, más que por sus pocas inquietudes por la alergia que le produce la tinta de imprenta. El hombre del cigarrillo jura en voz baja. Su piel está seca y resquebrajada. Parece muy frágil y basta que le roce la muñeca con el puño de la camisa para que se le abra la piel y sangre por todas partes. Ese aspecto de piel quebradiza como el pergamino, es efecto de la prednisona. La prednisona, un medicamento que pertenece al grupo de los corticoides o corticosterioides con un gran poder antiinflamatorio, le sirve para tratar los síntomas producidos por los descensos bruscos de niveles de corticoides en su organismo y es que desde hace años padece la enfermedad de Addison. Sus venas parecen a punto de estallar. Son moradas y con el paso de la sangre vibran como si se trataran de las teclas de madera un piano. La chica joven, guapa pero vulgar, padece de fibrosis quística pulmonar a consecuencia de la exposición al diisocianato de tolueno (TDI) y al diisocianato de hexametileno (HDI) de los aerosoles que producen en su trabajo. No tardará en morir. No lo sabe e insiste en buscar estímulos y alicientes a una empresa que en su tiempo libre le hace sentir que nada tiene sentido. La señora anciana a menudo no entiende las cosas; en su mente suceden fenómenos extraños, episodios que conectan lo real y abstracto en su imaginación y que como cortocircuitos acompañados de descargas eléctricas provocan reacciones alérgicas o minúsculas catástrofes parecidas a fuegos de artificios que ella llama pensamientos. Finalmente el autobús llega, frena y chirría y las puertas se abren con un chasquido. El autobús acelera y se deja sentir en el estómago de los pasajeros. Mejor así porque el paisaje que se ve desde las ventanas es desolador. Calles maltrechas que parecen haber sido construidas sobre un plano inclinado. Árboles, casas y edificios torcidos como si hubieran sido hechos a zarpazos se suceden sin cesar a golpe de borrachera en los ojos, provocando ganas de vomitar. La ciudad es ya de por sí horrorosa, una ciudad holocaustica de casas, calles y avenidas estrechas y malolientes, dónde encuentran cama perros y gatos abandonados y jeringas con marcas de sangre. Meados y nubes de moscas y ratas sarnosas, son vanguardia de perversión para náufragos de países sin consulado y emigrantes parásitos que conmueven a una estúpida sociedad. Llenas de recovecos para idiotas y mendicantes en busca de un permiso de residencia, las calles están llenas de cotorras que cagan en los jardines y que han desplazado a las palomas. Gaviotas atosigadas por el hambre suben desde el mar para atosigar a los verderones, verdecillos, jilgueros y pardillos con mirada de chino en sus ojos y el olor a benceno en sus plumas. La mayor parte del trayecto trascurre por el Ensanche Derecho, por el barrio de Fort Pienc, un lugar donde se tiene la sensación de que la vida está en otra parte y que se vive en el infierno. Probablemente sea así porque hay tantos lugares vacíos e insustanciales y rincones tristes y decadentes, que uno tiene la impresión de que los sitios de verdad, aquellos en los que uno puede habitar y disfrutar no pueden estar sino en las antípodas. Si eres del barrio de Sant Gervasi, la Bonanova o incluso Sant Andreu o las Corts, uno tiene que especificarlo, decir soy de tal calle o de tal otra. Hay que aclararlo y distinguirlo, pero cualquiera sabe de lo que estás hablando. En cambio si eres del barrio Fort Pienc uno tiene la sensación de que es mejor estar callado y avergonzarse de haber caído tan bajo. Por eso, por más orgulloso que te sientas (incluso sin motivos) y te vanaglories de las mujeres que te llevas a la cama, tu ritmo de vida o tus éxitos profesionales, tus orígenes, tu trabajo o la casa en la que vives, reconocer que vives allí es como confesar que eres un don nadie, un muerto de hambre o un fracasado; alguien en quien conviene no confiar y que es mejor evitar; un ser hundido en la más profunda de las miserias o vencido por las adversidades y la mala suerte no podría sentirse peor. El corazón se cubre allí de una bruma letal suspendiendo al merodeante en una honda gruta incierta dónde se respira una atmósfera mefítica impregnada de miedo cuando no de muerte. Arrabales amargos metidos a la fuerza en la vida de sus habitantes como una condena amarga, una maldición en la que se cumplen ciertos destinos del olvido, y en ocasiones se constituyen oscuros proyectos que no pueden sino acabar mal. La conciencia brinca como una rana metida en un cubo en lo hondo de un pozo. La cabeza que tiene una respiración más acelerada y profunda, funciona como un laxante de los peores pensamientos y más quísticos augurios. Pesa la mente como un viejo árbol que cultivado en una tierra cuarteada por el peor de los pasados clava sus raíces en la desesperación en espera de lo improbable. No hay nada allí que no sea serio y grave como aquella realidad mitológica del Aqueronte. Durante muchas generaciones las familias han trabajado por eliminar cualquier signo de evidencia de su existencia. Durante muchas generaciones se han permitido esa decepción como quien se concede un capricho. La vida ha llegado a convertirse en una larga y oscura rebatiña, sólo necesaria para conseguir mantenerse vivos. Por lo general no es esencial que la gente salga a la calle, pero si lo hacen, muchas comunidades de propietarios han instalado un mecanismo por el cual sólo pueden hacer uso del ascensor introduciendo una monedita para gozar del privilegio de una subida asistida. Las casas son bajas y pobres y no tienen jardines porque la jardinería no entra entre las pasiones de la gente sin recursos. A lo sumo, poseen dos o tres macetas en los balcones con plantas mustias que presuponen una metáfora de su vínculo con la vida y lo que esperan del futuro. Los techos son bajos y en muchos casos se han hundido asomando los puntales y las traviesas entre los armazones. A menudo las casas parecen establos o cuadras con el suelo repleto de tablas, vigas caídas y clavos y alcayatas brillantes como zafiros encendidos. Las puertas y ventanas están atrancadas, pero por donde entra la luz se ven aberturas de medio palmo en las que cuelga el papel pintado hecho jirones y mobiliario fuera de lugar como si hubiera sido golpeado y empujado en el alboroto de una gran pelea. La mayoría satisface sus fantasías y horas de ocio no con la jardinería, la literatura o la pintura sino mirando los programas de televisión o escuchando la radio. Y es que si bien los tres primeros presuponen cierta educación, sensibilidad y sentido moral, los segundos les permiten adormecerse en su incultura y no hacer demasiadas preguntas; ver o escuchar la vida de otras personas en la radio o la televisión les permite olvidar por algunos momentos la suya y fantasear con otra existencia a la que jamás tendrán acceso pero con la que sueñan. ¿Qué otras cosas de su vida subterránea pueden sacarse a la luz si sus titubeantes biografías se arrastran por el suelo como un lento animal? ¿Qué otras posibilidades podrían abrigar si en sus mentes y corazones no se albergan más que las ansías de las cucarachas o alimañas por reencarnarse en hambre o enfermedad? Pequeños nidos de idiotas lascivos e individuos que alcanzan una sexualidad temprana que se embarcan en vidas adultas largas, aburridas y feas de las cuales no pueden ni soñar con la idea de regresar. Han crecido en la indolencia sin ninguna sensación de felicidad o bienestar y consideran que vivir en el mundo es una empresa hostil, un viento ardiente contra el cual luchar. Su estoicismo frente a la adversidad no radica en una angelical capacidad para la paciencia sino a que desde niños han aprendido la esencial futilidad de la queja y la vacuidad de la esperanza. Buscan su camino en las bifurcaciones, y si no lo encuentran esperan a morir como quien intuye que su reinado individual en el universo ha durado sólo un instante. Por otro lado, los dos o tres colegios e institutos del lugar cumplen diligentemente con su cometido de fomentar tal idea y de pergeñar delincuentes y estúpidos de mierda que se tragan como perros obedientes las chorradas que les explican los que son más listos que ellos. No conviene darles una puñetera educación a esas gentes porque eso no haría más que alimentar su insatisfacción. Les haría pensar. Serán más felices asfaltando vías, barriendo las calles o haciendo felaciones en los portales como han venido haciendo sus padres desde tiempos inmemoriales que estudiando o dando aplicación a su limitada inteligencia. De un modo u otro han aprendido que no han de gozar de ningún trato preferencial por parte de Dios. En realidad están convencidos de que esa aceptación no se tiene que sentir en su psique más allá de dar vueltas en la noria de la banalidad de una vida insustancial preñada de dramatismo, pena y congoja. Cultivar cierta sapiencia, bondad y educación sería un gran error, teniendo en cuenta la vida que habrán de llevar después. Son gente simple y no siempre de buena intención cuya idea de diversión más elevada es la de tener niños, un perro, un gato, un coche y una pequeña hipoteca que los identifique con los demás. Gueto de delincuentes, palurdos y retrasados mentales, los servicios sociales del lugar, les recetan libremente anfetaminas, percodanes, qualudes y larutanes; pastillas de colores con los que tenerlos ocupados un rato y evitar que caigan en el caballo, el crack o la heroína adulterada. La mayoría son sombras de lo que algún día fueron. Huraños, frustrados y desnutridos a base de sufrimiento, basta que los toques para que suelten su tinta como si se trataran de calamares humanos llenos de mal humor. De tales vicisitudes surge la aversión que se tienen los unos a los otros, las frustraciones que suscitan en el espacio vacío e invisible de sus personalidades y la sensación de que su propia existencia no tiene suficiente razón de ser. Es la guarida ideal para las heces y detritus de la sociedad. La “librea de la miseria” de la que irónicamente hablaban nuestros clásicos, halla aquí su epígono con esa galería de personajes genetianos –buscavidas, pedófilos, maleantes, drogadictos, prostitutas, inmigrantes, pordioseros, travestidos, violadores, exhibicionistas y rufianes- que amadrigados en la espesura decadente urbana del lugar no difieren mucho de aquella hampa sevillana que conoció hace siglos Cervantes. Personajes cubiertos de mugre y vestidos con harapos son objeto de desdén y asco al igual que lo podían ser aquellos apestados de Jaffa pintados por Antoine-Jean Gros o los parias, dalits o mlechas, los intocables hindúes, una clase tan baja que se considera fuera de los varnas o castas. En las noches oscuras, si uno va por esos andurriales, corre gran riesgo. Y es que la policía no tiene mucho más qué hacer que dejarte sordo con sus sirenas psicodélicas que parecen recién salidas de una rave del vecino barrio del @arroba 22; los conductores de ambulancias de la calle Padilla o la Cruz Roja de la calle Joan d' Austria alucinan enchufados a un bucle de química cerebral y las patrullas vecinales normalmente se encuentran bajo los efectos de alguna droga también. En el lugar abundan los burdeles, prostíbulos y locales de alterne en tanto todo lo que es sórdido, morboso, y tiene un tufillo turbio es bueno para el negocio y separa lo que muchos hombres de otros barrios pueden encontrar en sus casas: mujeres embadurnadas de cremas faciales, rulos y bragas blancas de algodón que sólo les pueden ofrecer la postura del misionero o una mísera paja con la mano embutida en un guante de arpillera. Las calles son oscuras, lo que no se considera una molestia ya que desde la niñez se han acostumbrado a la penumbra y a que el dormir se haya convertido en una pasión incontrolada, lo mismo que una necesidad física o una urgencia. Es inútil persuadirles de que afuera hay otro mundo y otras opciones. La química de la vida no funciona para ellos y cualquier esfuerzo por refutar su dichoso teorema de la simplicidad y fatalidad es tan baladí como innecesario. Las fórmulas reguladoras de la muerte no parecen tener cabida aquí. En un rincón muy poblado donde el sentimiento de haber nacido se convierte en una tempestad en el horizonte, quemar la memoria es leer el futuro en las cenizas, un paso obligado entre dos estadios ciertos como nacer y morir y una certeza insegura como vivir- o la de sobrevivir- entretanto. Tal vez por ello son capaces de metabolizar grandes dosis de infelicidad e insatisfacción tomando sendos conceptos como razones obligadas del curso de sus experiencias. Han aprendido a aceptar lo irremisible e inevitable como verdadera raison d'être de sus vidas y cualquier desviación que pueda producirse entre dichas líneas vitales de sus existencias no es más que una inesperada distinción que no debe integrarse dentro del protocolo de normalidad esperada.

            Poco a poco, a medida que el autobús se adentra por las calles, se acerca el punto en el que los extraños al lugar deben levantarse y abandonar el vehículo. Los fines de semana es cuando se forman más alborotos y conviene más no utilizarlo. La zona de fiesta de la calle Almogávares es especialmente conflictiva, arrapándose a la vida de los jóvenes del lugar como un cáncer y construyendo sus defensas en torno a ellos como una araña de agua lo hace con su guarida para afrontar el invierno. Pero hoy es lunes y no hay tanto que temer. El autobús para y una pareja mayor baja con paso vacilante. Cuando el bus arranca, un joven encasquetado con una gorra y chándal gris, saca la cabeza por la ventanilla y escupe una rociada de flema que cae sobre ellos acompañada de un estridente eco de carcajadas juveniles. La pareja puede darse por satisfecha. No hay sido ni un hacha, ni una navaja ni un cuchillo de grandes dimensiones, tan solo un asqueroso esputo de grandes dimensiones que después quedará atragantado en el filtro de la lavadora. Un inmenso gargajo con suficiente flema y esputo mocoso como para irrigar una hectárea de tierra fértil pero que cae ahora en un terreno baldío. En el ambiente hay un olor perenne a pedo cítrico. A estas horas las calles están semivacías y la gente pasea su soledad con correa, no sea que les muerda. Al carecer de vida personal, patria, hogar, amigos, o sueños han convertido la tontería y majadería en su razón de vivir y esto es algo que acongoja el corazón. Los ancianos se encaminan hacia el Tanatorio de Sancho de Ávila, un edificio limpio y sencillo y sin lujos añadidos en el cual mucha gente del barrio piensa muchas veces en quedarse a vivir o disfrutar del tiempo. Lepanto, Caspe, Ribes, Àusias Marc, Alí Bey: más que calles parecen galerías excavadas por topos; vías subterráneas en continuo desnivel, llenas de gibas, depresiones, protuberancias, chichones, jorobas, hondonadas, ascensos y descensos, festonadas de alcantarillas como botones hundidos en un mullido sillón de excrementos. Huelen mal. Bien podrían tratarse de los distintos pasadizos de un cementerio en el cual se hubiesen abierto las tumbas o una lonja de pescado en la que los productos se hubieran viciado por el calor y levantado su olor como una grave fiebre reumática. El autobús se detiene frente al Auditorio, un edifico proyectado por el arquitecto Rafael Moneo, convertido hoy en un lugar marginal habitado por mendigos, borrachos y desheredados varios en el cual es fácil encontrarse con la práctica de los usos sexuales más escabrosos bajo sus oxidados portales. Cajas cúbicas de cemento, casi sin ventanas, más adecuadas como casamatas de nidos de ametralladora y cercos de hierros que parecen haber sufridos todos los oprobios de la arquitectura se exponen a las inclemencias del tiempo como si ya supieran de su amargura. La disposición de los diferentes elementos en torno a un único centro para controlar a los alumnos, y seguramente también a los profesores, da la impresión de que hubieran sido mejor empleados si se hubiera tratado de una prisión. Un borracho sentado contra una pared en el exterior vocifera que vende sus zapatos a un precio razonable. "Se vende"- dice un cártel, "Sólo un dueño anterior" "Cinco euros negociables"

            En la calle Marina bajan el hombre impaciente y la chica del cutis ajado; ambos van a coincidir al bar “Albahaca”, un antro cuya reputación es bien conocida en la ciudad, en tanto que todo aquel que traspasa sus puertas acaba conociendo el dolor. El local está tranquilo y no es de extrañar porque he visto bolsas para transportar cadáveres mucho más acogedoras que ese lugar. Bien sea porque nadie inducido por la desesperación está obligado a acabar con la cabeza entre las vías del tren como Anna Karenina o es capaz de joderla tanto en su vida, el tugurio es aún visitado y convertido en un lugar "in" para muchos jóvenes y desarraigados, aunque las sensaciones de alegría que les pueda despertar sean tan pasajeras como los pequeños ramos de flores secas al borde de la carretera que señalan o recuerdan un accidente. Es un lugar ideal para los insignificantes sin referencia, un oasis para los espíritus que se mueren de hambre y los pobres de solemnidad. Es también el rincón donde se cita lo peor del barrio. Mujeres que se visten con escamas de plomo para no ser pescadas y hombres con aspecto de fumados; ladrones, drogados, violadores y delincuentes varios reincidentes. Carne de presidio o de cloaca; una cicatriz gruesa, rugosa y dura en un corazón, mala poesía que parece santificar un plató pornográfico. Un lugar donde cavar una tumba, o tal vez dos. Sabido que los males se soportan mejor en compañía, los clientes se juntan unos con otros para aburrirse en común. Unos cuantos niñatos del Auditorio, -de esos cuenta céntimos, a los que no merece la pena servir-, borrachos y mujeres sifilíticas se sientan desperdigados en el interior del local; algunos incluso se atreven a comer y se alimentan de los excrementos de comida que les son servidos notando que los primeros retortijones del pánico que comienzan a bailarles en el estómago cuando llegue el momento de pagar. Son las diez de la mañana y pese a las ordenanzas cívicas, muchos de ellos fuman en el interior del local. El fumar se ha convertido en el pilar nutritivo de esos desgraciados, así como de todos aquellos para los cuales la vida está cada vez más por debajo de la existencia. Si los miramos atentamente veremos que la mayoría parece alimentarse del humo y no respirar más que la nicotina. Están demasiado absortos en inhalar y expirar dichos vahos tóxicos para prestar atención al rótulo que señala que está prohibido fumar. También es justo decir que muchos de ellos no saben leer o que las palabras se confunden en sus mentes, otorgándoles un significado diferente al que tienen; que si no las entienden no es por su propia incapacidad sino porque están expresando algo verdaderamente incomprensible para ellos. Y es que el fumar se ha convertido en un leit motiv y tanto da que para llegar a ello se hayan convertido en hombres y mujeres a los que los hilillos de baba se les escurran por el mentón o se hayan sentido traicionados por haber tenido otras expectativas. En un rincón un par de mujeres de alquiler juegan al “burro”, al “monte” y a “buenas y malas”: juegos de cartas, que al igual que los dados, normalmente trucados, ocasionan arranques de chulería por parte de jugadores que desconocen las normas del lugar. Apartado de los demás, estaba el inefable J.M.D.L.C, el pederasta del barrio: imposible confundirle; su cuerpo y quijada de lagarto, sus tatuajes étnicos hechos con tinta de rotulador, su gorra de beisbol ajada de tanto sudor y sus zarpas manchadas de nicotina y grasa de camión bajo las uñas; su manera de sentarse, igualmente inconfundible, incluso de espaldas, abriendo el compás de las piernas, como si estuviera a punto de desovar o le escocieran los testículos de tanto sobárselos delante de los niños del colegio. Su barba es cerdosa, impregnada de aceite, mocos y restos de comida que brillan como baba de caracol. Una verdadera institución en el barrio. Vive en una casa destartalada delante del mismo bar. Vive con su mujer, que tiene cuarenta años, pero aparenta sesenta y el hijo de ella, y digo de ella porque seguramente no es él el padre por más que se lo hayan querido hacer creer. No cree en Dios, pero cada noche antes de irse a acostar, a no ser que esté narcotizado por el alcohol o las drogas, reza a Dios pidiéndole que cualquier calamidad se lo lleve. J.M.D.L.C duerme normalmente en el aseo del “Albahaca”, porque les da lástima, no sea que acose a su hijo o cometa cualquier otra barbaridad durante la noche. A falta de cerveza sin alcohol (no se le sirve otra cosa), bebe un poco de un té tan flojo que casi no sabe a nada y que podría ser cualquier otra cosa. Ignora que el té de este tipo se denomina té frisón o té de avaro, porque es comúnmente tomado por todos aquellos que no quieren hacer un gasto excesivo de la bolsita y les gusta reutilizarla una y otra vez. En el bar "Albahaca" esta es una práctica frecuente, lo que es una suerte si uno no tiene un estómago a prueba de bombas. Tal vez borracho de anfetaminas bebe la infusión con mucho ruido lo que hace pensar en si una bebida se puede o no masticar mientras se sorbe los mocos y se rasca el cerumen de las orejas con una uña negra, larga y delgada. De vez en cuando, un porro pasa de mano en mano y perfuma el ambiente ya de por sí agrio y vomitorio. Los dos recién llegados toman asiento y son atendidos por un camarero. Es viejo, tiene varices y las moscas le bailan sobre los apósitos. Lleva tantos años atendiendo en el bar que sería imposible cuantificar su edad. El café es infecto como agua de fregar, maloliente como un insecticida y frío como un cubito de hielo. Pasado un rato nadie parece prestarles atención, lo que es especialmente irritante para la chica, que se cree irresistible. Cuando el hombre la saluda e intenta entablar una conversación, ella ni le mira ni le contesta; podría pensarse que es tan orgullosa como una muerta que hace camino sola al cementerio a enterrarse. Tras su fracaso el hombre se encamina al fondo del local, donde hay una maquina del Millón y otra de tabaco. Tiene buenas razones para sospechar que ha hecho el ridículo y que la chica es una estirada. Pero no lo hace, porque él, que había sido en otro tiempo tan altanero y fanfarrón, es ahora como un muelle que se hubiera roto por haberse tensado demasiado y cedido por la fluctuación de aquellos ojos azules ribeteados de amarillos impregnados de juventud. Aburrido, se entretiene desentrañando los dibujos estampados en los paquetes de cigarrillos Camel.

            Quedan pocos pasajeros en el autobús. Éste se pierde Pamplona abajo como un gusano en una excrecencia tumefacta. Una calle conjuntada de horrores que parece caída del cielo para los ladrones y gentes del mal vivir. La mujer de ojos verdosos se mira en el cristal como si se tratara de un espejo. Se gusta. Aún en el autobús se extraña de que no recaigan sobre ella todas las miradas, que no den muestras de aprecio por su esfuerzo de estar guapa cuando todo lo que les rodea es feo y decadente. La mujer anciana la mira y piensa lo peor de ella, no tanto por tratarse de una de esas muchachas guapas cuya principal raison d’être debe ser la de contestar al teléfono en unos quince idiomas distintos, sino por su edad, insultantemente joven en comparación con la suya. Tiene ochenta años y un color de cansancio y cálculo biliar que asusta. Podría ser su bisabuela. O estar muerta, pero es el gusto por la resistencia inútil lo que la mantiene con vida. No repararemos en su nombre porque es irrelevante en esta historia, como lo es para su familia, esté donde esté, y a la que hace siglos que no ve. Pese a ello, también es posible que si alguno de ellos la recuerde tras la mugre y el pestazo a vino barato que despide, lo haga a la hora de pensar en si ha hecho o no testamento. Probablemente no y muera ab intestato por cuanto hay en ella algo que resulta insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, o incluso la carencia de sentidos, que la hace ser objeto de odio. El autobús se adentra en el casco antiguo del barrio, donde hay algunas calles dedicadas a la prostitución en las que el naufragio y el espectáculo no dejan de ser menos patéticos. En una de esas calles baja el hombre que leía el periódico con vocación del que busca doparse. En muchos casos las prostitutas posan desde las siete de la mañana tras las vidrieras o portales y en medio de esa sordidez incitan a los demás a acompañarlas a sus camastros en prostíbulos improvisados entre cartones, cajas de frutas y meados. Unas se lanzan muy decididas tras los clientes, mientras que otras fingen que tienen miedo para resultar más encantadoras. Algunos hombres les meten mano bajo la ropa o se esfuerzan en caerles simpatiquísimos, como si más allá del intercambio comercial  hubiera también margen para la seducción. El hombre se las mira sin acabar de decidirse por ninguna de ellas. Y eso que lo más cerca que ha estado de tener una experiencia sexual últimamente fue cuando encontró una mancha de carmín en una servilleta en el suelo de un bar. El hombre deambula procurando no caer, y es que el pavimento está roto y en las grietas crecen malas hierbas como el hisopo, la ruda, la consuela, la acedera, o la pimpinela. Son calles tan estrechas que parecen excavadas a la medida de los hombros de los distintos clientes para que puedan pasar; no es infrecuente encontrar en ellas botellas de plástico llenas de agua colocadas cerca de las paredes para limpiar las manos y las bocas de las prostitutas luego de ofrecer sus servicios o de los mismísimos clientes antes de reemprender su camino. Se trata de una prostitución elemental, análoga al pequeño comercio en la vía pública. Las putas venden su naturaleza igual que hacen otros comerciantes: patatas, bombillas, periódicos, electrodomésticos o un anal profundo sin protección, son igual de bien recibidos. Las calles son un oscuro océano densamente poblado y batiburrillo de olores concentrados. Olor a pie, sudoración de entrepierna, vómito agrio o la sangre en oxidación en un paño higiénico.

            Transeúntes lentos y pausados convergen con rateros presurosos de rostros estriados con cincel y turistas-moscas que parecen haber quedado presos en las telas de araña de las calles. Calles que en la desnudez de la noche provocan el asombro inmenso de las estrellas. Sucios y rebuscados, los astros nocturnos se vuelven y revuelven en busca de una torsión imposible, algo que haga reconocer que el mismo lugar que es el sueño emboscado de prostitutas, drogadictos y pequeños delincuentes en perpetua tensión no es también un antro de depredación para ellos. Se trata de restituir y volver al todo para disipar las inercias y resistencia locales, de volver a los problemas e inquietudes de todas esas gentes que se dan cita allí, como si un dios poco preocupado se ocultase de ellos buscando una nueva conexión entre su mundo y el suyo. También él, Dios, espera que se acuerden de él en las dos parroquias del barrio, la del Roser y la de Sant Oleguer, aunque sea como los representan en su imaginación los pequeños niños catequistas que asisten a ellas cada martes entre las seis y las siete de la tarde; es decir, como un señor que genera desconfianza poseedor de unos cabellos amarillentos y grises bañados en sebo, una barba espesa, parda y sucia  bañada en vino y puntos negros en la nariz bulbosa y aberenjenada afectada por la cuperosis.

            La anciana no puede apartar los ojos de la mujer engreída que se mira en los cristales del autobús. Imposible desfocalizar su visión y el acceso de coprolalia que le inspira. Últimamente viene sufriendo impulsos que le incitan a recitar frases soeces o repetir palabras que sus interlocutores han dicho antes; es inútil tratar de desemplazar la furia con que son dichas porque ella no la puede controlar ni tampoco detener su flujo y reflujo mareante en el cerebro; el atropello de unas a las otras en su cabeza las hace vomitar antes de pronunciarlas, hacerlas estallar en su garganta antes de expulsarlas con un sonido próximo a un eructo; se ha convertido en una segunda naturaleza suya, indistinguible ya de la primera, odiosa, cerril y desacertada por la cual alguna vez alguien la castigará. Oprimir tanta verborragia en ese alma suya tan gastada y pesada, ahogar tanta palabrería en su corazón o vetarlo con su silencio, como si se tratara de una camada de gatitos que reclaman su alimento, ahogar tantas emociones, le resulta imposible. Los dos ancianos caminan con tiento ya que los maleantes que se han posicionado en los portales como buitres, olfatean el dinero aunque éste venga envuelto en carroña entre trapos sucios. Sí, han de confesar que llevan algo de dinero para su hijo drogadicto; un hijo que siente desprecio por ellos y que no simpatiza mucho con su propio cuerpo, pese a sus esfuerzos por hormonarse y vestirse con ropas propias del colectivo transexual. A su paso se hace el vacío. Una extraña elipsis del tiempo y afonía de cuanto les rodea. La mudez callada de las casas, los árboles o las sombras, teje un círculo alrededor de ellos que recuerda al del silencio que sigue al contemplar un cuerpo desnudo, el pudor o vergüenza que se siente cuando sorprendemos a alguien en una situación escabrosa. En la esquina Marina – Caspe, las fuerzas públicas han desalojado un inmueble y dejado por doquier, postes doblados por la mitad, instalaciones eléctricas convertidas en madejas de bandullos y esqueletos de habitaciones que aún en pie muestran sus interioridades. Utensilios de menaje, distintas piezas hechas añicos, mobiliario variado, techumbres a ras de suelo y amasijos de ropas y escombros esparcidos por los alrededores alternan con objetos irreconocibles que son objeto de litigio para los distintos comerciantes del Mercado de los Encantes.

            De momento el hombre ha logrado descubrir el mapa de unas islas y un bajorrelieve de Mahoma en una pata y un hombre con una erección tremenda en la otra. Cuenta una leyenda, que el artista que dibujó la imagen del dromedario era un belga al cual no le caía excesivamente bien el encargado de marketing de la compañía Reynolds Tobacco, a la cual pertenecía la marca, así que introdujo en el diseño un dibujo del Manneken Pis (la célebre estatua de bronce de un niño orinando situada en el centro histórico de Bruselas). Es cierto que examinando de cerca las sombras de la parte superior de la pata se ve la imagen de esta estatua, pero también dicen que se puede apreciar la imagen de un babuino u otro tipo de mono en la parte posterior del camello, águilas cerca de la cabeza, un pez en la zona central y otros dibujos más que sin duda son poco probable que hayan sido hechos a propósito y que son producto más bien del sombreado. Cansado, se encamina al lavabo. Hay entre quince y veinte hombres en los urinarios y sus miradas son solícitas y tristes. El mármol pulimentado de los baldosines y lavabos les sirve de espejo para localizar ligues mientras se la cascan o manosean. En cada uno de ellos hay un jabón de color negro con costras de espuma que parecen condensar la mugre de muchas manos. Algunos borrachos vomitan, lo que no es de extrañar pensando en que el alcohol que sirven en el lugar es tan malo que a quienes lo beben les salen unas verrugas como puños. No repara en lo que sucede en el interior y es que últimamente se olvida de las cosas. Marca un número y se olvida a quien está llamando. Va al supermercado y se olvida de qué tenía que comprar. Nombres, rostros, direcciones, conversaciones y lo qué tenía que hacer. Dónde había aparcado el coche, ir a recoger a los nietos, o sus citas con los médicos. El olvido parece haber pasado a formar parte de la cadena alimenticia, la fuente de lo que él ha empezado a llamar la teoría de su locura. Lo menos es que antes de salir un par de mendigos lo intenten sodomizar encajonándolo contra la pileta de los meaderos y utilicen su saliva como lubrificación. Cualquier pretensión de despreocupación y tranquilidad de la chica de cutis ajado es desmentida por su lenguaje corporal: está sentada muy tiesa al borde de la silla, con los brazos cruzados sobre el pecho, y a ratos se rasca la cabeza y jala su largo cabello oscuro como si fuese lana que cardar. Uno de sus pies marca un ininterrumpido ritmo de claqué sobre el suelo, que manda oleadas de tensión que suben hacia arriba, por una pierna, hasta desaparecer bajo el borde de su vestido estival. Empieza a quedarle claro que su cita de la noche ha fracasado. Bendice no estar en casa, dónde, en el botiquín de su mesilla de noche hay Haloperidol, Seroquel y Risperdal indicados para el tratamiento de las psicosis esquizofrénicas agudas y crónicas, así como ciertos derivados del clonazepam como el Rivotril. Tiene ganas de acabar con todo. La chica joven engreída de ojos verdes, que otrora recibiría las horas con júbilo y algarabía, pues el sol aligeraría sus carreras o sus vuelos, parece ahora alicaída al bajar del autobús y constatar que las nubes, sin piedad, emborronan el cielo. El paisaje tampoco es de su agrado, un inmenso desierto que crece hasta llenar las calles, las casas y las grietas de la ciudad. Maldito barrio-piensa ella. Lugar mefistofélico encajonado en un espacio mínimo para contener tanta miseria y desgracia. Desde las alcantarillas se alzan las voces de las ratas. Graznidos, chillidos y gruñidos que crecen desde las profundidades hasta las más altas azoteas la saludan como único murmullo de vida. Muy prietos, sus labios son un nudo en mitad de la cara.
            A las diez, los administradores del intercambio de agujas aún no han llegado y los bancos están repletos de los drogadictos habituales del barrio y algún que otro interesado en el mercadeo. Florecen por doquier los cuerpos magullados por la vida; las vidas que se preguntan el porqué de todo esto; los heroicos que convencidos de que no son nada dejan tras de sí huellas que pasean sin encender la luz; existencias obstinadas por sentirse al filo de algo que termina y que realmente no les pertenece, pero que igualmente les apena su fin. El programa de Ayuda y Apoyo A Las Personas Drogodependientes, se había iniciado apenas hacia unos años para prevenir el uso indiscriminado de agujas y no había tenido mucho éxito. Les financiaba el ayuntamiento y distribuían entre dos mil y tres mil agujas limpias entre las diez mil personas registradas. También informaban sobre los problemas que comportaban el consumo de droga y la manera de salir de ella. Las jeringas viejas se intercambian por otras nuevas y además se les entrega un pack envuelto en papel de celofán que contiene un poco de lejía para limpiar las agujas, agua destilada para preparar la heroína, torundas de algodón para eliminar impurezas, secar la sangre y asear los recipientes en los que se supone hierven sus drogas y un pin de la asociación de lucha contra la drogadicción. No hay nada de heroico en su actitud; alimentan su ego con la decrepitud de los demás, fingen un dolor o pena que no sienten y se sienten útiles en cuanto esto infla una testarudez en no sembrar la semilla de la traición en sí mismos. Los drogadictos no dan miedo ni son hostiles. Sencillamente son o están y es que la heroína y los otros tóxicos les han hecho envejecer muy pronto. Tiene los labios cuarteados y despellejados y a la mayoría les faltan los dientes. Dientes pequeños y debilitados más parecidos a los quelíceros de un arácnido que a los apéndices bucales de un humano. Tienen la piel muy pálida y arrugada y parecen secretar gran cantidad de sudor permanentemente, lo que les hace asimilarse a unas criaturas extrañamente viscosas y desagradables a las que sin lugar a dudas se debería extirpar. Tanto la pareja de ancianos, como la señora mayor o las dos chicas jóvenes o el señor astrado coinciden aquí con los derroches humanos más inútiles, los deseos más inquietantes y las fatigas más inevitables. J.M.D.L.C continuará con su vida gris preñada de objetivos infantiles vivida entre estertores y suspiros de ahogo hasta que no le quede más, salvo morir quizá. El viejo camarero reventará algún día como uno de esos desgraciados católicos a los que no se les permite quitarse la vida, y que por eso hace años que esperan el Día del Juicio Final.  El barrio continuará evolucionando, seguramente para peor, con pasos de palomo cojo, hasta que su esencia se contemple en el fondo oscuro de la noche e ilumine con un silencio luminoso, fresco y lentísimo, que lo envuelva definitivamente en el olvido.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Desencuentros

Te acordaste de reír y la sonrisa fue una mueca en la espalda, sin labios, ni compenetración; ni tan siquiera sentiste amor o compasión quizá porque cuando te encontraste en dicha situación, los malos modales no eran ni tan siquiera un contratiempo. Te paraste a contarle que no te burlabas y sin añadidos te sinceraste como un hombre inexperto para acabar cuanto antes, no en vano jamás supiste despachar ni marcar el ritmo en las relaciones. Su voz, su mirada, su movimiento eran algo desconocido, casi dialectal, capaz de ponerte enfermo. El llanto emberrinchado que sólo cesaba si su madre lo cogía en brazos. No paraba un rato tranquilo; alaridos como forzando por entrar en contacto desde el otro mundo. Lo estuvieron oyendo aullar durante largo tiempo, sin mucha ternura. Un ser completamente pálido y llorón, de manos y piernas torcidas y ojos apenas recién formados. El padre sintió una tendencia a dejar escapar las palabras y pasar las noches afuera. Quien sabe con qué ojos miraría la mujer a su hija o si el corazón se le ablandaría al darle de mamar. Noche y día, lloviera o secara, la llantina no cesaba, y ya iban para cuatro años. El marido no lo soportó y una mañana se largó; por lo demás, ella lo recuerda muy vagamente. Y si bien desde entonces el llanto cesó un poco, no se apagaba y se perfilaba con odio cuando alguien le recordaba a su padre. Se trataba de asociar a ese gesto otros actos de rebelión que le llevaban a no salir de su habitación durante días y arriesgarse a cada instante a convertirse en un pecador implacable que supiese valerse y llevarse la victoria a cualquier precio. Sacudíamos la cabeza asintiendo a todo pero sabíamos que algo raro ocurría. No sé porque te cuento esto si somos incapaces de asimilar sin dolor todas las traiciones aún cuando supieras escuchar papá. ¿Qué hacer ante aquel mutismo tuyo y apatía que nos ayudaba a reforzar nuestra propia soledad y hacerla independiente de la tuya porque se quedaba fija en ti y entonces ya nada importaba a tu alrededor? Reaccionabas mal, apenas sin moverse, con una especie de sexto sentido para sembrar la desesperación; decía acercarse a una crisis de locura que nos separaría de nuevo. Nuestro hermano, estoy seguro de que no era malo; aquella era sólo su manera de reaccionar, su manera de desviar nuestra atención con alguna obscenidad cuando perdía el hilo de sus ideas, lo que le hacía comportarse de esa manera (como si se le estuviera rajando el corazón) y no el hecho de que no nos quisiera o fuera perverso o tuviera una enfermedad mental como tu decías cuando te disgustabas y te enfadabas con él. Ante los ojos de mamá sólo quedaba una mancha de torpor que la comía lentamente por dentro; una hostilidad a través de la cual sitiaba el rencor e incomprensión y que terminaba también en pesadillas por las noches. Estaba muy cansada y su corazón se dilataba. Enfermaba y volvía a limpiar lo que había lustrado por la mañana. Reclusión de viuda preñada e impaciencia de virgen encerrada. Gorgoteos sórdidos de alcohol en su garganta. Cosas así le pasaban a mamá, ¿te lo imaginas? Terminaba por irme, decepcionado por el olor de sus sudores, a contar estrellas en el cielo y dejar pasar el tiempo hasta que me cansaba y me obligaba a crear palabras para uso propio que me sirvieran para explicar un poco mejor las cosas; me quedaba la cabeza brumosa y lloraba de irritación por ese silencio que no acaba nunca porque no te encontraba, no estabas y no nos contestabas. Odiaba también a mi hermano porque retomaba mi angustia allí donde la había dejado mi madre en la víspera y aún no habíamos aplacado nuestra sed de pesadillas. Entonces todo quedaba en suspenso y la realidad colgaba de un hilo muy frágil que costaba no romper. Blasfemaba, renegaba de ti, de Dios, y asediaba los lugares de deshago en el campo entre las cabras y los matorrales a escondidas, hasta que llegara el momento. Puesto en mi papel, tenía que ser bueno; ser el hermano bueno y bondadoso que se ocupa de su rebaño y recolecta la miel en los panales mientras su hermano conduce a la revuelta y envilece matando a su hermano. Que me quede para siempre más en la cama lleno de desprecio y vileza si la historia que nos cuentan ahora en la Biblia no es otra tal como yo la he contado y que tú, Dios mío, Padre Mío que estas en los Cielos sea tu nombre santificado, has permitido que siga por los siglos siendo contada y explicada merced a tu mutismo e indiferencia. Con las manos manchadas de sangre tendría yo los honores y Caín ya no tendría jamás la paz

sábado, 11 de septiembre de 2010

Memorias de un Atribulado Licenciado en Derecho (Fragmento)

A continuación un fragmento de mi novela,  que podeis comprar o descargar en :

http://www.lulu.com/product/tapa-blanda/memorias-de-un-atribulado-licenciado-en-derecho/4542789?productTrackingContext=search_results/search_shelf/center/1

(...)

Muy a mi pesar tuve de acogerme a la única oferta laboral que hasta entonces me había llegado. Vender los jodidos seguros. Si estaba escrito en algún lugar que yo debía de tener un futuro (algo incierto) alguna vez, tenía primero que amoldarme a la realidad presente, -que no por menos vívida resultaba menos complicada- procurar digerirla y, en la medida de lo posible, no intoxicarme y acabar entubado en una habitación de hospital después de un lavado de estómago. Era de menester pues que mis átomos obedientes, funcionales, rutinarios y espantosamente deprimentes no se alzasen contra el orden preestablecido, se rebelasen y acabasen por manifestarse espontáneamente en un síndrome de auténtica anarquía organizada. Ante todo, mantener la calma, el control. Ser sumiso e inclinar la cerviz.

Mi vida como vendedor de seguros no podía ser menos que una experiencia depresiva. Trabajaba como un burro todo el santo día, corriendo para arriba y para abajo para lograr un sustento que pocas veces servía para algo más que reparar las suelas que desgastaba. Había meses que hasta el remendero me fiaba. Para mi cumpleaños, el zapatero (un buen hombre por otra parte), incluso me regaló un par de botas ortopédicas infantiles azul marino que algún cliente había dejado olvidadas en su tienda. No me fueron de gran ayuda por más que intenté mutilarme los dedos de los pies y masacrarme el empeine contra una pared. Desesperado intenté finalmente venderlas en el mercado negro y entonces me procesaron por contubernio y filibusterismo.

Supongo que no creía ni un ápice en el producto que vendía (craso error en todo aquel que se precie de querer vender), y por ello me congratulaba sobremanera cuando algún pobre bastardo picaba y le endilgaba alguna póliza. A pesar de ello estaba seguro que con mi labor salvaba muchas almas y proveía en cierto modo para las futuras generaciones de sus familias. Tenía un discurso distendido, grato y ameno, acariciaba el verbo rodeándolo de los suficientes recursos técnicos para hacerlo goloso y agradable a los oídos. El conjunto daba idea de que yo sabía mucho, que era un sabio, y que lo que yo les proponía era muy bueno, pero que muy bueno, hasta el punto de que sería un delito no saberlo aprovechar. Bueno, bonito y barato. Era una arenga cuasi perfecta, inclusive a veces, convincente. Además, para los propietarios de aquellas deterioradas mentes con los cuales hablaba, ese florilegio daba la impresión de que me interesaba profundamente por sus vidas y preocupaciones. Algo esencial si quieres vender la moto a alguien. Enmascarar el pensamiento. Parece mentira, pero hay mucha gente carente de afecto, atención y del mínimo calor humano. Yo se lo procuraba. A mi manera. Explotaba sus carencias, sus necesidades, me hacía indispensable para sus corazones poco regalados y finalmente llegaba a las cuentas bancarias. Eran cuentas bajas, humildes, ganadas con sincero esfuerzo mal retribuido, a veces con sudores, lágrimas y muchas horas extras, pero ¡ qué caray !, todavía se les podía sacar el jugo. Poco importaba que fuesen los ahorros para pagar la ortodoncia al hijo o la universidad futura, era dinero, era mi comisión.

Mi clientela la buscaba entre los desarrapados sociales, aquellos despojos humanos que se acumulan en el extrarradio de la ciudad. Personas lo suficientemente atontadas y desprovistas de reacción inmediata -no hay que dejar tiempo para pensar- para ser capaces de creerse toda aquella sarta de mentiras y sandeces y no poder esgrimir argumentos superiores al de los dibujos animados. En aquellos casos en que el candidato parecía dudar, vencía su reticencia entregándoles un bolígrafo con anagrama de la casa madre o un atractivo llavero de alpaca exprimidor de limones italiano que tenía como primera y fundamental virtud la de no desteñir.

Si bien mi septuagésimaquinta intención era la de abrigarles ciertas expectativas de seguridad futura en los años venideros, esto no siempre era bien entendido. Como ya he dicho, muchos eran de endeble entendimiento. No me escuchaban, me lanzaban piedras, me tiraban la suegra para ahuyentarme, o se abarricaban tras las puertas. Tal vez fuese ese el motivo por el cual acabé por dejarlo. Ciertas personas acaban por volverse irascibles. Cierta vez, un gambiano negro como el betún y feo como sólo un desdichado negro puede ser me asaltó en una esquina tras un parterre armado con un cuchillo de cortar jamón y el suplemento dominical del ABC.

- ¿ Gosaste con mi mujer, Domingues ?. Dime, ¡ taba güena la morena eh !. ¡ ta gustao como talas zumbao !, ¡ Vení pa'qui banco susio, niño desaborio, que te voy a dá asuca moreno !. ¡ No t'escape desdichao !. ¡Venaquí decolorao, que te voy a dá bueno!.

Yo obviamente nada tenía que ver ni menos que decir. Estaría borracho o el tipo me habría confundido con un tal Dominguez, una de las dos. Por no decir que ambas. Pero tratar de hacerle ver su error y explicarselo me habría costado Dios y ayuda y creo que finalmente tampoco hubiese sido capaz de entender nada. Adoptar una postura civilizada e inteligente acaba siempre por superarlos. Esos tipos no están hechos para llevar una vida normal, se les puede domesticar, adiestrarlos a fin de que obedezcan órdenes sencillas, (¡come!, ¡bebe!, ¡duerme!), pero poco más; a los que muestran mayor destreza se les puede enseñar a realizar ciertas faenas mecánicas y rutinarias, cosas simples que no requieran mucho esfuerzo ni concentración e incluso con un poco de paciencia algunos han sido capaces de aprenderse su nombre, recordarlo al cabo de tres minutos y repetirlo sin cometer ningún error. Yo incluso llegué a oí hablar de uno que era capaz de orientarse en su propia casa, pero era un caso aislado, poco frecuente. En todo caso, ahora no era el momento más indicado para llevar a cabo una tarea evangelizadora. Además era enorme el puñetero. Pedazo negro. Visto pues que tenía pocas posibilidades de confraternizar y entablar algún tipo de relación civilizada, dudé de la actitud a tomar. Lo intenté, al menos.

- Oiga bien, buen hombre..., me temo que se confunde. Le pido que sea comedido en el ejercicio infausto de su expresión oral y se refiera a mi persona con el debido orden y respeto que la misma se merece. Además recuerde que antepasados míos arriesgaron sus vidas para colonizarlos y llevarles por el buen camino, proveyéndoles de la mínima genética civilizadora a sus apocados genes ancestrales. Si no fuese por ello, sus abuelos todavía estarían colgando de un árbol o devorándose entre ellos. Creo pues, señor negro, que todo ello no sólo es merecedor de un reconocimiento sino que además su educación es harto impropia. Es de menester pues, que se retracte. Además, yo no soy Dominguez, sabe ? . ¡ Ah, y por cierto !..., ¿ podría usted decirme si cuando nació le pusieron sus padres el chip, o tengo que avisar a un veterinario para que se lo ponga ?.

Aproveché el desconcierto generalizado de su mente para poner una cierta distancia entre los dos corriendo alocadamente calle arriba con el mismísimo estilo del más perfecto lagarto alado australiano, cosa que por otra parte denota mi gran capacidad para adaptarme al medio y a todo aquello que devenga como sobrevenido e inesperado. No quería verme envuelto en ninguna trifulca barriobajera y muchísimo menos tener que violentarle al verme obligado a ejercer la fuerza y violencia física sobre él; como hemos dicho, el entendimiento de esos seres subdesarrollados es menguado y sus reacciones cerebrales lentas e inexpertas (son seres básicamente instintivos), por lo cual cuando finalmente reaccionó yo ya estaba a siete kilómetros de allí, evitando así tener que aporrearle y darle el justo merecido que reclamaba.

Libre de la tentación y más descansado, me pregunté si no estaría de más localizar al tal Dominguez y suscribirle una póliza.

(...)

Paseo Galego

Alcanzó el autobús que le llevaría de Madrid a Aldeia de São Bento en el último momento, y porque el ayudante del conductor no quiso volver a abrir el maletero, tuvo que subir consigo el enorme bulto en el que viajaban sus cosas. Afuera llovía y el viajero se acomodó junto a la ventana para ver caer las gotas sobre los oscuros suburbios y calles que dejaban atrás y el silencio de la noche. El viajero llevaba un grueso abrigo color beige que había comprado seis años atrás de oferta en un Carrefour de Colmenar Viejo y una camisa y pantalón que le guindaban de su cuerpo como dos pesados fantasmas que se han quedado colgados de un ropero. De no haber estado tan cansado y haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico de los demás viajeros que como personajes de Víctor Hugo o Zola, parecían haber fracasado en sus ajetreadas vidas por causas del destino. Llevaba veinte años viviendo en Matalascañas, donde había nacido y tenía cincuenta y tres años. Jamás se había casado y aunque era un hombre tímido al que le gustaba la soledad, había dejado muchos amigos que le recordarían como un buen hombre de los que ya no existen en este mundo. En el interior del autobús hacia calor. Un complicado pero eficiente sistema de calefacción que consistía en unas pequeñas estufas empotradas en cada uno de los apliques de los asientos, irradiaba un aire cálido que empañaba las ventanas en contraste con la humedad de los cristales y el frío que llegaba del exterior y emborronaba el paisaje. El compañero de asiento del viajero, se había dormido hacia un rato y su mera presencia le daba tranquilidad porque parecía un hombre necesitado de compasión y afecto; un hombre viejo y cansado cuyo pasado parecía haber sido dejado de lado mucho tiempo atrás y borrado bajo esa lluvia fría que caía como una tormenta de nieve. El viajero trató de recordar lo que le había dicho su mejor amigo respecto a la gente de la ciudad mientras oía como entraba y salía el aire de la nariz de su vecino. Después trató de leer las predicciones de su signo para Nuevo Año, pero aquello era como montar un rompecabezas con demasiado cielo, y cansado como estaba, no pasó mucho rato antes de que se quedara dormido y sus mejillas adoptaran las marcas de los ribetes de la chaqueta en la que se apoyaba para protegerse de la frialdad del cristal. La carretera era apenas un accidentado sendero de tierra batida que llegado a Navalhermosa dejaba entrever algunas losas de granito y mortero de la antigua vía romana que se había apurado hacia años, jalonada ahora de retazos de brezo y escobera cercana a las estribaciones de la Serra da Estrela. Había dejado de llover pero las nubes aún pendían arriba en las montañas y progresaban hacia la ciudad de Seia en el distrito de Guarda, donde probablemente los viajeros harían un alto en el camino. El autobús rara vez pasaba de la segunda velocidad lo que hacía que avanzaran casi a paso de burro y empatizaran con aquellos campesinos que acarreaban pesos de hortalizas sobre sus hombros y cabezas. En los campos se veían viejas que trajinaban con costales y sacos de grano, y manos de hierba que agrupaban en cubos de metal y niños ancianizados que rastrillaban hileras de patatas y ajos junto a fuegos que dejaban escapar humaredas sin dejar atrás ningún calor. Algunos parecen tan encerrados en sí mismos que no podría afirmarse que sientan las inclemencias del tiempo y de las horas. Como si se tratasen de ciegos, restan impasibles en su eterna oscuridad de falta de niñez sin comprender gran cosa y tratan de apaciguar su existencia ayudando a sus padres y mayores como quien intenta tranquilizar a un perrillo que salta y brinca alrededor porque hace buen tiempo y no quiere parar quieto. Pálidos y escuchimizados, deambulan como si jamás hubieran conocido ningún tipo de ternura y los más pequeños experimentasen el limbo del tiempo libre sólo por su incapacidad de hacer algo útil. Sin una idea, una noción, una conciencia clara de la vida, no se cuestionan su felicidad. Más adelante, y a eso se llama madurar, aprenderán que en el campo los inútiles son siempre engorrosos y que de no tratarse de sus hijos, sus padres actuarían con ellos igual que hacen con las gallinas cuando son improductivas, matándolas porque son enojosas.


Llovía, pero eso le daba igual. Iría caminando a casa de sus hermanos y les daría un gran abrazo a sus pequeños y magníficos sobrinos cuya carne era tan suave y firme como el culo de un bebé. También iría a ver a la vieja señora Naxaviera Boa Morte, a la que apreciaba porque era sencilla y encontraba interesante por motivos que nada tenía que ver con la sencillez y a su amigo Calixto, al que hacía diez meses que no veía. En la calle las casas parecían brillar junto al aire húmedo y las moteadas paredes de ladrillo mal conservadas para no gastar más dinero. Su aspecto tan poco ampuloso y a la vez sincero, daba la impresión de estar relacionado con vidas que no acababan de ir bien y que resultaban inapropiadas para la vida cotidiana.

Una señora ya entrada en años paseaba a su perro forcejeando con el paraguas y la cadena que se le enredaba entre las piernas. El perro, que parecía haber visto esos mismos árboles una y otra vez y su ama, se disponían a cruzar la calle cuando vieron al viajero. Ambos parecían aburridos y el viajero los ignoró. En los bares se anunciaban pollo byriani, korma vegetal, pan naan caliente, chutney de mango verde, salsas de coco rayado, nalai kofta, arroz y verduras al curry, rayta, babotee, masala dhosas, y fritura de calabaza, dhal, padams y galletas de patata y cebolla. El barrio parsi de la ciudad había variado poco desde la última vez que lo había visitado. Fue cuando lo atracaron y lo apuntaron con aquella pistola y tenía tanto miedo que aún hubiera levantado más alto las manos sino las hubiera tenido pegadas a sus muñecas. Ya había pasado mucho tiempo de aquello.

Debajo del puente corrían paralelamente unos diez raíles por los que circulaban los trenes. Unas placas metálicas clavadas a las rejas protectoras avisaban del peligro y prohibían cruzar la vía, tirar basura o tocar los cables eléctricos. Cruzó los raíles y se adentró en el barrio de su familia. Al final del paseo, en un bloque de cemento había pintado el grafiti de un negrito con un enorme pene que sobresalía de un pantalón de montar que blandía una fusta sujeto a un árbol mediante cadenas y argollas. Verlo le disgustó profundamente. Descubrió que tenía pulmones porque de repente se le quedaron vacíos y la melancolía, el spleen, la saudade, la acedia, la búskomorság le asediaron como nunca antes habían hecho. Obsesivo, odiaba la vulgaridad y detestaba la ambigüedad. Adoraba la monotonía y los cambios le resultaban problemáticos. Continuamente tenía que recordar que debía modular su voz al hablar con los demás y esforzarse por compartir los intereses de otras personas so pena que le acusasen de no saber mantener relaciones o preferir aficiones poco corrientes y sostener intereses en que los pequeños rituales habituales se hacían indispensables (tics, balanceos de las sillas o rutinas inflexibles), a la hora por ejemplo de realizar un puzzle o realizar bases de datos sobre películas descatalogadas o construir maquetas de edificios con palillos de dientes. Un candidato perfecto pues para padecer el síndrome de Asperger o cualquier otro desorden neurológico que lo apartase de los otros miembros rebaño de la comunidad. Por ello y por muchas otras razones odiaba los grafiti. Venerados hasta la masturbación, los grafiteros habían inundado las paredes de su ciudad y por eso también los odiaba a ellos. Eran unos seres despreciables. Como los de Barcelona, muchos de ellos estaban subvencionados por el propio ayuntamiento para ensuciar las paredes y monumentos y cobrar después comisiones de empresas de limpieza privadas que subsanaban el daño causado.

Aldeia de São Bento en agosto es una ciudad tranquila. Se puede caminar por sus paseos sin prisas o reposar a la sombra de sus viejas iglesias, arcadas de sus edificios o jardines de la Praça das Flores sin tropezarse apenas con nadie. A lo sumo con algún racimo de españoles de Extremadura descansando en las terrazas de los cafés o dos mochileros americanos que se acercan a uno a preguntar decepcionados porque no se ve el mar, o turistas holandeses desorientados que buscan alojamiento. Ni rastro de la multitud abigarrada y densa de campesinos peleados el resto del año con sus campos o religiosas que se acercan a pedir por los negros de Mozambique o Angola. Sólo la colonización de pakistaníes, indios y árabes que han abierto sus comercios, entorpece el silencio que esperaba encontrar el viajero al llegar a São Bento. Eso le hace sentir incómodo, como si llevara una cadena al cuello y se tratara de una obligación y no un placer recorrer sus calles. Tener un aspecto agotado. Llevarse un cigarrillo a los labios. Acariciarse sin voluptuosidad los cabellos que tiene pegados al cráneo mientras expulsa el humo del tabaco haciendo oes y olvidarse cual ha sido el motivo de su visita.

De no haber estado tan cansado y de haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico que sembraba en los ojos de los demás su semblante; un hombre viejo y cansado que como sacado de una novela de Víctor Hugo o Zola, parecía haber fracasado en su ajetreada vida por causas del destino y regresado al origen del cual había salido mucho tiempo atrás, borrado, desaparecido, bajo una lluvia fría que cae como una tormenta de nieve enterrándolo.