sábado, 11 de septiembre de 2010

Memorias de un Atribulado Licenciado en Derecho (Fragmento)

A continuación un fragmento de mi novela,  que podeis comprar o descargar en :

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Muy a mi pesar tuve de acogerme a la única oferta laboral que hasta entonces me había llegado. Vender los jodidos seguros. Si estaba escrito en algún lugar que yo debía de tener un futuro (algo incierto) alguna vez, tenía primero que amoldarme a la realidad presente, -que no por menos vívida resultaba menos complicada- procurar digerirla y, en la medida de lo posible, no intoxicarme y acabar entubado en una habitación de hospital después de un lavado de estómago. Era de menester pues que mis átomos obedientes, funcionales, rutinarios y espantosamente deprimentes no se alzasen contra el orden preestablecido, se rebelasen y acabasen por manifestarse espontáneamente en un síndrome de auténtica anarquía organizada. Ante todo, mantener la calma, el control. Ser sumiso e inclinar la cerviz.

Mi vida como vendedor de seguros no podía ser menos que una experiencia depresiva. Trabajaba como un burro todo el santo día, corriendo para arriba y para abajo para lograr un sustento que pocas veces servía para algo más que reparar las suelas que desgastaba. Había meses que hasta el remendero me fiaba. Para mi cumpleaños, el zapatero (un buen hombre por otra parte), incluso me regaló un par de botas ortopédicas infantiles azul marino que algún cliente había dejado olvidadas en su tienda. No me fueron de gran ayuda por más que intenté mutilarme los dedos de los pies y masacrarme el empeine contra una pared. Desesperado intenté finalmente venderlas en el mercado negro y entonces me procesaron por contubernio y filibusterismo.

Supongo que no creía ni un ápice en el producto que vendía (craso error en todo aquel que se precie de querer vender), y por ello me congratulaba sobremanera cuando algún pobre bastardo picaba y le endilgaba alguna póliza. A pesar de ello estaba seguro que con mi labor salvaba muchas almas y proveía en cierto modo para las futuras generaciones de sus familias. Tenía un discurso distendido, grato y ameno, acariciaba el verbo rodeándolo de los suficientes recursos técnicos para hacerlo goloso y agradable a los oídos. El conjunto daba idea de que yo sabía mucho, que era un sabio, y que lo que yo les proponía era muy bueno, pero que muy bueno, hasta el punto de que sería un delito no saberlo aprovechar. Bueno, bonito y barato. Era una arenga cuasi perfecta, inclusive a veces, convincente. Además, para los propietarios de aquellas deterioradas mentes con los cuales hablaba, ese florilegio daba la impresión de que me interesaba profundamente por sus vidas y preocupaciones. Algo esencial si quieres vender la moto a alguien. Enmascarar el pensamiento. Parece mentira, pero hay mucha gente carente de afecto, atención y del mínimo calor humano. Yo se lo procuraba. A mi manera. Explotaba sus carencias, sus necesidades, me hacía indispensable para sus corazones poco regalados y finalmente llegaba a las cuentas bancarias. Eran cuentas bajas, humildes, ganadas con sincero esfuerzo mal retribuido, a veces con sudores, lágrimas y muchas horas extras, pero ¡ qué caray !, todavía se les podía sacar el jugo. Poco importaba que fuesen los ahorros para pagar la ortodoncia al hijo o la universidad futura, era dinero, era mi comisión.

Mi clientela la buscaba entre los desarrapados sociales, aquellos despojos humanos que se acumulan en el extrarradio de la ciudad. Personas lo suficientemente atontadas y desprovistas de reacción inmediata -no hay que dejar tiempo para pensar- para ser capaces de creerse toda aquella sarta de mentiras y sandeces y no poder esgrimir argumentos superiores al de los dibujos animados. En aquellos casos en que el candidato parecía dudar, vencía su reticencia entregándoles un bolígrafo con anagrama de la casa madre o un atractivo llavero de alpaca exprimidor de limones italiano que tenía como primera y fundamental virtud la de no desteñir.

Si bien mi septuagésimaquinta intención era la de abrigarles ciertas expectativas de seguridad futura en los años venideros, esto no siempre era bien entendido. Como ya he dicho, muchos eran de endeble entendimiento. No me escuchaban, me lanzaban piedras, me tiraban la suegra para ahuyentarme, o se abarricaban tras las puertas. Tal vez fuese ese el motivo por el cual acabé por dejarlo. Ciertas personas acaban por volverse irascibles. Cierta vez, un gambiano negro como el betún y feo como sólo un desdichado negro puede ser me asaltó en una esquina tras un parterre armado con un cuchillo de cortar jamón y el suplemento dominical del ABC.

- ¿ Gosaste con mi mujer, Domingues ?. Dime, ¡ taba güena la morena eh !. ¡ ta gustao como talas zumbao !, ¡ Vení pa'qui banco susio, niño desaborio, que te voy a dá asuca moreno !. ¡ No t'escape desdichao !. ¡Venaquí decolorao, que te voy a dá bueno!.

Yo obviamente nada tenía que ver ni menos que decir. Estaría borracho o el tipo me habría confundido con un tal Dominguez, una de las dos. Por no decir que ambas. Pero tratar de hacerle ver su error y explicarselo me habría costado Dios y ayuda y creo que finalmente tampoco hubiese sido capaz de entender nada. Adoptar una postura civilizada e inteligente acaba siempre por superarlos. Esos tipos no están hechos para llevar una vida normal, se les puede domesticar, adiestrarlos a fin de que obedezcan órdenes sencillas, (¡come!, ¡bebe!, ¡duerme!), pero poco más; a los que muestran mayor destreza se les puede enseñar a realizar ciertas faenas mecánicas y rutinarias, cosas simples que no requieran mucho esfuerzo ni concentración e incluso con un poco de paciencia algunos han sido capaces de aprenderse su nombre, recordarlo al cabo de tres minutos y repetirlo sin cometer ningún error. Yo incluso llegué a oí hablar de uno que era capaz de orientarse en su propia casa, pero era un caso aislado, poco frecuente. En todo caso, ahora no era el momento más indicado para llevar a cabo una tarea evangelizadora. Además era enorme el puñetero. Pedazo negro. Visto pues que tenía pocas posibilidades de confraternizar y entablar algún tipo de relación civilizada, dudé de la actitud a tomar. Lo intenté, al menos.

- Oiga bien, buen hombre..., me temo que se confunde. Le pido que sea comedido en el ejercicio infausto de su expresión oral y se refiera a mi persona con el debido orden y respeto que la misma se merece. Además recuerde que antepasados míos arriesgaron sus vidas para colonizarlos y llevarles por el buen camino, proveyéndoles de la mínima genética civilizadora a sus apocados genes ancestrales. Si no fuese por ello, sus abuelos todavía estarían colgando de un árbol o devorándose entre ellos. Creo pues, señor negro, que todo ello no sólo es merecedor de un reconocimiento sino que además su educación es harto impropia. Es de menester pues, que se retracte. Además, yo no soy Dominguez, sabe ? . ¡ Ah, y por cierto !..., ¿ podría usted decirme si cuando nació le pusieron sus padres el chip, o tengo que avisar a un veterinario para que se lo ponga ?.

Aproveché el desconcierto generalizado de su mente para poner una cierta distancia entre los dos corriendo alocadamente calle arriba con el mismísimo estilo del más perfecto lagarto alado australiano, cosa que por otra parte denota mi gran capacidad para adaptarme al medio y a todo aquello que devenga como sobrevenido e inesperado. No quería verme envuelto en ninguna trifulca barriobajera y muchísimo menos tener que violentarle al verme obligado a ejercer la fuerza y violencia física sobre él; como hemos dicho, el entendimiento de esos seres subdesarrollados es menguado y sus reacciones cerebrales lentas e inexpertas (son seres básicamente instintivos), por lo cual cuando finalmente reaccionó yo ya estaba a siete kilómetros de allí, evitando así tener que aporrearle y darle el justo merecido que reclamaba.

Libre de la tentación y más descansado, me pregunté si no estaría de más localizar al tal Dominguez y suscribirle una póliza.

(...)

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