sábado, 11 de septiembre de 2010

Paseo Galego

Alcanzó el autobús que le llevaría de Madrid a Aldeia de São Bento en el último momento, y porque el ayudante del conductor no quiso volver a abrir el maletero, tuvo que subir consigo el enorme bulto en el que viajaban sus cosas. Afuera llovía y el viajero se acomodó junto a la ventana para ver caer las gotas sobre los oscuros suburbios y calles que dejaban atrás y el silencio de la noche. El viajero llevaba un grueso abrigo color beige que había comprado seis años atrás de oferta en un Carrefour de Colmenar Viejo y una camisa y pantalón que le guindaban de su cuerpo como dos pesados fantasmas que se han quedado colgados de un ropero. De no haber estado tan cansado y haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico de los demás viajeros que como personajes de Víctor Hugo o Zola, parecían haber fracasado en sus ajetreadas vidas por causas del destino. Llevaba veinte años viviendo en Matalascañas, donde había nacido y tenía cincuenta y tres años. Jamás se había casado y aunque era un hombre tímido al que le gustaba la soledad, había dejado muchos amigos que le recordarían como un buen hombre de los que ya no existen en este mundo. En el interior del autobús hacia calor. Un complicado pero eficiente sistema de calefacción que consistía en unas pequeñas estufas empotradas en cada uno de los apliques de los asientos, irradiaba un aire cálido que empañaba las ventanas en contraste con la humedad de los cristales y el frío que llegaba del exterior y emborronaba el paisaje. El compañero de asiento del viajero, se había dormido hacia un rato y su mera presencia le daba tranquilidad porque parecía un hombre necesitado de compasión y afecto; un hombre viejo y cansado cuyo pasado parecía haber sido dejado de lado mucho tiempo atrás y borrado bajo esa lluvia fría que caía como una tormenta de nieve. El viajero trató de recordar lo que le había dicho su mejor amigo respecto a la gente de la ciudad mientras oía como entraba y salía el aire de la nariz de su vecino. Después trató de leer las predicciones de su signo para Nuevo Año, pero aquello era como montar un rompecabezas con demasiado cielo, y cansado como estaba, no pasó mucho rato antes de que se quedara dormido y sus mejillas adoptaran las marcas de los ribetes de la chaqueta en la que se apoyaba para protegerse de la frialdad del cristal. La carretera era apenas un accidentado sendero de tierra batida que llegado a Navalhermosa dejaba entrever algunas losas de granito y mortero de la antigua vía romana que se había apurado hacia años, jalonada ahora de retazos de brezo y escobera cercana a las estribaciones de la Serra da Estrela. Había dejado de llover pero las nubes aún pendían arriba en las montañas y progresaban hacia la ciudad de Seia en el distrito de Guarda, donde probablemente los viajeros harían un alto en el camino. El autobús rara vez pasaba de la segunda velocidad lo que hacía que avanzaran casi a paso de burro y empatizaran con aquellos campesinos que acarreaban pesos de hortalizas sobre sus hombros y cabezas. En los campos se veían viejas que trajinaban con costales y sacos de grano, y manos de hierba que agrupaban en cubos de metal y niños ancianizados que rastrillaban hileras de patatas y ajos junto a fuegos que dejaban escapar humaredas sin dejar atrás ningún calor. Algunos parecen tan encerrados en sí mismos que no podría afirmarse que sientan las inclemencias del tiempo y de las horas. Como si se tratasen de ciegos, restan impasibles en su eterna oscuridad de falta de niñez sin comprender gran cosa y tratan de apaciguar su existencia ayudando a sus padres y mayores como quien intenta tranquilizar a un perrillo que salta y brinca alrededor porque hace buen tiempo y no quiere parar quieto. Pálidos y escuchimizados, deambulan como si jamás hubieran conocido ningún tipo de ternura y los más pequeños experimentasen el limbo del tiempo libre sólo por su incapacidad de hacer algo útil. Sin una idea, una noción, una conciencia clara de la vida, no se cuestionan su felicidad. Más adelante, y a eso se llama madurar, aprenderán que en el campo los inútiles son siempre engorrosos y que de no tratarse de sus hijos, sus padres actuarían con ellos igual que hacen con las gallinas cuando son improductivas, matándolas porque son enojosas.


Llovía, pero eso le daba igual. Iría caminando a casa de sus hermanos y les daría un gran abrazo a sus pequeños y magníficos sobrinos cuya carne era tan suave y firme como el culo de un bebé. También iría a ver a la vieja señora Naxaviera Boa Morte, a la que apreciaba porque era sencilla y encontraba interesante por motivos que nada tenía que ver con la sencillez y a su amigo Calixto, al que hacía diez meses que no veía. En la calle las casas parecían brillar junto al aire húmedo y las moteadas paredes de ladrillo mal conservadas para no gastar más dinero. Su aspecto tan poco ampuloso y a la vez sincero, daba la impresión de estar relacionado con vidas que no acababan de ir bien y que resultaban inapropiadas para la vida cotidiana.

Una señora ya entrada en años paseaba a su perro forcejeando con el paraguas y la cadena que se le enredaba entre las piernas. El perro, que parecía haber visto esos mismos árboles una y otra vez y su ama, se disponían a cruzar la calle cuando vieron al viajero. Ambos parecían aburridos y el viajero los ignoró. En los bares se anunciaban pollo byriani, korma vegetal, pan naan caliente, chutney de mango verde, salsas de coco rayado, nalai kofta, arroz y verduras al curry, rayta, babotee, masala dhosas, y fritura de calabaza, dhal, padams y galletas de patata y cebolla. El barrio parsi de la ciudad había variado poco desde la última vez que lo había visitado. Fue cuando lo atracaron y lo apuntaron con aquella pistola y tenía tanto miedo que aún hubiera levantado más alto las manos sino las hubiera tenido pegadas a sus muñecas. Ya había pasado mucho tiempo de aquello.

Debajo del puente corrían paralelamente unos diez raíles por los que circulaban los trenes. Unas placas metálicas clavadas a las rejas protectoras avisaban del peligro y prohibían cruzar la vía, tirar basura o tocar los cables eléctricos. Cruzó los raíles y se adentró en el barrio de su familia. Al final del paseo, en un bloque de cemento había pintado el grafiti de un negrito con un enorme pene que sobresalía de un pantalón de montar que blandía una fusta sujeto a un árbol mediante cadenas y argollas. Verlo le disgustó profundamente. Descubrió que tenía pulmones porque de repente se le quedaron vacíos y la melancolía, el spleen, la saudade, la acedia, la búskomorság le asediaron como nunca antes habían hecho. Obsesivo, odiaba la vulgaridad y detestaba la ambigüedad. Adoraba la monotonía y los cambios le resultaban problemáticos. Continuamente tenía que recordar que debía modular su voz al hablar con los demás y esforzarse por compartir los intereses de otras personas so pena que le acusasen de no saber mantener relaciones o preferir aficiones poco corrientes y sostener intereses en que los pequeños rituales habituales se hacían indispensables (tics, balanceos de las sillas o rutinas inflexibles), a la hora por ejemplo de realizar un puzzle o realizar bases de datos sobre películas descatalogadas o construir maquetas de edificios con palillos de dientes. Un candidato perfecto pues para padecer el síndrome de Asperger o cualquier otro desorden neurológico que lo apartase de los otros miembros rebaño de la comunidad. Por ello y por muchas otras razones odiaba los grafiti. Venerados hasta la masturbación, los grafiteros habían inundado las paredes de su ciudad y por eso también los odiaba a ellos. Eran unos seres despreciables. Como los de Barcelona, muchos de ellos estaban subvencionados por el propio ayuntamiento para ensuciar las paredes y monumentos y cobrar después comisiones de empresas de limpieza privadas que subsanaban el daño causado.

Aldeia de São Bento en agosto es una ciudad tranquila. Se puede caminar por sus paseos sin prisas o reposar a la sombra de sus viejas iglesias, arcadas de sus edificios o jardines de la Praça das Flores sin tropezarse apenas con nadie. A lo sumo con algún racimo de españoles de Extremadura descansando en las terrazas de los cafés o dos mochileros americanos que se acercan a uno a preguntar decepcionados porque no se ve el mar, o turistas holandeses desorientados que buscan alojamiento. Ni rastro de la multitud abigarrada y densa de campesinos peleados el resto del año con sus campos o religiosas que se acercan a pedir por los negros de Mozambique o Angola. Sólo la colonización de pakistaníes, indios y árabes que han abierto sus comercios, entorpece el silencio que esperaba encontrar el viajero al llegar a São Bento. Eso le hace sentir incómodo, como si llevara una cadena al cuello y se tratara de una obligación y no un placer recorrer sus calles. Tener un aspecto agotado. Llevarse un cigarrillo a los labios. Acariciarse sin voluptuosidad los cabellos que tiene pegados al cráneo mientras expulsa el humo del tabaco haciendo oes y olvidarse cual ha sido el motivo de su visita.

De no haber estado tan cansado y de haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico que sembraba en los ojos de los demás su semblante; un hombre viejo y cansado que como sacado de una novela de Víctor Hugo o Zola, parecía haber fracasado en su ajetreada vida por causas del destino y regresado al origen del cual había salido mucho tiempo atrás, borrado, desaparecido, bajo una lluvia fría que cae como una tormenta de nieve enterrándolo.

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