Ya había anochecido cuando despertó. Por un momento no supo dónde se encontraba. La cabeza empezó a darle vueltas y a zumbar como un Cd defectuoso saltando de pista en pista. La fiebre continuaba exprimiéndole la piel y el sudor se escurría hasta empaparle las sábanas. La garganta le ardía y parecía tener la lengua seca y más grande de lo habitual, pegada al paladar. Se le veía la cara agria y tensa, como uno de esos personajes de las películas de gánsteres que están atados a una silla con una toalla en la boca. Alargó la mano hacia la mesilla de noche y palpó lentamente su superficie tratando de encontrar el timbre de la luz. Un dolor agudo le atenazaba el hombro y se escurría hasta llegar a los dedos débiles y acalambrados. Es la vida que regresa, pensó. Aguanta el calambre, enciende la luz y comprueba que su vaso de agua aún está lleno, por lo que no tendrá que levantarse a beber aún. Pese a lo suave del movimiento los huesos le crujen como troncos en llamas. Con el agua en la boca, se lleva unas pastillas a la boca y se las toma sin pensárselo dos veces. Agua, comidas y medicinas que pondrán fin a la enfermedad. Había tenido una pesadilla y estaba bastante bebido, pero se notaba que estaba más que acostumbrado; borracho como si hiciese semanas que viviese amorrado a la botella y hubiera substituido las comidas por el alcohol. Tenía los ojos rojos e inflamados y parecía que para seguir emborrachándose hubiera dejado también de dormir; cualquiera que hubiera visto esos ojos habría pensado que se trataba de un psicópata o alguien que se puede volver loco en cualquier momento y luego convencerse de que es inocente porque él mismo se cae muy bien. Le acostumbraba a pasar desde la operación de lobotomía transorbital que había afrontado para combatir la esquizofrenia que le había afectado desde la infancia. La intervención, hecha sin anestesia, pero bajo sedación por descargas eléctricas, consistía en martillear con un pica hielo o piqueta en un espacio cercano al lacrimal hasta cortar algunas fibras nerviosas que hicieran de conexión entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. El resultado no fue el esperado y las migrañas continuaron como una prolongación más de esa esquizofrenia que sólo conseguiría atajar medianamente a partir de los años 90 con medicamentos antipsicóticos como Clorazil, Risperdal o Abilify. Al otro lado de los cristales el paisaje aparecía desvaído y sin profundidad. Vio automóviles aparcados y un poco más lejos la luz de una farola que arrancaba destellos turbios toscamente granulares en las partes mojadas del pavimento. N. encendió un cigarrillo y aguzó el oído como si las yemas de sus dedos pudieran escuchar las vibraciones de la noche. Suspiró y miró hacia el cielo observando el infinito que se extendía frente a él. Un infinito que le sugería que tomase menos medicamentos y llevase una vida más sana. Un infinito al que había estado merodeando durante mucho tiempo y observando con reverencia como se hace con un líder al que se teme. Abre la ventana y arroja los restos del cigarrillo que, impulsado por los dedos, planea en un vuelo rasante hasta caer a los pies de un mendigo. El hombre se detiene bruscamente, le da un puntapié como si se tratara de un animal muerto y sigue su camino. De algún modo esta acción le evoca su futuro, que se desintegra y esfuma al igual que el humo del cigarrillo para reintegrarse en el silencio y oscuridad de la noche. Casi puede recordar aquellos instantes de euforia primitiva en los que las cosas le iban mejor y la vida le sonreía, en los que los años transcurridos no eran un ennegrecido rincón del pasado, ni tan siquiera una enorme bola de vacío sino un espacio que le indicaba que no se estaba muriendo cada día. Ahora es demasiado tarde y apenas percibe sus emociones reptando a través de los nervios y deslizándose sobre la opaca magnitud de su tragedia; la insalubre lentitud de la decrepitud –le gustaría que la decadencia fuese un proceso más rápido y menos contemplativo- se extiende como una mancha de vértigo encharcando su cabeza, la suerte de azares crueles que han ido acumulándose en su cara y corroyendo su cuerpo. Las estrellas flotan ante él suspendidas como una hormona femenina que busca su gameto. Es una noche oscura que registra la exageración de la noche en su sentido estético negativo. La sensación de fatiga y aburrimiento dan lugar a esa actitud que durante tantos años ha hecho de su vida una realidad desenfocada; se deja atrapar por la duda, el hastío y el desencanto. Su matrimonio, su trabajo perdido, la crispación de su cuerpo en forma de dragón de cuento contribuyen a su introspección. Las miradas de rechazo que percibe a su alrededor no hacen más que acentuar el borroso espectro y deterioro de la persona que algún día había sido. Duda de la existencia de cualquier felicidad, tildándola de engañosa y efímera o medio para salir adelante cuando se construye encima de la desgracia de los demás.
Preferiría ocultarse a los ojos de los demás que librarse a esos agudos momentos de inexistencia y descalabro. Por eso escribe. Para anotar esos momentos que le hielan la sangre en los que cree reconocerse por su fracaso. El asco, la culpa, el horror y la desesperación lo sobrecogen entonces y el universo entero le parece manchado para siempre con su vergüenza. Guarda sus escritos junto a los montoncitos de lapiceros y bolígrafos usados hasta la rotura de la mina o la consunción de la carga en un armario con dos cerraduras. Los pliegos amarillentos y abarquillados en las puntas, a despecho de los rasponazos y garabatos y borrones, lucen ordenados firmemente por un balduque y tramilla de estambre. El mes anterior cumplió sesenta y dos años y lo celebró comprándole a una puta su ración de cariño. Conducta que no estuvo motivada por ninguna razón sensual, sino por el odio desmesurado y gélido que siente por su propia vida. A una chica de dieciocho o más años no le cuesta nada dar a entender a un hombre de la edad de N. que chochea, y la relación acabó mal. Comprobar una y otra vez que cada una de las escenas por las que discurre no es más que una pesadilla, ignorando todo lo que acecha en los rincones oscuros de su ser, no es más que una zanja profunda en la que se ahoga. Y entonces, ¿si tanto odia su vida, por qué no se suicida? ¿Es qué acaso es un cobarde? Hemos de pensar qué no. Y es que al igual que aquellos gobiernos occidentales incapaces de prever el peligro del avance chino y musulmán, N. practica la política del avestruz. En ambos casos, la falta de energía en las acciones y la insuficiente lucidez para juzgar la gravedad de tales pormenores no presupone ninguna licencia poética alguna o voluntad consciente o mecanismo asociativo autónomo de su fuero interno llamando al desastre, sino más bien una carencia o apatía de su ánimo en la que el amor propio o entereza, avezado a una repetición puntual de los mismo actos durante muchos años ha acabado por convertirse en una caricatura de sí misma. Hubo un tiempo en el que aún tenía ganas de luchar, en que pensó padecer hidrargirismo o micromercurialismo, es decir, intoxicación del organismo por mercurio. Acudió a médicos pero éstos no quisieron darle la razón. Se retiró las tres amalgamas de los dientes que él consideraba causantes de su mal y se automedicó con quelantes, unos desintoxicantes específicos antagonistas de los metales pesados, y suplementos minerales y vitamínicos variados para reparar sus órganos –ahora lo sabe, falsamente- dañados. La fatiga crónica, fibromilagias y sus disfunciones intestinales continuaron. Invirtió capital en una empresa ortodontista dedicada a la fabricación de cerámicas y policerámicas libres de metal (ionómeros de vidrio sin bisfenol-A) y componentes resinosos y tras quebrar ésta, acabó por arruinarse al demandar infructuosamente a su dentista. De entonces data su gesto característico dirigido a un hipotético público, de sacar el labio inferior y poner ese perfil que se suele atribuir a la altivez de los Habsburgo en la historia y los cuadros. Difícil saber qué piensa ahora que la fatalidad lo ha traspuesto. Acaso un crudo remordimiento por ser como es o no ser otra persona. Imposible leer en su rostro, lívido como el de los ángeles y en el que no se distingue ningún rasgo humano no contaminado por el dolor o la desazón que caracteriza el semblante de los santos de las iglesias. Todo a su alrededor exuda silencio. No existe perfume que pueda ocultar su humillación. El claroscuro de las cúpulas y frontispicios de los edificios que le rodean bien podrían transfigurarse en fantasmas a tenor de las lágrimas de constricción que parecen sobrecoger sus labios. Un espacio claustrofóbico, angustiante y sofocante, lo que Sartre llamaría huis clos, y que desapacible e ingrato juzga, condena, solidifica y eterniza la existencia. Consigue hilar alguna letanía, rezo o plegaria; una insinuación trémula o palpitar que lo anima a conmoverse en un silabar ininteligible e inaudible. Abre una ventana. Los ruidos que irradia la calle le pesan: el de un camión de basuras, el tronar del tubo de escape de una motocicleta o cualquier otro que por inercia se cuelgue de las sábanas de sus oídos. Hiperacusia. La turbación es demasiado intensa. No puede dormir y el nerviosismo parece cobrarle por ello. En los últimos veintidós años ha pasado demasiado tiempo en aquel cuarto que huele a resina y a tabaco, por lo que es capaz de cerrar los ojos, olerlo y visualizar cada rincón como si lo hiciera con los ojos abiertos: un viejo zapatero junto a una butaca de piel marrón ajada, una librería abarrotada de libros, revistas y otros objetos estúpidos de decoración, un escritorio que, heredado de su madre, es demasiado grande para la habitación que hace servir para el ordenador y una reproducción de La ronda de noche de Rembrandt. N. mantiene una extraña relación con aquel cuadro. Desde hace años en los marcos de madera de las ventanas coloca post-it con reflexiones que le vienen a la cabeza en cualquier momento en que no los puede apuntar en su diario. La última tiene relación precisamente con dicha pintura. Aunque el título de La ronda de noche está históricamente consolidado, su nombre original fue La compañía del Capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willen van Ruytenburg. El cuadro fue llamado posteriormente en el siglo XIX Patrouille de Nuit, es decir, Patrulla de noche por la crítica francesa, y Night Watch (Ronda nocturna) por Sir Joshua Reynolds (uno de los más importantes e influyentes pintores ingleses del siglo XVIII) y de ahí el nombre por el que se le conoce popularmente. El origen de este título surge de una equivocación de interpretación, debida a que, en esa época, el cuadro estaba tan deteriorado y oscurecido por la oxidación del barniz y la suciedad acumulada, que sus figuras eran casi indistinguibles, y parecía una escena nocturna. Después de su restauración en 1947 se descubrió que el título no se ajustaba a la realidad, ya que la acción no se desarrolla de noche sino de día, en el interior de un portalón en penumbra al que llega un potente rayo de luz que ilumina intensamente a los personajes que intervienen en la composición. Tampoco es una ronda de noche pues los personajes son milicianos civiles bajo las órdenes de un aristócrata y no se entendería en ella la aparición de una niña, personaje clave en el cuadro, por ser el único femenino y servir de foco de luz. La figura, que no se encuentra en penumbra, parece un espectro que poco tiene que ver con el resto de personajes y por esta inusual cualidad, muchos críticos ven en ella un retrato de Saskia van Uylenburgh, primera esposa del pintor, que murió prematuramente en el año en que fue pintado el lienzo, posiblemente de tuberculosis. Es posible que la boca fruncida de la retratada encierre algo más que una mueca de desprecio que añadir al cofre de las nuevas dosis de resignación, en una suma ya incalculable, de la mujer.
En otra época menos sofisticada también él estuvo casado con una mujer de rostro azorado por la timidez; se llamaba C. y su cabeza rubia contrastaba con la vedija negra de unos sobacos mal rasurados que prometían la revelación de un secreto más valioso. Una muchacha ausente muchas veces por cuestiones de trabajo y cuya delicadeza con él sólo podía ser una burla. Hubo un tiempo en que apenas se vieron las caras, como si estuvieran a solas o eludieran un espejo incómodo; se espiaban a hurtadillas con gestos sincronizados de antemano abandonándose a la inercia acumulada durante tantos años en que cualquier palabra, beso o abrazo mecía en una tierra arenosa bajo la cual la muerte tendía la mano. Hoy éste recuerdo y otros le inundan dando la impresión de ser animales carroñeros que se alimentan en un mar de cicatrices. Si bien aún hay fotos de ella en la casa, hay pocas de él porque no parece lo suficientemente interesante fotografiar a alguien cuya imagen va a dejar algo incompleto en el papel o cuando menos, no es lo suficientemente interesante para fijar su imagen en ese papel. Se llamaba Odette, como la mayoría de las putas literarias que nos recuerdan a Proust y a las mujeres desnudas pintadas por Picasso, Freud o Bacon, y aunque han pasado los años, no la ha olvidado. Una mujer con impermeable y paraguas camina por la acera con una especie de capa y sombrero muy elegante; no parece que vaya a ningún sitio, sino a pasear. No es tampoco ninguna estudiante de las que estoy acostumbrado a ver por los alrededores porque éstas no llevan gorros ni impermeables, ni paraguas; van a pelo y se mojan y así se lavan una suciedad que pide a gritos una limpieza; cree reconocerla, tal es su obsesión con su ex mujer. Todos quieren enviarlo al hospital, al hospicio o a la morgue. Ponerlo fuera de circulación, como si no sirviera y no fuera nada útil su experiencia o por ser el más viejo no tuviera valor. Sacárselo de encima. Pensar en los demás le remuerde las tripas, le torna la baba amarga y purulenta y produce un vómito sanguinolento. Está sudando y la boca le sabe a podrido, a vino fermentado inflado, cachetón y prieto; ergástulos digestivos que parecen rezumar como si de cloacas se trataran. El apartamento es pequeño y está mal ventilado. Parecía que se hubiese mudado allí la tarde interior porque todo estaba ordenado en cajas y no había ninguna otra fotografía que las ya conocidas de C. ni objeto personal a la vista. N. se estaba haciendo demasiado viejo como para enfrentarse a ello cada vez que regresaba a casa y acostumbraba a beber después. Cualquiera que lo viera hubiera pensado que estaba deprimido. Frente a un sofá verde oscuro había una mesita baja con una botella de vino medio llena, dos botellas vacías de agua con gas y un cenicero lleno de colillas y fósforos. Podría tratarse de una habitación de hotel alquilada para una reunión, conversar o tomarse unas copas y darse un revolcón. Las cajas de cartón se habían convertido en una costumbre para él, casi en los peldaños que mantenían vivo su eje; el por qué, no lo sabemos; tal vez tan sólo fuese una simple gentileza de su parte; hay gente así que a veces se molesta de causar tantas molestias. Probablemente también lo había hecho ya tantas veces y con tanta frecuencia que ya se había convertido en algo natural y automático en su vida. Hay gente así, gente que esté donde esté jamás parecen encontrarse a gusto en ningún lugar y menos en su hogar. Volvió a llenarse hasta arriba el vaso de whisky y le dio un gran sorbo. Un ruido sordo escapó de su estómago, la acidez o anticipando el placer que debería sentir su úlcera, el ardor del líquido que baja una escalera claveteada. Bebía alcohol en abundancia, terco en su soledad de faro inútil y lascivo entre la bruma de dos matrimonios fallidos. La tripa de N. emitió un pavoroso ruido de desagüe que se desatasca. En el cuarto de baño el desorden es peor que en el comedor: la cadena no funciona y la cisterna pierde agua. El papel higiénico se ha mojado y está inservible. Hay un repugnante olor a cerveza, bilis y a sangre que recuerda la de los tampones usados; hay también manchas claroscuras en las baldosas, seguramente debido a la florescencia de los hongos y las bacterias. El suelo también está mojado; ¿agua, orina, esperma? Limpiar sería una buena idea. Abre la canilla del lavabo pero el agua se niega a salir. Borracho y tambaleante como está, parece reproducir una antigua danza sioux para invocarla, pero sin resultados aparentes más alla de unas malhumoradas gotas barrosas acompañadas de ventosidades de las tuberías y estertores de las cañerías. Trata de orinar, pero un dolor agudo le obliga a interrumpir el chorro cuando una ventosidad le circula cerca del páncreas. El dolor es como el filo de una navaja que le rasgara el riñón; una importante blenorragia o chaude-pisse como dicen los franceses motivada tal vez por una piedra o inflamación endémica del conducto de la orina que le jode desde hace tiempo. Los segundos se dilatan sudorosos mientras sufre. Es un dolor caústico y despacioso como si fuera de paseo, y que luego se acelera y arrincona el uréter contra la pared. Afortunadamente a partir del cuarto o quinto alfilerazo el dolor no se recrudece sino que amaina, dejando una sensación de carraspera uro-genital parecida a la arenilla.
Cuando despertó llovía como si jamás hubiera llovido. El agua explotaba contra las ventanas y corría a chorros hasta estancarse en las aceras. La gente pasaba apuros con los paraguas y había llovido tanto que las alcantarillas estaban tupidas con todo tipo de basura y las ratas que flotaban como los patos sobre los estanques. Con menos de un metro de desnivel, muchas zonas habían quedado anegadas. El agua brotaba de las cloacas y fluía a través de las grietas del suelo arrastrando todo cuanto encontraba a su paso. Algunos estudiantes universitarios, parados y forzudos que calzaban botas de goma que les llegaban hasta la rodilla, cargaban con niños pequeños y ancianos, cruzándoles entre las dos orillas de una misma calle. Con treinta siglos de distancia, parecen encarnar a Eneas cargando a hombros a su padre Anquises para ponerlo a salvo al huir de Troya en llamas. Los más molestos y tontos entorpecían las aceras con su modo de caminar pausado y desprovisto de energía, consumiendo el aire y observando a la gente como si ya hubiesen llegado a su destino y no tuvieran nada más qué hacer. Parecen llevar en su interior una voz de estulticia que provoca sacudirles. Alcorques y arrugias se han convertido en un perenne barrizal donde un mojado ganado humano naufraga dócil y sumiso para evitar las aviesas miradas de los demás. Algunos proclaman la actitud de acecho de aquel que espera sacar alguna ventaja de la desgracia ajena, un magreo, un toqueteo o la sisa de una cartera, sombrero o paraguas. Los arboles ofrecen una imagen fantástica. De sus ramas las hojas cuelgan como si se trataran de algas a las que les hubiesen crecido largas melenas. El cielo, de un negro infisurado parece querer desplomarse. Echó un vistazo al inundado patio del colegio que hacía esquina y que lucía como un gran lago en el que no tardarían en aflorar los animales acuáticos como los renacuajos, sanguijuelas y los caballitos del diablo y las distintas variedades de cíclopes, caracoles y platelmintos. Sin duda hoy no habría clase; eso si conseguían hacerse entender con un cartel en la puerta de entrada. En ocasiones había coincidido con las profesoras de aquel colegio y había constatado lo incapaces que eran de pronunciar ni una sola frase en castellano y no digamos en catalán, sin cometer un montón de errores y sonreír por su desfachatez. Los alumnos que no sabían leer, seguían sin aprender y ellas continuaban enseñando las mismas cosas una y otra vez y se negaban a mirarte a los ojos. Algunos alumnos habían repetido tantas veces que eran casi tan altos como ellas y de hecho, el colegio se había convertido en una jaula donde crecer. El patio del colegio estaba dividido en vecindarios: árabes, sudamericanos, chinos, jugadores de fútbol o baloncesto y homosexuales que jugaban con las niñas a muñecas y saltaban a la comba y que no iban al servicio en todo el día, pues hasta tal punto tenían miedo y vivían en su mundo, que tenían que ir juntos y no se lo permitían. Los chicos blancos buscaban acomodo donde pudieran y vivían en tal soledad y temor que incluso tenían su propio código consignado en palabras tan difíciles de aprender como cualquier otra cosa que enseñaran en el colegio. Deambulan pegados a las paredes, casi pidiendo excusas por respirar, moverse o vivir; intentando hacerse pequeños o hacerse perdonar; excusándose. Conoce alguno de ellos y se contentan con no molestar a nadie y vivir apartados de los otros niños. De un callejón oscuro salieron una fila de veinte o treinta chinos en silencio con latas y bocadillos en unas bolsitas blancas sujetas a las muñecas y la cara seria; y al cabo de cinco minutos o seis minutos, no más, otros tantos chinos salieron y siguieron a los anteriores camino de unos autobuses que los esperaban para llevarlos a trabajar a alguna parte. La cafetera empieza a sonar en la cocina. El aire que sale de la espita zumba formando un hirviente tiro de vapor que tras condensarse en el extractor vuelve a gotear en el quemador. Es agradable el olor del café. Después de muchos años ha acabado por gustarle. Antes tomaba té. Té rojo y té verde. Ahora ya no. Prefiere el café, solo y muy caliente. La suya es una cafetera vieja, de las antiguas, hecha de hierro y que ha empezado a envejecer al igual que muchos objetos de la casa. El café se escapa por las juntas de la cafetera en espumosos y silbantes flemas de diferentes tamaños que caen sobre la espita del fogón apagándolo. La mesa de la cocina, atornillada a la pared y protegida por un mantel, está sin recoger y grasienta; una muerte lenta y torturada de la limpieza que parece en contacto con el más allá. La cocina es su lugar preferido de la casa. No es muy amplia pero está medianamente ordenada. Platos, tazas y cubiertos están colocados sin ninguna simetría en los cajones, pero en orden y el resto de enseres, sobretodo, los más usuales, están al alcance de la mano; unos en el estante inferior de la alacena y aquellos que ya no sirven o que estaban sólo de adorno relegados a lo más alto. En un rincón, la televisión seguía encendida desde la noche anterior. Pasaban una película lo suficientemente antigua como para no dudar de sus méritos pero que no consiguió reclamar su atención porque no había desnudos ni había sexo. Tras su breve desayuno, entró en el baño, abrió el agua caliente de la ducha y dejó que cayera abundante sobre sus hombros, la nuca y la espalda. La dejó correr hasta relajarse y ver crecer un grueso paño de vapor que empañó los cristales y espejos del cuarto de baño y después se masturbó. Antes de salir acostumbraba a mirarse en el espejo del salón y reconocer esa cara amiga que aunque estuviera envejeciendo un poco y no pudiera dejar de fijarse en las entradas y las canas que le salían a los lados, le saludaba a veces como un extraño. La falta de expresividad del rostro, los cambios en el color de la piel o la dilatación o contracción de la pupila, efectos secundarios de la clorpromazina, la falta de ideales, principios, dogmas o filosofías, auténticas piedras de toque con la realidad o razones que deberían mantenerle con los pies en el suelo se desvanecían cada mañana como mofándose de él cuando se contemplaba en ese espejo que parecía deformarle a sus ojos como aquellos otros de las atracciones de feria que dan una imagen distorsionada de uno mismo. Hoy especialmente le perturbaba que sus ojos parecieran artificiales, como si tuviera dentro millones de dispositivos LED que pudieran dibujar formas a su antojo. Ojos psicodélicos desconcertados como fabricados con los materiales baratos de un sol anieblado cuyos rayos pudieran quedar convertidos en una mera posibilidad de la transmisión de datos a través de un cable eléctrico. Su sonrisa, falsa, hipócrita, engendra horrores. Una voz demasiado chillona que aspiraba inútilmente a resultar mundana y la personalidad de alguien cuyo destino es que no lo conozcan jamás acompañan a una indulgencia que linda con el aburrimiento. Los pocos amigos que no ha querido volver a ver en la vida no son por completo insolidarios con el fracaso que desde hace años ven venir. N. lleva consigo la alteración y la ruptura antes de que se produzca cualquier ocasión que de pie al resentimiento, agravio o descontento. Poca gente quiere relacionarse con él, alguien esquivo y malhumorado que, por añadidura, es un poco demodé y cuyo sentido del humor es tan ambiguo que incluso sus propias chanzas le resultan aburridas e incómodas. Su torpeza y falta de interés por la vida son sin duda no estudiadas, pero resultan tan útiles como una trampa para conformar su manera de ser, de tal modo que cada ocasión se convierta es una oportunidad de quedar mal y de caer en la ridiculez de no querer recibir consejo alguno. Tampoco ayuda su manera de hablar o comunicarse con los demás, utilizando frases muy largas, con muchas cláusulas subordinadas por el uso de los modos subjuntivos y condicional, las exclamaciones e interjecciones, las citas, las alusiones y metáforas. Al ser un hombre poco hablador y no tener tampoco con quien hablar, las palabras se acumulan, noche tras noche, día tras día, en su memoria, como sueños que conservados artificialmente, deban ser recordados en algún momento. Podría decirse que el alcohol tiene para él los mismos efectos que el tiopentato de sodio o suero de la verdad. Lo relaja, lo seda y suelta la labia pareciendo mejorar la fluidez de respuesta en relación con los demás. La inhibición que se produce en él es similar a la relajación muscular que produce el bromuro de pancuronio en la intubación endotraqueal o la respiración asistida; en esos momentos sus palabras dejan de tener sentido, se hacen procelosas, oscuras y difícilmente accesibles a los demás por cuanto el significado que él les atribuye en muchas ocasiones se refiere a otras y no a las que designan realmente; las palabras entonces vagan día y noche sin descanso como si se escurrieran de su propia piel y cayeran al vacio. Sólo él las reconoce. Les da de comer como quien alimenta a un animal salvaje que sabe que ha sido borrado de la realidad hasta hacerse daño; observa cómo se pelean por cada bocanada de aire entre las hojas pardas y viscosas de los pensamientos como si se trataran de moscas molestas provocándole una sensación de quemazón. No tienen sentido y dirá alguien que farfulla o se mueve entre el aire espeso de la tontería; que su razón es un criado a sueldo de la locura y la estulticia lo oprime. Se sabe caótico, desesperado como un hombre que ha hecho la guerra y regresa a casa vestido con los harapos del uniforme del ejército vencido, los brazos despellejados y los pies inflados. Volvió a atusarse el pelo ante el espejo con una especie de amargura en la que iba a verterse el caudal de una vida tan larga como solitaria en la que ya había eliminado la esperanza. Oyó refunfuñar la maquinaria del ascensor y contempló aquellos esfuerzos de las poleas, contrapesos, válvulas paracaídas instantáneas y limitadores de velocidad cada vez menos ágiles, en su lento arrastre como también un reflejo de algo propio e íntimo que también le pertenecía. Chirriaron los goznes de la puerta al entrar y lo saludaron los degüellos de la oscuridad sin bombilla del interior del camarín; el horror pavoroso de la caída por el hueco tubular como un muñeco olvidado embadurnado de hollín, polvo y grasa; la defenestración rápida como si lo hubiera empujado una fuerza incalculable o perseguido un acoso inimaginable. Aquella precipitación suya como un sueño profundo inquieto en que se creía volar fue rápida y eficaz. Nadie lo escucho en su yerro.
Su cuerpo estaba entumecido y el aire frío y húmedo calaba en su estómago como una larga y desierta calle empapada por la lluvia. El cielo estaba muy oscuro. A su alrededor cables y vigas como los raíles de un tranvía. Un rastro labrado de bragas, jarcias, maromas, fustes y durmientes salpicado por débiles círculos de luz y junglas de tela de araña pegados a las cantoneras y rincones abandonados. El cubículo parecía una ciudad en tiempo de guerra de interminables tramos oscuros. Al abrigo de los innumerables desechos acumulados con los años, percibió su cuerpo de un modo tan diferente como lo son el cielo y la tierra. Las articulaciones pinzadas creían no encontrar su destino hacía aquellos miembros desmadejados que comenzaban a dar alaridos. Rodillas, goznes y artejos que parecían debatirse entre la vida y la muerte, a punto de partirse. La fiebre le empapaba la ropa y escocía el espinazo. Agarrotado, no podía dejar de temblar y percibir que el corazón se le helaba. Percibía la lengua fría y dura como un bloque de hielo; un triste apéndice que se estacionaba exhausto en el interior de la boca como si hubiera ingerido una pastilla para dormir; acartonada e insensible, incapaz de articular cualquier sonido, más cuando en su cuello parecen anidar no cuerdas vocales sino estambres de esparto. Los temblores de N. se hicieron más violentos y la temperatura de su cuerpo descendió a niveles peligrosos. Sobre su cabeza, el ondulado techo del ascensor vibraba como si el aire, la lluvia o el viento lo empujaran hacia un vaivén frágil y ligero de filamentos, sirgas o hilos que lo mantuvieran sujeto aún al andamiaje. Mareado, respiraba a bocanadas cada vez más cortas, leves y costosas, como si fuera consciente de que debía concentrar todas sus fuerzas en hacerlo y pedir ayuda, pero no le quedara voluntad. El frío, la sangre o cualquier otro humor –no lo sabía bien- escapaba de su cuerpo como si se tratara del agua de un vaso roto. Se sintió desfallecer y el tiempo se detuvo no sabe cuánto tiempo. Lo despertó un aro de luz y su consciencia se iluminó con un abrir de ojos despacioso que le hizo sentir débil e inseguro. Le faltaban las fuerzas pero no deliraba. Estaba seco y tranquilo. Descansado como si recién hubiera despertado de un largo sueño inducido por el propofol o sevofluorano. A su alrededor olía a alcanfor y flores secas y se respiraba una gran tranquilidad. La mano de alguien le acarició la mejilla y una voz susurrante y reconfortante le susurró: Te has recuperado. Estaba muy preocupada. Su corazón se heló. Aquella voz…El corazón le volvió a latir con rapidez. Pese a ello, le envolvía una gran paz interior, una gran beatitud que casi parecía casi irreal y sobrehumana. Estaba aturdido. ¿Dónde estoy?, ¿qué ha pasado? –preguntó ¿Quién era esa mujer?, ¿a quién pertenecía aquella voz? –Esta es mi casa, hijo – respondió la mujer mientras le tocaba con su suave mano la frente. –Ahora eres mi huésped. N. se giró hacia su anfitriona pero no pudo ver su rostro ni tampoco distinguir sus hombros, cabeza u otras partes de su cuerpo. La penumbra lo empapaba todo. La mano se retiró pero la voz volvió a recuperar su fuerza y le dijo: - Me asustaste mucho. Temí que murieras antes de que llegara yo. N. subió un poco el bozo de la manta porque percibió que la temperatura había bajado y sentía frío. Bajo la manta, que no era tal sino una mortaja, estaba desnudo y despedía un aroma a bálsamo medicinal. Trató de descifrar entre la oscuridad a la mujer pero cualquier atisbo se perdió por cuanto cualquier intento venía perturbado por una extraña y maravillosa ilusión que se evocaba frente a sus ojos de modo sobrenatural. Recordó aquella ensoñación que dejó escrita una noche en su diario Rembrandt según la cual, su esposa, Saskia van Uylenburgh, la misma que aparece retratada en su cuadro La ronda de noche, vino a aparecérsele cuando estaba él a punto de morir. Un rostro hermoso de amables ojos y labios lo miraba. De repente, algo monstruoso y violento vino a apuñalar el silencio y el presentimiento de peligro se hizo más palpable. Tenía la boca seca y la garganta contraída; la sangre ronca. Jadeaba, sudaba y percibió que la mano que lo abarcaba se lo llevaba. Que bajaba unas duras y húmedas escaleras por un largo y estrecho corredor que cuánto más descendía más lóbrega, tenebrosa y sombría hacía la oscuridad. Allí, dondequiera que estuvieran hacía más frío, mucho más frío; un gélido, extraño, y translúcido frío de pecio abandonado; abandonado y fundido con cemento amoratado y helado. Percibía caminar contra un viento glacial, álgido e imperturbable en un silencio mortal acompañado por aquella mano en un trascurrir de ruta de escape que parecía interminable. Finalmente, tras mucho andar por aquel crudo y oscuro pasadizo, a lo lejos, se vieron unos suaves y eléctricos resplandores. Unas flechas de fuego y reverberaciones capaces de abrir los cielos como destellos de artillería que le oscurecieron la visión y le nublaron el pensamiento. Apartados de los tópicos deprimentes que dicen lo que nos espera antes de morir, los focos de colores se abrieron camino en él cual una peregrinación disparatada de viejas experiencias y lejanos y agradables recuerdos que, recuperados repentinamente, le llenaron de un sereno bienestar. De repente algo ardiente y punzante se abrió camino en él. No era un dolor, no era un malestar ni tan siquiera una congoja o un sentimiento que le inspirase una crispación. Más bien se trató de un ejercicio de piezas que dejaban de encajar para despojarle de su carga humana y reconvertirse en otras más ligeras guarnecidas de otra materia y provistas de otra concepción. Como si la mujer lo supiera, lo acogió en su seno como un niño pequeño y con una gran lengua de fuego más propia de un dragón lo abrazaba. Notó que de su interior irradiaba un gran calor y que se transfiguraba en otra condición –creía él que ya no humana- que le procuraba una ligereza de ánimo y seguridad -no sabe si material o inmaterial-, que suponía un más que aceptable retrato de la felicidad. Aguardó con expectación lo que podía suceder después de que aquella delicada mano femenina soltara la suya e impeliera a correr hacia la una multitud de personas y seres queridos y otros no tan queridos que un día creyó no volver a ver. Una muchedumbre infinitesimal de mujeres y hombres adultos y criaturas de diversas edades y condiciones; todos con caras alegres de haber pasado el peligro le salieron a recibir con muestras de gran alegría y jolgorio. Sorprendida pues la Muerte por cuanto aún no era tiempo de encontrarse, renunció –al menos hasta que llegase otro momento- al cuerpo de N, que abandonado a los cuidados de unas máquinas que aún lo mantenían con vida, despertaba de un largo coma. Y a primer golpe de vista, examinando a aquellos recién llegados–médicos, doctores y personal sanitario variado- que incrédulos asisten a su largo ritornello o resucitar, realiza un oscuro proceso de selección cuya lógica se le escapa-deben ser los barbitúricos o los sedantes los que le aturden-, que abriendo aquel cuaderno que lo acompaña siempre, deba romper a escribir, alternando miradas sobre la víctima puntual de sus excentricidades que él creía ser la nueva y mejor persona que a partir de hoy, piensa él, va a ser.
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