sábado, 15 de noviembre de 2008

Hermandad

Víctor es un buen hombre. Pero su mujer Isabel, es una pécora y sabe lo que se trae entre manos, por eso se casó, (cazó, diría yo), con Víctor, que es mi hermano.
Él e Isabel tienen dos niños pequeños, de seis y cuatro años de edad. Estamos los cinco de vacaciones y nos lo pasamos muy bien. Me gustaría que Isabel no estuviese con nosotros, que estuviese lejos, perdida, o que jamás la hubiese conocido, ni Víctor tampoco. Es una sanguijuela de su corazón, todo fachada, más falsa que un duro de cuatro pesetas. No me gusta.
La playa donde estamos es muy bonita, casi salvaje. Pero Isabel es una mancha en mi felicidad, me gustaría que no existiese, que no estuviese aquí. Muerta no, que no hubiese nacido sí, no quiero que haya tenido ningún placer, no quiero que haya vivido, pero eso es imposible ya. Basta que piense en ella para que no me lo pase tan bien como me lo paso cuando no pienso en ella. Pero ahora no quiero hablar más de ella, no se merece que le dé más importancia, es una bicha infecta.
El acceso a la playa es muy accidentado, tortuoso a ratos, pero todo eso hace que ese pequeño rincón se mantenga casi desconocido para la gran mayoría de veraneantes. Un paraíso que se ha escapado al bullicio y al gentío estridente de las almas insensibles. El agua es tranquila, sosegada y limpia, casi transparente; de delicado declive, la orilla se va sumergiendo poco a poco mar adentro, sin estridencias y con toda la pausa para que se pueda disfrutar del agua sin uno alejarse demasiado de la costa. He de vigilar a los niños.
Éste es un rincón sólo conocido por algunos practicantes del buceo e inmersión, y algunas familias de pescadores o navegantes que por lo escarpado de su acceso prefieren llegar por mar. Arrecifes de corales y bancos de peces, diminutos y mayores se solazan en calma por allí, sin premuras ni amenazas de bañistas salpicadores y vocingleros. La arena es blanca, bañada tímidamente por las olas que van a morir allá, nuestros pasos se dibujan sobre ella para pronto desaparecer arrastradas nuestras huellas por el incontinente ir y venir del mar. Los niños y yo nos divertimos observando como la tierra mojada, esculpida en forma de prominentes castillos húmedos de recebo acaba por ser engullida por los embates pacientes del cabrilleo de la marejada. Caracolillos y ermitaños sorprenden nuestros devaneos juguetones afanándose en cubrir los huecos abiertos de sus moradas por el oleaje, con las prisas diligentes de los buenos hacedores que rentabilizan su esfuerzo al máximo. Estrellas de mar y pequeños bivalvos enterrados en la arena, se apresuran a esconderse de nuevo tan pronto son descubiertos por nuestros juegos traviesos de aventura e inspección con palas y cubos de plástico. Una suave brisa que sopla de poniente sumerge nuestras conciencias en la imaginación de lejanas islas tropicales a donde hemos ido a parar tras cruentas luchas sostenidas con feroces corsarios que nos han acechado durante el camino. La fantasía se dispara sola en un lugar como ese; rodeada de los hijos de Víctor, yo también soy una niña en esos momentos. Rejuvenezco los edenes perdidos de la niñez donde todo era fácil, y donde el simple hecho de vivir era sólo eso, vivir, sorprenderse a cada rato bajo nuevas experiencias que te enriquecían y te maravillaban mientras te hacías mayor. No hay casi nadie en la playa, sólo nosotros; Víctor e Isabel se han ido a navegar, lejos, a sumergirse en las quietas aguas y buscar los paraísos perdidos que aquí en la tierra hemos olvidado ya. Nuestros cuerpos, el de los niños y el mío reposan, luego de la diversión, cansados, fatigados, sobre las esterillas de baño, y mientras duermen, yo los contemplo; sus rostros dibujan felicidad y apasionamiento vital, juventud de infancia e inocencia. La frescura perdida que ya no nos queda a los mayores. Sus cuerpos, hartos de ejercicio y correrías están mojados de transpiración y sal, sus cabezas, todavía húmedas, roban luz al sol para sembrar destellos albos bajo mi mirada y atención. Yo nunca he tenido hijos pues creo que esa es una pesada carga para todo aquel que estima de sobremanera el respeto que se merece la vida humana, para el que valora el hecho de la imposibilidad de no poderles ofrecer lo mejor para ellos, la mejor educación , la mejor alimentación..., y un sinfín de cosas que uno hubiese querido disfrutar y poder dar a sus hijos. Sea como sea, los hijos de Víctor e Isabel los veo como míos, los siento como míos. Como si fuese su madre, incluso más.
Los peroles de juguete de los niños se encuentran desperdigados por la arena de la playa, distraídos por doquiera por el desorden producido al perder el orden y meticulosidad que de ordinario ponemos en la cosas. Rebozados en mica y sílice unos, y suspendidos otros en el suave balanceo de las olas que se suceden, han perdido ese rigor matemático de la pureza de manufactura de país asiático. La tarde cae pesada y densa sobre ellos, yergue sus minutos sobre el estanque de las horas y tenemos tiempo para que así sea. Somos libres. Grandes masas de nubes blancas y algodonosas navegan elevadas filtrando los cansinos rayos de sol, el murmullo del mar que rompe en la costa tiene la melodía de una nana vespertina que acuna sensibilidades y regresos a la paz interior, es sedante y absorbente. A lo lejos, una sombra, la forma humana de una silueta se dibuja en el horizonte del mar. No sé quien puede ser, no me interesa, no quiero preocupaciones. Los niños, agotados por el día, aún duermen en sus camas cuando yo despierto. La umbría se ha instalado en la habitación del hotel como un elemento inescindible de la decoración. Afuera, a la luz de la luna que comienza a insinuarse, reconozco la sinceridad de la noche que amenaza, la duda del sol que desfallece y mi inquietud por la ausencia de Víctor e Isabel. Desde mi dormitorio oigo el mar encrespado fuera de horario; en el cielo, infinidad de trozos de cristal brillantes despiertan poco a poco y una pegajosa sensación de intranquilidad se mueve en mi impresión. Mi primer impulso es salir corriendo, escapar de esa opresión que se ciñe en mi cuello como un sedal metálico y hacer cualquier cosa que interrumpa esa sensación de pánico inminente que veo crecer en mi interior; pero he de mantener la calma. Ocupar mi mente en otras cosas que no sea pensar. Rezar.
Es curioso como algo imprevisto, algo con lo cual no contábamos puede ser una verdadera fuente de conocimientos sobre nosotros mismos, como nuestras reacciones hablan de los aspectos más desconocidos y a veces ignorados de nuestra propia persona y jamás dejan de sorprendernos. Trastornada, me movía como un zombi de un lado a otro de la habitación, nerviosa, obligada a no despertar a los niños. Propiamente nada había cambiado desde aquella misma tarde, apenas sólo unas horas de reloj, pero mi situación, mi estado de ánimo había experimentado un cambio radical, que difícilmente se podía entender como normal. La abstracción de ideas siniestras, crueles y salvajes no pararon de aglutinarse en mi cabeza durante todo ese rato, especulaba con pormenores que se identificaban con accidentes y pérdidas irreparables, con nuevas responsabilidades por venir y dejes de culpa por no ser yo, y no Víctor, quien acompañase a Isabel en esos momentos. Presentía la verdad y cualquiera que ésta fuese, me removía el corazón. El mundo se cerraba sobre mí en manchas oscuras, desoladoras y tristes, en una especie de ejercicios retóricos del pesar donde yo sólo era el elemento necesario para que el dolor y la inclemencia del destino arraigase. Temía cualquier temeridad o imprudencia que hubiesen cometido ellos dos allá lejos, solos y aislados en alta mar y sin más refugio y protección que sus propias conciencias y la salvaguarda de una pequeña embarcación que no me sugería ninguna confianza. No sabía qué hacer, si avisar al gerente del hotel para que denunciara la desaparición a las autoridades portuarias o sencillamente esperar y tranquilizarme y superar aquel mal momento. No quería precipitarme ni tampoco dejar pasar el tiempo por si éste hubiese sido necesario en caso de que mis pensamientos no hubiesen dejado de estar desencaminados. Arrebatada violentamente de aquella paz y armonía anterior que había yo sentido antes arropada por los rayos del, la cálida brisa y el murmullo del mar, toda nueva sensación que experimentaba no eran más que el peso de una decisión que no llegaba yo a decidir. Sin yo apenas advertirlo, comencé a llorar, a vaciar mi alma de dolor y desesperación. En aquel momento supe que algo había ocurrido, y que yo había hecho tarde.
Amparada en risas simuladas y bromas creadas para distraer mi preocupación y no inquietar a los niños logré acostarles tras haberlos bañado y dado de cenar. A esas horas lo inevitable era manifiesto, una llamada a la puerta de mi habitación lo evidenció todo. La desnuda crudeza de los hechos afirmó aquello que yo tanto había temido. Habían encontrado flotando sus cuerpos a la deriva de la principal corriente que recorre la bahía de C. Ebrios los pulmones de agua y atenazados los músculos de tanto resistir contra la marea. Parte de sus rostros y de sus cuerpos habían sido limados por la voracidad de los peces, despertando los huesos y reflejando los tendones a la luz de la mirada. Preferí no verlo, pero no tenía excusa alguna, tenía que reconocer aquellos cadáveres ante el Juez Instructor, los papeles que consigo llevaban en la embarcación de poco pudieron servir por el estado en que los encontraron. A la mañana siguiente, luego de hacer las oportunas exigencias administrativas que se esperaban en un caso así y de tramitar los papeles oportunos, acabaron las vacaciones y regresamos a S., donde nos esperaba a mí y a los niños una nueva vida, muy distinta a la que hasta entonces habíamos llevado. El ritmo de las cosas y el continuo suceder de nuevas situaciones a las cuales someterse durante las siguientes semanas me restaron tiempo para dolerme de la pérdida de mi hermano. La desaparición de Isabel sólo representó un pequeño apósito en aquella herida irreparable y absoluta que significaba no poder volver a ver nunca más a Víctor ni poder compartir con él los recuerdos que guardábamos los dos de nuestra niñez, ni escuchar otra vez su alegre risa, enterrada desde hoy en el pasado. A partir de ahora tendría que aprender a enfrentarme a la severidad de una realidad que jamás hubiese deseado tener que afrontar. Tenía ante mi el reto de salir adelante, de educar a dos niños y hacer de ellos dos personas de las cuales sus padres hubiesen podido sentirse orgullosos. Lo haría, allá en los cielos había una persona a quien se lo debía. Comprendí también que había sido injusta con Isabel, que ella también debía ser acreedora de esa misma voluntad que debía guiar mis pasos a partir de ahora. Quizá por extrañezas mías, o un resentimiento tácito, genético entre mujeres, yo había adoptado una postura desproporcionada, intolerante, que tal vez no mereciese, y de la que en todo caso me arrepentía.
Con el cambio de estación todo comenzó a equilibrarse. Me hice a la rutina, a los cambios sobrevenidos y a mi nueva faceta de mater familiae; los niños no acababan de entender lo sucedido, no tenían aún esa edad en la cual comenzamos a deformar nuestra inocencia para hacernos pasto a conocimientos superiores que nunca más nos harán felices. A nuestra manera, la única que por desgracia conociamos, éramos felices. Por las noches, había veces que yo recordaba, que lloraba y que buscaba respuestas al acertijo del por qué de lo que había sucedido. Nunca obtuve respuesta y me sentí feliz de que así fuera, porque cualquiera que ésta hubiese sido la hubiere encontrado injusta, egoísta y poco piadosa. El tránsito de una situación de cierta liberación familiar como la que yo había disfrutado hasta entonces, de independencia, sin más responsabilidades que las dadas por los compromisos entre hermanos, a otra de mayor agresividad y riesgo en cuanto se suponía la dependencia de los niños hacía mi no fue tan tortuoso como cabía esperar. El afecto mútuo que desde el primer momento nos dispensamos los tres tras la tragedia nos ayudó a sobrellevar aquella irreparable perdida, cuyo verdadero significado, no tardarían los niños en asumir tan pronto crecieran y se hicieran adultos. No hubo nada de vengativo en mis deseos de resarcirme de aquel dolor que me había supuesto hacerme mayor tan de repente. No hubieron ansias de volver atrás el tiempo perdido ni regresar a aquellos días en que la seguridad y amparo que me proporcionaba mi hermano me resguardaba de mis miedos y temores, ahora todo dependía de mi y yo, del día a la mañana me había convertido en mi mayor valedora. La soledad renovadora del otoño y el silencio blanco del invierno zanjaron de una vez para siempre, todos aquellos recuerdos que tenía yo, momentos como esos no volverían, se habían ido y no regresarían. Tracé una línea separadora entre el antes y el después, disocié los zaheridores sentimientos que ya nada me podían ofrecer sino fuesen pena y dolor, y pasé a mirar hacía delante, a no volver la vista atrás; lo ocurrido, pasado estaba, nada podía hacer yo por remediarlo, ahora me debía al presente, a mi supervivencia, a todo aquello por lo que permanecía viva y que me hacía sentir alejada del naufragio de mi existencia.
Pasaron tres inviernos más, los niños crecieron y no tardaron en comprender las cosas que se les escapaban años atrás. Fueron capaces de expresar sus ansias y sus temores, las incógnitas que hasta entonces habían perdonado a su tranquilidad. Comprendí yo también que mi trabajo con ellos no sería realmente efectivo hasta que pudiera desvelarles todas las interioridades de lo que sucediera aquel día en que sus padres desaparecieron. No hacerlo hubiese sido una ofensa para ellos, facilitar la duda de un hecho concreto en el cual era necesario que ellos participaran y conocieran. Ese mismo verano les anuncié que pasaríamos el verano en C. A los orígenes. Teníamos los tres una cuenta pendiente. No podríamos acabar definitivamente por asimilar lo sucedido si no regresábamos por lo menos una vez más a aquella misma playa, a ese mismo mar que amortajó a sus padres y fecundó mi madurez. Ninguna vida es completa hasta que no hemos sido capaces de superar nuestros miedos y enterrar nuestras maldiciones. Saldar deudas con el pasado y establecer ventajas, llevar a cabo heroicidades y asimilar cobardías. El tiempo es incapaz de retener para siempre fracasos y enterezas, sólo nosotros somos capaces de restaurar esos pequeños fragmentos de nuestras vidas que merecen ser recordados, nada tenemos más que eso, vivimos en una constante pérdida, amores, penas, ilusiones y absurdos, que se escurren entre nuestros dedos para nunca volver; sometidos continuamente a fracasos y reinicializaciones de nuestra persona, establecemos cada día nuevos horizontes, nuevos encuentros y nuevas decepciones, seguimos adelante, hemos de hacerlo, sin parar, siempre, y eso es lo importante, permanecer vivos, sabernos vivos y seguir ahí, vivos, vivos ante todo, vivos hasta que nos sorprenda, algún día el último vacío. Y en eso consiste el vivir.
La mañana que llegamos a C. todo permanecía igual, sólo nosotros tres habíamos cambiado; la propiedad de la tragedia ya no era nuestra, ni del aire en el que se desarrollara años atrás la desgracia, ni del mar que absorbiera aquellos cuerpos para expulsarlos sin vida después. Era sencillamente una lección que teníamos aprendida y que sabíamos que siempre nos acecharía mientras viviésemos, pero que también dominábamos y ya no podía hacernos daño. Había en ella contenida la experiencia que nos hablaba de cuan frágil es la vida humana y de cuan fuerte puede ser el recuerdo de las personas que hemos querido alguna vez, la forma rigurosa en que se pueden ensordecer las alegrías compartidas que se nos arrebatan y el valor que puede tener una alma por el número de cicatrices que tiene cosidas. Sobre el cielo se sostenían iguales rebaños blancos de nubes que entonces, abandonados jirones de algodón por los cuales se filtraba la luz y los silencios agitados de olas que llegaban y se extinguían sin tener necesidad de preguntarnos nada. Los niños contemplaban el mar, ese infinito horizonte que no acababan sus ojos de acariciar en su inmensidad. En esos momentos estuvimos los tres unidos más que nunca lo estaríamos en la vida, juntos desde el pasado más allá de ese presente que se nos representaba ahora cargado de futuro y esperanza. No cabían palabras entonces, no eran necesarias, toda palabra hubiese significado una ofensa a ese mágico momento en que todo parecía estar acorde con la naturaleza, abrazados los tres, juntos, todo estaba ya comprendido en nosotros; nos dimos las manos y acto seguido avanzamos hacía el mar, caminamos hasta que el agua comenzó a bañar nuestros tobillos, y nuestros corazones, hasta adentrarnos más, mucho más, hasta ese punto en que el cuerpo se funde en la naturaleza y no hay preguntas que contestar. El futuro nos pertenecía.

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