viernes, 12 de diciembre de 2008

Final de verano

Sus pasos descalzos se detuvieron en el descansillo como una sombra distante y fría en el centro del mundo. Sintió la dulce tibieza de la alfombra amoldarse bajo la planta de sus pies y una sensación de placer recorrer su cuerpo. Deslizó suavemente sus dedos por la pared mientras se abrían puertas al deseo y reconstruía placeres olvidados y nostalgias de la magia del vuelo de las gaviotas. Nada podría detenerla ni disuadirla de su propósito por la sencilla razón que tomada su decisión había llegado a lo más profundo de su voluntad. Los gestos de la noche se corrían como una cortina tendida al viento, ágil y sencilla, sin pretextos ni arrebatos; pura y clara y sin lunas de cartón ni estrellas de bisutería que la difuminasen o confundieran, olía a sal y a arreos curtidos en silencio.
Finalizado el verano el pequeño pueblo costero había perdido la mayoría de sus visitantes y quedado vacío, casi apuntando al abismo; a mucha distancia de aquella otra geografía por la cual había sido interesado en virtud de sus aguas tranquilas y baños de reposo, y ahora convertido en una media luna de cristal que lloraba muy bajito casi en silencio su soledad. Ella podía pasarse horas escuchando el silencio y el brillo de las estrellas picando aquí y allá adivinando sus querencias y miedos, pues no dudaba que también las estrellas como las nubes y los océanos también se asombraban a veces de aquellas resonancias de la vida que sentían adentro y que nadie sabia explicar. El sonido sincopado de sus pies se adivinaba como un vuelo de espuma mientras avanzaba por el pasillo sin mirar atrás y sin querer defenderse de todo aquello que sucede en su cabeza. Afuera, feliz de encontrarse allí, la lluvia se sucede a escondidas, inconfundible con su repiquetear sobre las tejas y su temblar de rodillas en forma de flor que descienden desde lo alto. Le reconforta escuchar caer la lluvia y ver sus luces de luciérnagas suspendidas mirándose al espejo de los cristales y dispersándose al azar; sus pasos cojos y repetidos de armonías y olvidos que parecen contener la respiración para después sembrar las felicidades de los rosales y plantas de su jardín. Hay sueños inimaginables en esos momentos de silencios buscados, silencios que quisiera no acabaran nunca y la abandonaran a la triste realidad mitad pesadilla mitad desesperación de los corredores oscuros de su imaginación. Quisiera entonces matar la memoria y no hacerse daño con sus cristales rotos, con las blandas esquinas de goma que la asfixian si piensa demasiado y las madrugadas frías de los pelos de punta. Tabúes primitivos y temores ancestrales de mujer que quisiera protegerse del olvido de la felicidad y de los tramos más oscuros de su madurez, únicos residentes permanentes de la casa junto a ella. Durante el verano las cosas son diferentes y ella se siente mejor; los paseos por la playa y las visitas de sus hijas y de sus nietos ricos en risas y alegrías la embeben de claridad y gozo que ella acumula en cajas de cartón para cuando la depresión y los malos momentos la sacudan de dolor y sienta las noches más profundas que nunca mientras urde sus penas. Rodeada ahora de muebles viejos que la habitan y otoños que no cejan de clavársele en los recuerdos, sus pasos tiene el olor de la cera que se encuentra a solas y dibuja cementerios, de las columnas viejas que desfallecen y de los pájaros de alas frías que se entierran en una hoguera porque ya no soportan más la estupidez de su vuelo. Precisamente hace frío en la casa, un frío de lanzar cuchillos que se amplia dentro de su cráneo y la vela como un buitre; el tiempo parece espesarse adentro y abrazarla como una camisa de fuerza de metal pesado que se le enrolla al cuello zafio y leal; los espejos la saludan con una sonrisa de media luna menguante que tantas veces creyó no ver en su rostro pálido de toque infantil cuando entonces no era necesario mentir. Avanza despacio por el pasillo mientras sus dedos recorren perfiles, vértices y volúmenes de objetos que se le ofrecen al paso despertando ridículos ruidos de cafeteras. Desearía poder conservar esos momentos para siempre y enterrar las horas en la arena, no perderlas jamás ahora que el diablo está en suspenso y se siente bien. Pero entre la voluntad y el acto caben océanos y orillas que no esperan, destinos por confirmar y ángeles que huyen dejándonos a solas entre el soñar y el despertar. Ella ha dispuesto sus armas sin esperar tregua ni descanso como quien vive de prestado y no atiende en absoluto a las voces de los vendedores de Biblias, ungüentos y falsas conciencias. En lo alto, una luz de perezosas plumas ilumina la habitación sembrando en los rincones conjeturas y medusas iracundas del color de la tinta del calamar; sombras que son istmos de su soledad y jaulas opresivas de la libertad que ha empezado a quedarse sin oxigeno; en sus dedos flotan los pececillos de la falta de valor y la cobardía que ha de agravar sus aprensiones. Toda la culpa es de ese amante que se pegara a sus labios sobre la hierba alta de sus tobillos ese verano y le contara esa triste historia de la fragilidad, desesperanza y de las misas finales de verano, de ese arrastrar de viejos por los pastos secos a la hora de despedirse y que ahora reposa en sus ojos; esa carta de adiós de su amante, que cansado de ella, ha decidido dar puerta a su vida y le ha dado esta puñalada trapera, droga sintética de su atención que ahora la tiene bajo cilicio viviendo entre dos paréntesis. Ahora su reciedad flaquea y tiembla sin bastión alguno de fe que la atienda; mártir sin puerto, teme a ese suicidio pensado para borrar su aflicción, a ese mundo suyo inconfeso en el que las palabras se han ajado sin ser escuchadas y el futuro es un hijo deforme. Y es cierto que estas cenizas pudieron ser placeres y ella peregrina de la felicidad, pero el Destino la midió y la ennegreció hasta el corazón y tampoco entonces la escuchó.
El furtivo encaje de la noche se deshace lentamente sobre teclas de marfil y boyas de ojos escarchados y rostro feliz; las ventanas comienzan a aclarar y las barcas de pescadores a llorar al comenzar faenar y alguna armonía nace con todo ello como en los viejos tiempo en que todo era perfecto. Es hora pues de mover los pies, de bailar y olvidar la tristeza de los lápices, y los labios apretados que no ríen; hora de que aquellos pies descalzos que guardan reposo absoluto ante la ventana abierta de una habitación contemplen el horizonte y den un paso hacia adelante.

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