jueves, 18 de diciembre de 2008

Las dos mitades de una naranja

Las ventanas están cubiertas del polvo acumulado tras muchos años de pereza. Hay silencio y un ventilador en el techo que no funciona. El bar está casi vacío, pero en otros momentos se llena y se juega al dominó, a las cartas y a otras cosas que no se ven bien. La noche es fresca y desde la terraza puedo ver las nubes salpicar el cielo. Hoy es un día de esos de final de verano en el que ya se insinúa el otoño y la luz parece más perezosa que nunca; menos intensa que días atrás, en que el paseo marítimo se llenaba de personas hasta altas horas de la madrugada y las parejas retozaban agazapadas tras los ahuehuetes. He notado el aire fresco y húmedo en los cristales y olido la lluvia. La lluvia nos apartará de la rutina y reuniremos de nuevo el valor de pasar otro largo invierno con el olor de las maderas mojadas y las habitaciones sin ventilar. Lloverá aparentando que no pasa nada y el agua nos traerá un montón de cosas inútiles como las botas altas, las postales descoloridas, las castañas asadas y las ganas de mearse encima para mantener el calor. Full of sound and fury, signifying nothing, ya lo escribió Shakespeare, llena de sonido y furia, insignificante, la lluvia comportará disculpas, resfriados y cosas leves y a medias que nos harán sentir la cabeza muy grande y vacía; entonces repartiremos nuestro ocio – un ocio tan grande que no cabrá sólo en esta ciudad-, en aquellas tonterías que nos alivien hasta que llegue el momento de volver a trabajar. Miras al cielo y las nubes parecen bolsas de basura usadas en un infinito plano, feo y sin color. Vistes con ropas de trabajo viejas. Limpias el mostrador y la barra del bar desde hace un buen rato y ningún producto de limpieza que utilizas funciona como lo hacen los de los anuncios de la televisión. Tienes el color de la verdura mustia en la mirada, sin ningún brillo. La vida transcurre junto a ti desde hace años pero tú evitas los navajazos del tiempo haciéndote la invisible y no te enteras de que igualmente envejeces. Puede ser que tan sólo algún truco cinematográfico pueda sacarte de tu agujero, porque estás sola, tu vida no tiene color y has cerrado todas tus esperanzas tras muchos feos. Has conseguido un viejo piso de protección oficial que parece tener algo en tu contra. Dos habitaciones, ambas pequeñas incluso para una sola persona. Eres una mujer mayor y quizá tengas más años de los que recuerdes. Estás cansada y algo desdentada. Despichas babitas blancas desde las comisuras de la boca, cetina de tu vida que también se escapa por tu boca. Desde hace un buen rato escuchas la radio mientras trabajas; algo que no tiene mucho sentido porque el establecimiento está cerrado y nadie va a entrar hasta el verano que viene; pero son tantas las cosas que no tienen sentido en tu vida que tampoco te detienes a preguntar. Así van pasando los días y la vida va goteando sin pronunciarte porque en la práctica, tu independencia se ha quedado a veces limitada tan sólo a la elección del color de tu barra de labios. A tu edad has tenido ya tres hijos; cositas pequeñas resumidas en pequeñas botellitas dispuestas en un estante de tu habitación para ser recordadas. No alzas nunca la voz y si hablas, lo haces siempre recordando las oraciones, pero esto no es más que parte de tu historia y aún estas a la espera de la segunda entrega. La vida se empeña en aprisionarte entre sus vallas y sospechas que sea la resignación, tal vez, la palabra más adecuada para tu existencia. También es cierto que hay algunas personas que tampoco tienen ilusiones y se ponen ropas baratas para celebrar sus cumpleaños y medias de nylon para dormir; individuos que viajan sin un destino concreto y que se encapotan entre las sombras y gente borrosa sin fecha de regreso; hombres y mujeres que serían capaces de cruzar la calle tan sólo para poder decir que han hecho turismo por el mundo. Pero tú no eres una de esos y a tu manera, intentas luchar.
Había tenido un mal día y trabajado sin descanso y tampoco quería regresar a casa. Se sorprendió al ver a aquel extraño hacer señas a través del cristal de entrada. Parecía una mancha en un espejo. Aunque el local está cerrado, le abres la puerta. Él te pide permiso para entrar y tomar algo; un café por ejemplo. A ti claro, no te importa y puedes notar como se te enrojece la cara. Puedes oírle reñir a través del teléfono, quizá con su mujer y el trabajo que le cuesta mantener el timbre de la voz. Quizá el tono de su mujer sea neutro y ensayado como el de los contestadores automáticos o sencillamente sea también ridículo como el de él y no sea capaz de preservarla de sus odios y las manías. El hombre sale de la cabina, acaba su café y se marcha. Te quedas preocupada y un poco furiosa cuando sale y le ves marchar en su coche. Aún recuerdas aquel día en que estuviste esperando toda la noche a que tu marido te llamara; esa llamada que nunca se produjo y tras la cual te convertiste en una obsesa del tiempo. Ahora tu ex marido vive una aventura normal y corriente con otra mujer que se comporta como una loca y que le dice que le quiere a todas horas. El dolor siempre triunfa en todas sus formas posibles y gracias a ello sabes que estas viva.
Los sábados por la noche, acostumbrabais a salir y patinar por las calles. Llevabais ropas de deporte y una sensación de felicidad arrastrándose junto a vosotros. Patinabais a vuestro aire y os cogíais de las manos. El dijo que no querría un segundo matrimonio y tú accediste a no casarte pese a que te ilusionara más que nada en la vida. Pasasteis dos años felices y luego, poco a poco, y casi sin quererlo, vinieron los hijos y los problemas y tú lo único que podías hacer, era cogerle la mano más y más fuerte y decirle que no bebiera más; pero a ti te daba angustia pedirle más cosas y toleraste hasta lo inaceptable hasta aquella noche; esperaste ésta y otras más hasta que entendiste que él había decidido no regresar nunca más y ahora al otro lado del espejo hay un rostro más viejo y descuidado, alguien a quien no reconoces y al cual podrías dedicar más tiempo. Tristes como las luces de neón sin funcionar del bar, tus arrugas sostienen tu edad como una colilla que humea entre los dedos y tu mirada piensa que es ley de vida seguir adelante. Miras en silencio pasar los coches por la carretera y piensas porque no te llevarán con ellos. Has estado toda la tarde peleando con los trapos y las manoplas y la suciedad y el polvo y no por eso, el mundo te parece más limpio ni más bonito. La inutilidad del esfuerzo encuentra su recompensa en los mismos cristales sucios que has intentado limpiar antes, en el pasado y el futuro y en ese ir y venir de tu casa al trabajo que ya hace tiempo que te hace sentir delicada de salud. Te bebes el sudor con la mano, el tedio del trabajo que avanza sin sobresaltos y esos programas de televisión que se enredan en tus ojos miopes donde ya se han apagado los deseos hace años.
Cuando su marido la dejó por aquella mujer, ella supo que gran parte de su vida se le había escurrido por el desagüe hacia un pozo sin fondo; a un lugar donde las televisiones nunca llegarían ni nunca tendrían interés en mostrar y que debería buscarse alguna distracción; algo que le ayudara a recuperar los recuerdos de ellos dos y mantener vivo lo poco que les quedaba de veinte años de matrimonio. Incluso la muerte le hubiera parecido una idea poco original sino hubiese sido capaz primero de deshacer el nudo de su fracaso y hacer de ello algo trivial como vaciar la papelera de papeles o fregar y recoger los platos de la cocina antes de acostarse. Buscó un trabajo por las noches y así también se mantuvo ocupada más parte del día y sin necesidad de pensar demasiado. Y empezó a escribir también las cosas que le pasaban y cuentos como éste, que no tiene nada de autobiográfico, o tal vez, si; mientras espera que el teléfono suene, el verano se apaga y ella tiene la esperanza de que no habrá nada del pasado que venga a mancharle de pavesas esa franja del tiempo en que fue feliz patinando, dejando pasar el tiempo y manteniendo la ilusión de que el futuro no era más que una página en blanco en la cual el polvo jamás se llegaría a acumular si ella era capaz de seguir mirando hacia delante.
Iba hacia al sur por la Tercera cuando una nube tapó el sol y empezó a llover. Sintió frío en los brazos. Al doblar hacia la Sexta y pasar por los puentes del subterráneo que llevaba a la playa sintió un poco de miedo. Ahí estaba él, el extraño, el que entrara en el café a destiempo y hablara después por teléfono. Y ella que estaba tan mal acostumbrada y que entendía tan poco de geografías y pasiones que excediesen de las escalas humanas, sintió entonces que el cielo era tan inmenso y que estaba tan cerca de ella que se tendría que atar los brazos al cuerpo para no tocarlo con las manos. Su corazón volvía a patinar. Él la vio cruzar la calle y detenerse al otro lado de la acera como si no supiera qué hacer ni adonde dirigirse, y esperó. Parecía esperarla dentro del auto, fumando y sin abrir la ventanilla porque llovía y tenía frío. Ambos sintieron probablemente un paréntesis en sus vidas, una sensación de cambio o de algo distinto que como un lenguaje en extinción deberían conservar para siempre dentro suyo para que no se les perdiera en la memoria. Pero como tantos que viven esperando una señal para hacer las cosas, esperaron en vano y ninguno de los, quizá esperando que el otro diera el primer paso, se sintió con fuerza para buscar una excusa para acercarse al otro. Sintiendo que quizá no deberían estar ninguno de los dos ahí y que jamás encontrarían la excusa, ella hizo señas al primer taxi que pasaba y se marchó a su casa sin mirar atrás; él espero que el taxi arrancara y después también se alejó sin mirar atrás. Los dos se fueron en dirección opuesta, distanciándose el uno del otro, dirigiéndose a puntos distintos de la ciudad y también de ellos mismos.

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