jueves, 18 de diciembre de 2008

Las dos mitades de una naranja

Las ventanas están cubiertas del polvo acumulado tras muchos años de pereza. Hay silencio y un ventilador en el techo que no funciona. El bar está casi vacío, pero en otros momentos se llena y se juega al dominó, a las cartas y a otras cosas que no se ven bien. La noche es fresca y desde la terraza puedo ver las nubes salpicar el cielo. Hoy es un día de esos de final de verano en el que ya se insinúa el otoño y la luz parece más perezosa que nunca; menos intensa que días atrás, en que el paseo marítimo se llenaba de personas hasta altas horas de la madrugada y las parejas retozaban agazapadas tras los ahuehuetes. He notado el aire fresco y húmedo en los cristales y olido la lluvia. La lluvia nos apartará de la rutina y reuniremos de nuevo el valor de pasar otro largo invierno con el olor de las maderas mojadas y las habitaciones sin ventilar. Lloverá aparentando que no pasa nada y el agua nos traerá un montón de cosas inútiles como las botas altas, las postales descoloridas, las castañas asadas y las ganas de mearse encima para mantener el calor. Full of sound and fury, signifying nothing, ya lo escribió Shakespeare, llena de sonido y furia, insignificante, la lluvia comportará disculpas, resfriados y cosas leves y a medias que nos harán sentir la cabeza muy grande y vacía; entonces repartiremos nuestro ocio – un ocio tan grande que no cabrá sólo en esta ciudad-, en aquellas tonterías que nos alivien hasta que llegue el momento de volver a trabajar. Miras al cielo y las nubes parecen bolsas de basura usadas en un infinito plano, feo y sin color. Vistes con ropas de trabajo viejas. Limpias el mostrador y la barra del bar desde hace un buen rato y ningún producto de limpieza que utilizas funciona como lo hacen los de los anuncios de la televisión. Tienes el color de la verdura mustia en la mirada, sin ningún brillo. La vida transcurre junto a ti desde hace años pero tú evitas los navajazos del tiempo haciéndote la invisible y no te enteras de que igualmente envejeces. Puede ser que tan sólo algún truco cinematográfico pueda sacarte de tu agujero, porque estás sola, tu vida no tiene color y has cerrado todas tus esperanzas tras muchos feos. Has conseguido un viejo piso de protección oficial que parece tener algo en tu contra. Dos habitaciones, ambas pequeñas incluso para una sola persona. Eres una mujer mayor y quizá tengas más años de los que recuerdes. Estás cansada y algo desdentada. Despichas babitas blancas desde las comisuras de la boca, cetina de tu vida que también se escapa por tu boca. Desde hace un buen rato escuchas la radio mientras trabajas; algo que no tiene mucho sentido porque el establecimiento está cerrado y nadie va a entrar hasta el verano que viene; pero son tantas las cosas que no tienen sentido en tu vida que tampoco te detienes a preguntar. Así van pasando los días y la vida va goteando sin pronunciarte porque en la práctica, tu independencia se ha quedado a veces limitada tan sólo a la elección del color de tu barra de labios. A tu edad has tenido ya tres hijos; cositas pequeñas resumidas en pequeñas botellitas dispuestas en un estante de tu habitación para ser recordadas. No alzas nunca la voz y si hablas, lo haces siempre recordando las oraciones, pero esto no es más que parte de tu historia y aún estas a la espera de la segunda entrega. La vida se empeña en aprisionarte entre sus vallas y sospechas que sea la resignación, tal vez, la palabra más adecuada para tu existencia. También es cierto que hay algunas personas que tampoco tienen ilusiones y se ponen ropas baratas para celebrar sus cumpleaños y medias de nylon para dormir; individuos que viajan sin un destino concreto y que se encapotan entre las sombras y gente borrosa sin fecha de regreso; hombres y mujeres que serían capaces de cruzar la calle tan sólo para poder decir que han hecho turismo por el mundo. Pero tú no eres una de esos y a tu manera, intentas luchar.
Había tenido un mal día y trabajado sin descanso y tampoco quería regresar a casa. Se sorprendió al ver a aquel extraño hacer señas a través del cristal de entrada. Parecía una mancha en un espejo. Aunque el local está cerrado, le abres la puerta. Él te pide permiso para entrar y tomar algo; un café por ejemplo. A ti claro, no te importa y puedes notar como se te enrojece la cara. Puedes oírle reñir a través del teléfono, quizá con su mujer y el trabajo que le cuesta mantener el timbre de la voz. Quizá el tono de su mujer sea neutro y ensayado como el de los contestadores automáticos o sencillamente sea también ridículo como el de él y no sea capaz de preservarla de sus odios y las manías. El hombre sale de la cabina, acaba su café y se marcha. Te quedas preocupada y un poco furiosa cuando sale y le ves marchar en su coche. Aún recuerdas aquel día en que estuviste esperando toda la noche a que tu marido te llamara; esa llamada que nunca se produjo y tras la cual te convertiste en una obsesa del tiempo. Ahora tu ex marido vive una aventura normal y corriente con otra mujer que se comporta como una loca y que le dice que le quiere a todas horas. El dolor siempre triunfa en todas sus formas posibles y gracias a ello sabes que estas viva.
Los sábados por la noche, acostumbrabais a salir y patinar por las calles. Llevabais ropas de deporte y una sensación de felicidad arrastrándose junto a vosotros. Patinabais a vuestro aire y os cogíais de las manos. El dijo que no querría un segundo matrimonio y tú accediste a no casarte pese a que te ilusionara más que nada en la vida. Pasasteis dos años felices y luego, poco a poco, y casi sin quererlo, vinieron los hijos y los problemas y tú lo único que podías hacer, era cogerle la mano más y más fuerte y decirle que no bebiera más; pero a ti te daba angustia pedirle más cosas y toleraste hasta lo inaceptable hasta aquella noche; esperaste ésta y otras más hasta que entendiste que él había decidido no regresar nunca más y ahora al otro lado del espejo hay un rostro más viejo y descuidado, alguien a quien no reconoces y al cual podrías dedicar más tiempo. Tristes como las luces de neón sin funcionar del bar, tus arrugas sostienen tu edad como una colilla que humea entre los dedos y tu mirada piensa que es ley de vida seguir adelante. Miras en silencio pasar los coches por la carretera y piensas porque no te llevarán con ellos. Has estado toda la tarde peleando con los trapos y las manoplas y la suciedad y el polvo y no por eso, el mundo te parece más limpio ni más bonito. La inutilidad del esfuerzo encuentra su recompensa en los mismos cristales sucios que has intentado limpiar antes, en el pasado y el futuro y en ese ir y venir de tu casa al trabajo que ya hace tiempo que te hace sentir delicada de salud. Te bebes el sudor con la mano, el tedio del trabajo que avanza sin sobresaltos y esos programas de televisión que se enredan en tus ojos miopes donde ya se han apagado los deseos hace años.
Cuando su marido la dejó por aquella mujer, ella supo que gran parte de su vida se le había escurrido por el desagüe hacia un pozo sin fondo; a un lugar donde las televisiones nunca llegarían ni nunca tendrían interés en mostrar y que debería buscarse alguna distracción; algo que le ayudara a recuperar los recuerdos de ellos dos y mantener vivo lo poco que les quedaba de veinte años de matrimonio. Incluso la muerte le hubiera parecido una idea poco original sino hubiese sido capaz primero de deshacer el nudo de su fracaso y hacer de ello algo trivial como vaciar la papelera de papeles o fregar y recoger los platos de la cocina antes de acostarse. Buscó un trabajo por las noches y así también se mantuvo ocupada más parte del día y sin necesidad de pensar demasiado. Y empezó a escribir también las cosas que le pasaban y cuentos como éste, que no tiene nada de autobiográfico, o tal vez, si; mientras espera que el teléfono suene, el verano se apaga y ella tiene la esperanza de que no habrá nada del pasado que venga a mancharle de pavesas esa franja del tiempo en que fue feliz patinando, dejando pasar el tiempo y manteniendo la ilusión de que el futuro no era más que una página en blanco en la cual el polvo jamás se llegaría a acumular si ella era capaz de seguir mirando hacia delante.
Iba hacia al sur por la Tercera cuando una nube tapó el sol y empezó a llover. Sintió frío en los brazos. Al doblar hacia la Sexta y pasar por los puentes del subterráneo que llevaba a la playa sintió un poco de miedo. Ahí estaba él, el extraño, el que entrara en el café a destiempo y hablara después por teléfono. Y ella que estaba tan mal acostumbrada y que entendía tan poco de geografías y pasiones que excediesen de las escalas humanas, sintió entonces que el cielo era tan inmenso y que estaba tan cerca de ella que se tendría que atar los brazos al cuerpo para no tocarlo con las manos. Su corazón volvía a patinar. Él la vio cruzar la calle y detenerse al otro lado de la acera como si no supiera qué hacer ni adonde dirigirse, y esperó. Parecía esperarla dentro del auto, fumando y sin abrir la ventanilla porque llovía y tenía frío. Ambos sintieron probablemente un paréntesis en sus vidas, una sensación de cambio o de algo distinto que como un lenguaje en extinción deberían conservar para siempre dentro suyo para que no se les perdiera en la memoria. Pero como tantos que viven esperando una señal para hacer las cosas, esperaron en vano y ninguno de los, quizá esperando que el otro diera el primer paso, se sintió con fuerza para buscar una excusa para acercarse al otro. Sintiendo que quizá no deberían estar ninguno de los dos ahí y que jamás encontrarían la excusa, ella hizo señas al primer taxi que pasaba y se marchó a su casa sin mirar atrás; él espero que el taxi arrancara y después también se alejó sin mirar atrás. Los dos se fueron en dirección opuesta, distanciándose el uno del otro, dirigiéndose a puntos distintos de la ciudad y también de ellos mismos.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Final de verano

Sus pasos descalzos se detuvieron en el descansillo como una sombra distante y fría en el centro del mundo. Sintió la dulce tibieza de la alfombra amoldarse bajo la planta de sus pies y una sensación de placer recorrer su cuerpo. Deslizó suavemente sus dedos por la pared mientras se abrían puertas al deseo y reconstruía placeres olvidados y nostalgias de la magia del vuelo de las gaviotas. Nada podría detenerla ni disuadirla de su propósito por la sencilla razón que tomada su decisión había llegado a lo más profundo de su voluntad. Los gestos de la noche se corrían como una cortina tendida al viento, ágil y sencilla, sin pretextos ni arrebatos; pura y clara y sin lunas de cartón ni estrellas de bisutería que la difuminasen o confundieran, olía a sal y a arreos curtidos en silencio.
Finalizado el verano el pequeño pueblo costero había perdido la mayoría de sus visitantes y quedado vacío, casi apuntando al abismo; a mucha distancia de aquella otra geografía por la cual había sido interesado en virtud de sus aguas tranquilas y baños de reposo, y ahora convertido en una media luna de cristal que lloraba muy bajito casi en silencio su soledad. Ella podía pasarse horas escuchando el silencio y el brillo de las estrellas picando aquí y allá adivinando sus querencias y miedos, pues no dudaba que también las estrellas como las nubes y los océanos también se asombraban a veces de aquellas resonancias de la vida que sentían adentro y que nadie sabia explicar. El sonido sincopado de sus pies se adivinaba como un vuelo de espuma mientras avanzaba por el pasillo sin mirar atrás y sin querer defenderse de todo aquello que sucede en su cabeza. Afuera, feliz de encontrarse allí, la lluvia se sucede a escondidas, inconfundible con su repiquetear sobre las tejas y su temblar de rodillas en forma de flor que descienden desde lo alto. Le reconforta escuchar caer la lluvia y ver sus luces de luciérnagas suspendidas mirándose al espejo de los cristales y dispersándose al azar; sus pasos cojos y repetidos de armonías y olvidos que parecen contener la respiración para después sembrar las felicidades de los rosales y plantas de su jardín. Hay sueños inimaginables en esos momentos de silencios buscados, silencios que quisiera no acabaran nunca y la abandonaran a la triste realidad mitad pesadilla mitad desesperación de los corredores oscuros de su imaginación. Quisiera entonces matar la memoria y no hacerse daño con sus cristales rotos, con las blandas esquinas de goma que la asfixian si piensa demasiado y las madrugadas frías de los pelos de punta. Tabúes primitivos y temores ancestrales de mujer que quisiera protegerse del olvido de la felicidad y de los tramos más oscuros de su madurez, únicos residentes permanentes de la casa junto a ella. Durante el verano las cosas son diferentes y ella se siente mejor; los paseos por la playa y las visitas de sus hijas y de sus nietos ricos en risas y alegrías la embeben de claridad y gozo que ella acumula en cajas de cartón para cuando la depresión y los malos momentos la sacudan de dolor y sienta las noches más profundas que nunca mientras urde sus penas. Rodeada ahora de muebles viejos que la habitan y otoños que no cejan de clavársele en los recuerdos, sus pasos tiene el olor de la cera que se encuentra a solas y dibuja cementerios, de las columnas viejas que desfallecen y de los pájaros de alas frías que se entierran en una hoguera porque ya no soportan más la estupidez de su vuelo. Precisamente hace frío en la casa, un frío de lanzar cuchillos que se amplia dentro de su cráneo y la vela como un buitre; el tiempo parece espesarse adentro y abrazarla como una camisa de fuerza de metal pesado que se le enrolla al cuello zafio y leal; los espejos la saludan con una sonrisa de media luna menguante que tantas veces creyó no ver en su rostro pálido de toque infantil cuando entonces no era necesario mentir. Avanza despacio por el pasillo mientras sus dedos recorren perfiles, vértices y volúmenes de objetos que se le ofrecen al paso despertando ridículos ruidos de cafeteras. Desearía poder conservar esos momentos para siempre y enterrar las horas en la arena, no perderlas jamás ahora que el diablo está en suspenso y se siente bien. Pero entre la voluntad y el acto caben océanos y orillas que no esperan, destinos por confirmar y ángeles que huyen dejándonos a solas entre el soñar y el despertar. Ella ha dispuesto sus armas sin esperar tregua ni descanso como quien vive de prestado y no atiende en absoluto a las voces de los vendedores de Biblias, ungüentos y falsas conciencias. En lo alto, una luz de perezosas plumas ilumina la habitación sembrando en los rincones conjeturas y medusas iracundas del color de la tinta del calamar; sombras que son istmos de su soledad y jaulas opresivas de la libertad que ha empezado a quedarse sin oxigeno; en sus dedos flotan los pececillos de la falta de valor y la cobardía que ha de agravar sus aprensiones. Toda la culpa es de ese amante que se pegara a sus labios sobre la hierba alta de sus tobillos ese verano y le contara esa triste historia de la fragilidad, desesperanza y de las misas finales de verano, de ese arrastrar de viejos por los pastos secos a la hora de despedirse y que ahora reposa en sus ojos; esa carta de adiós de su amante, que cansado de ella, ha decidido dar puerta a su vida y le ha dado esta puñalada trapera, droga sintética de su atención que ahora la tiene bajo cilicio viviendo entre dos paréntesis. Ahora su reciedad flaquea y tiembla sin bastión alguno de fe que la atienda; mártir sin puerto, teme a ese suicidio pensado para borrar su aflicción, a ese mundo suyo inconfeso en el que las palabras se han ajado sin ser escuchadas y el futuro es un hijo deforme. Y es cierto que estas cenizas pudieron ser placeres y ella peregrina de la felicidad, pero el Destino la midió y la ennegreció hasta el corazón y tampoco entonces la escuchó.
El furtivo encaje de la noche se deshace lentamente sobre teclas de marfil y boyas de ojos escarchados y rostro feliz; las ventanas comienzan a aclarar y las barcas de pescadores a llorar al comenzar faenar y alguna armonía nace con todo ello como en los viejos tiempo en que todo era perfecto. Es hora pues de mover los pies, de bailar y olvidar la tristeza de los lápices, y los labios apretados que no ríen; hora de que aquellos pies descalzos que guardan reposo absoluto ante la ventana abierta de una habitación contemplen el horizonte y den un paso hacia adelante.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Panegiros

Aún sin haber nacido e incluso, sin haber sido concebido por sus padres, los cuales ni siquiera se conocían aún, Panegiros Suleiman manifestó incontestablemente y de modo irrefutable, su deseo de nacer.
Ilustrativo de su determinación, fue el hecho que después de que se conocieran sus padres, pura casualidad siquiera gobernada por la significancia del pensamiento de Panegiros, aquellos unieran sus cuerpos encendidos en furor adolescente, en la única noche en los últimos doscientos años que la ciudad de M. temblase por la vehemencia de un terremoto. Algo insólito.
Años después, Panegiros Suleiman pensaría que quizá hubiera sido él el desencadenante de aquel fenómeno geológico que tanto preocupase en su tiempo, justo al desembocar el gozo extasiado de sus padres en sus arrebatos de violenta pasión, con el mágico momento del hechizo del óvulo hambriento con aquel espermatozoide frenético e hiperactivo en su existencia potencial. Después de aquella noche, como si sus padres hubiesen comprendido rápidamente que cualquier otro encuentro entre ellos estaba condenado al fracaso, que toda futura incursión de sus libidos quedaría sólo en experimentos fallidos de reverdecer sumums de sensualidad perdida, no volvieron a verse.
Panegiros Suleiman nació bello y hermoso, triunfador desde el primer día; desde el primer instante fue objeto de ternuras y arrebatos entre las enfermeras que lo vieron nacer y posteriormente entre las mujeres que lo conocieron. Propios y extraños cayeron rendidos a sus pies, encantos irresistibles y espontánea naturalidad de quién todo le es fácil y nada le cuesta. Un moderno Mozart entre Salieris, una idea que arrastra y embruja a otros espíritus que le rendirán pleitesía, una fuerza ante la cual los otros se someterán y un concepto al cual se prestará obediencia, ese era Panegiros Suleiman. Bastaba sólo una mirada de sus ojos amabilísimos para someter voluntades adversas, un gesto o una sonrisa para abrir corazones enemigos y una sola palabra para hacer suyos cuantos detrajesen su influencia, toda malquerencia se deshacía ante él como un copo de nieve ante un brasero, o sencillamente se hacía imposible. Panegiros Suleiman, y sírvase la comparación, era como un virus, contagiaba a todo el mundo con su lindeza y encanto. En el colegio no se recuerda que abriese un libro para estudiar, ni siquiera en la universidad, donde se licenciara con honores. Maridó con Camila Sesrovira, una bella y culta heredera de un imperio de la telefonía móvil con la cual tuvo dos hijos, ninguno de ellos a la altura de su padre. Trabajador infatigable, amasó una buena fortuna, suya y propia, diferenciada de la de su mujer y mejor aposentada, antes de los treinta años. Fundó dos órdenes benéficas para hijos de madres solteras y jamás defraudó a Hacienda. Cercano a todo el mundo, nada esquivó en sus relaciones y siempre con una palabra amable y una voz de consuelo para el necesitado, forjó un poderoso ejército de corazones entregados a su persona, sirvió de paño de lágrimas para sus antiguos compañeros y otras almas solícitas de su calidez a las cuales jamás les negara nada, aún en contra suya o a expensas de su tiempo o libertad. Alentó a muchos con sus consejos desinteresados y ayudó a todos. Se labró fama de amigo irreprochable y mejor persona, de hombre de inquebrantable esfuerzo y exquisita bondad, de verdadero apóstol de la nueva vida, de la vida de aquellos de quienes se escriben biografías noveladas y se hacen películas de sobremesa. Labró su nombre en los círculos selectos de las finanzas y en el de los elegidos para pasar a la posterioridad entre sus contemporáneos. Subyugante y cautivador, Panegiros Suleiman era sinónimo de toda noción de triunfo.
Sólo se le recuerda un incidente desgraciado en su vida; una pequeña pelea entre colegiales sin mayor relumbre que el de las últimas palabras que aquel tuviera con Panegiros a su final. “Hoy no, mañana tampoco, pero algún día, no se cuando, te mataré, lo juro”. Palabras que a buen seguro Panegiros ha arrinconado, porque aún entonces, todavía rutilantes en el eco del patio de recreo donde fueron dichas, Panegiros decidiera que no merecía la pena acordarse de ellas, tan temprano las comenzó a olvidar; más por la no transcendencia que les diera que por necesariedad de vivificar una amenaza que nadie creyó en su momento. Fueron sólo unas sílabas vacías, unas meras secuencias del alfabeto prontamente desdeñadas, simples cenefas de letras desatendidas desde el mismo momento en que vieron salir la luz una tarde que oscuramente se recuerda ya, deshilvanada en la lejanía, y que sólo podríamos traer a la memoria por su excepcionalidad y anecdotizar su ocasión aún cuando ya nadie sepa a qué vinieron.
Cuesta creer que cuanto Suleiman tocase no tardara en revertir un as en sus manos, que acompañado de una fe absoluta y sin sombra, sus logros sólo estuviesen al alcance de la altura de sus intereses mientras que los nuestros sólo se aproximen a una mala cercanía a lo que realmente nos esperásemos de ellos. Cuesta creer también que cuanto él tocara se convirtiera en oro, y si acaso ya fuese oro, en oro sobre oro. ¿ El secreto de su éxito ?. Algo inexplicable que ni siquiera él mismo, si le preguntaban, podía dar una idea de ello. Era, existía y eso era todo; él no lo atribuía a nada ni a nadie en especial, acaso a la suerte o al destino. Más allá de él, de su persona y de su realidad, no se cuestionaba nada, tal vez en ello radicara su secreto, en haber aprendido a convivir con lo que le había sido dado sin buscar explicaciones o razones de ser, nosotros, simples helechos esmirriados bajo el peso de su paso sólo podemos imaginarlo. Distraer segundos, enamorar minutos y preñar las horas con su avasallante voluntad era lo suyo, el resto caía a sus pies como fruta madura, como algo debido y otorgado a él antes de tiempo y que sólo se espera que él se digne a recoger. Y lo peor de todo es que no se le pudiese reprochar que las cosas fueran así; su conducta, con todos por igual, era incuestionable, ya lo sabemos, siempre dispuesto a ayudar y ofrecer su mano a quien la requiriere, jamás dudaba en hacerlo. Tampoco hubieron escándalos familiares en su vida, y si existieron, no se conocieron. Guardó estricta fidelidad a su mujer durante todo su matrimonio, tentaciones hubieron muchas, es cierto, no sólo de pan vive el hombre, pero jamás sucumbió ante tamaña debilidad, y aún cuando su mujer si tuvo en su momento cierto desliz que fue conocido, él no dudó en perdonarla inmediatamente y atribuirse a sí mismo toda culpa, aún sin tenerla, por cuanto hubiese sido él mismo el causante de su determinación aventurera, supuestamente por no haberle prestado suficiente atención o por su ligereza en la conducta al no haberse mostrado con ella más afectuoso durante todo el tiempo en que habían estado juntos, aún cuando era conocido cuanto afecto y cuidado dispensaba no sólo a su mujer sino a su familia entera por igual.
Su paso por el mundo era avasallador. A nivel profesional sólo cabía referirse a él como un número uno, y aún entre sus iguales, un “primus inter pares “; cuantas menciones honoríficas pudiesen existir eran todas para él, y sí aún no habían sido creadas, prontamente lo fueron, quizá sólo para manifestar o atestiguar su magnetismo sin igual. Sus muchos triunfos desbordaron las fantasías más ambiciosas de los más optimistas, su rostro bello y hermoso aún a los cincuenta años fue objeto de portadas de revistas, de entrevistas e incluso de una biografía novelada que fue un éxito de ventas en su primera edición; cierto empresario, joven pero no por ello exento de escrúpulos, llegó a manufacturar cientos de miles de calcomanías con el rostro del divino Panegiros y la leyenda, “Yo de mayor quiero ser como él”, se vendieron a millones. De repente, un buen día, su estrella comenzó a fundirse. La misma noche en que era investido “Doctor Honoris Causa por la universidad donde había estudiado, Panegiros se descubre un pequeño bulto bajo la axila, sólo una breve tumefacción que le molesta, a medio camino entre el color lila y amarillo del tamaño de una pequeña nuez. Nada serio piensa él. Así se lo confirma su médico de cabecera. El día que entra en urgencias, la primera y única vez que tiene necesidad de ir, se alarma; el dolor se extiende por todo el brazo y le dificulta el movimiento. En el hospital pierde la conciencia. Quizá más por el miedo o por el temor a lo desconocido que a otra cosa, porque lo que él tiene no merece la pena ni de ser tomado en serio. Un pequeño nódulo o bulto de grasa a falta de más pruebas médicas. O al menos eso cree el médico de guardia tras la primera inspección que le hace. A primera hora de la mañana vendrá el especialista y podrá emitir un diagnóstico más profesional. Se llama Gómez y tiene más o menos la misma edad que Panegiros, pero su vida quizá no ha estado al nivel de lo que él esperaba. Sí, es un gran cirujano pero no ha llegado a más. No es importante ni le han hecho fotos. Es un personaje gris que sólo destaca en su pequeño mundo, un rey de un territorio demasiado pequeño para ser considerado lo bastante importante como para dedicarle más líneas. Durante toda su vida ha oído hablar de su paciente, al que ahora tiene delante suyo, sedado y medio desnudo. Ahora las tornas se han cambiado, ahora es de él de quien se habla. Demasiados años oyendo noticias suyas, demasiados años escuchando su nombre aún sin querer y demasiados años viendo relucir con luces de neón su memoria de la cual no quiere evadirse, no aún, demasiado años macerando aquel recuerdo del cual no ha querido sustraerse, ni ha podido olvidar. Demasiados años desde entonces. Demasiados años acumulando resentimiento y pesadumbre. Demasiados años también desde aquella tarde que ya nadie recuerda salvo él, en la que tras las magulladuras de la vergüenza y el odio revertido de un joven, prometió vengarse. Algún día.