martes, 18 de noviembre de 2008

Esperanza

Belleza sin acento, indisciplinada y dormida tras tantos años de carestía y pobreza; belleza de labios carnales y brillantes y hermosos ojos zarcos que albergan el sonido de las lágrimas de las calles viejas de sombras alargadas y las humedades ásperas. Caminando sin ningún destino concreto como una bolsa vuelta a la merced del viento quizá esperando alguna clase de milagro apócrifo y esa forma de mirar suya que golpea el corazón.Un cielo oscuro de domingo de vientre inflado de orina y emergencia médica que nos tutea, y que la tutea; tiene apenas la edad de la poesía nacida en soledad y del desorden del dolor; esa paz ideal de las flores húmedas tras el énfasis de la tormenta y las apetencias aún no satisfechas; es un día de esos en que uno no quisiera estar presente en ningún lugar, y menos, en una sucia esquina maloliente como un fastidio que nos frena los pasos y hace vomitar entre alcantarillas; como le pasa a ella, que vomita el alma que vomita una agonía; y entre vértebras perdidas, áridas y sedientas, que vomita el caos sangriento de su carne. Nada de palabras sino puras dosis verbales de fe que hemos de creer; porque la luz a esas horas es un desierto, y su cuerpo tendido entre cartones, un vergel en gran silencio que envuelve la noche en flor; la hora en que las sombras reptan entre los faldones de las paredes, ágiles, posibles, como una fantasía dejada en libertad al paso de las luces de los vehículos, pero en que nadie la ve, imposible, roca a flor de piel. Las sombras que se amparan bajo esa teología del celaje y dientes de rata en ebullición de la noche de escalofriante y fría mecánica vacía de si misma; libre de consecuencias, y total, el tiempo, con el deseo aljamiado en las pupilas; algunas nubes, viento al hombro, se arrastran por lo alto como cosa atragantada con aires de jactancia.La mujer tiene un pantano de espasmos en las venas, una burbuja de bilis que le babea un caracol gigante que le muerde los párpados con un pesado sol de siesta y la encharca en aguas verdinosas; nota como el disgusto y la prueba del dolor se le escurren piernas abajo, fétidos como la sensación de una caricia de descomposición; desde muy lejos escucha unas voces lejanas, sin rostro ni identidad, la lengua de una infancia desterrada, un parabién de café tibio y otras formas de vida que se entretejen las unas con las otras en un inagotable calidoscopio; la salpicadura leve de sus ojos abierta a los cielos, depositada la mirada en alguna región lejana de vaivenes de cinturas, abrazos robados y humedades irritantes; alguna adivinanza de silencios interiores y algo fabricado con desesperanza y mercancías repulsivas de su trabajo y el lenguaje de acorralamiento a los que su alma se ha entregado en forma de coágulos y fragmentos de sonrisas pagadas con dinero; amor falso de cero grados bajo las mil formas de los gases y olores corporales conocidos en los que ha sentido el horror y las atmósferas del miedo y el asco, parcelas pinceladas robadas, todas, a la frontera de la muerte.La belleza exige cierta reserva e imprecisión, es la erótica de lo que es excesivo y del rubor feliz de la vergüenza; por eso su rostro ahora es bello, lejano como un paréntesis y definitivo como aquello que se muere y queda en el recuerdo. Asentado en la inconsciencia, dormido, su cuerpo reposa bajo las frondas de luz de una ambulancia del 061; los médicos la atienden y desisten de cuanta iniciativa se les puede ocurrir faltos de ciencia ante lo que parece irremediable; hay algo en ella que les hace reaccionar con prisas sin dilaciones; la proveen de los cuidados esenciales y más necesarios pero un pulso mínimo y las pupilas carcomidas ala de cuervo y el vacío incrustado en sus sienes les hacen temer lo peor. Ella no percibe nada y menos el sonido de aliento inflamado de la ambulancia en su carrera imposible por salvar su vida. La ambulancia llega al hospital y la camilla despierta por los pasillos enrevesados de las salas de urgencia hasta llegar al quirófano, un favor que se tiende para completar otros que luego quizá no sean apreciados en la rueda de la vida se descubre como única prosa a la esperanza por si ella llegase a sobrevivir. Pero poco o nada se puede hacer ya por ella; demasiado tarde para cualquier regreso una vez que ya toda su sangre se ha precipitado a su abismo de campanas tristes de iglesia y cadencias de espaldas infinitas.Pocas horas después y aún apenas caliente su cuerpo, alguien en la morgue contempla su cuerpo desnudo; hay una lujuria en aquellos ojos que escapa del orden y que hace indiferentes al resto de los otros cadáveres que les rodean; cuerpos todos menos jóvenes y menos bellos que el de la mujer y menos deseables que el de ella; cuerpos vaciados de todo calor estrechados en una piel de porcelana azul y el cerco ceremonioso de frío de los armarios de metal en los que los alojan; cuerpos de huellas pardas y profundas que no han sido desvestidos de aquella corola que disimula su desnudez y que no son contemplados con ansias y goces imposibles de reprimir; con fruición el hombre disfruta de la morbidez del cuerpo desnudo de la mujer que es gozado y acariciado una vez más como siempre lo ha sido en vida; de aquella igual y sórdida manera en que en diferentes moteles y hoteles sus pechos han sido besados y sus caderas violentadas a cambio de dinero; el mismo cuerpo de mujer que es ahora poseído y disfrutado por ese hombre del deposito de cadáveres que no puede dejar de repetir una, dos y mil veces la palabra puta mientras le jadea encima y ensucia, sabiendo que ella no puede oponer resistencia y ya nada le debe importar a ella lo que haga. Palabras sucias y soeces que huelen mal como si sus labios hubiesen sido fregados con un ajo o una cebolla; palabras, palabras, demasiadas palabras.Nunca sabrá él, nunca sabrá ella, que pocas horas antes que todo eso sucediera, a cambio de su vida, ella ha alumbrado otra de dos kilos setecientos gramos a un tiempo tan arisco como es el del nacer y en el cual su madre un día nació para hacerse después puta por necesidad y demasiada pobreza. Y es ahora, aún con los calzones bajados del hombre y el sexo húmedo, que la belleza de la mujer una vez ya despojada de su vida, se hace más sincera y más rotunda; el cabello oscuro y bello como un plenilunio desmayado y crepitante suelto sobre los hombros al viento de las horas y de la imaginación; todo él flexible y encerado como los oleos en un lienzo que ha de aprender a ser recuerdo y devenir eterno ahora en que deviene el rayo de la luz de esa otra vida que se hace necesaria retomar en el cuerpo de su hija y que se ha de elevar por todo lo alto ajena a todos aquellos amores con traición que un día ella conoció y experimentó con fatal desilusión.Pese a ello, y aún muerta y sucia, hay en sus ojos una luz que brilla intempestiva como un brillante y que jamás nadie podrá arrebatar ni mancillar; esa luz de la ilusión de la castidad del pabilo de una vela que sueña con emular al sol y que tal vez su hija alguna vez llegue a contemplar.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Hermandad

Víctor es un buen hombre. Pero su mujer Isabel, es una pécora y sabe lo que se trae entre manos, por eso se casó, (cazó, diría yo), con Víctor, que es mi hermano.
Él e Isabel tienen dos niños pequeños, de seis y cuatro años de edad. Estamos los cinco de vacaciones y nos lo pasamos muy bien. Me gustaría que Isabel no estuviese con nosotros, que estuviese lejos, perdida, o que jamás la hubiese conocido, ni Víctor tampoco. Es una sanguijuela de su corazón, todo fachada, más falsa que un duro de cuatro pesetas. No me gusta.
La playa donde estamos es muy bonita, casi salvaje. Pero Isabel es una mancha en mi felicidad, me gustaría que no existiese, que no estuviese aquí. Muerta no, que no hubiese nacido sí, no quiero que haya tenido ningún placer, no quiero que haya vivido, pero eso es imposible ya. Basta que piense en ella para que no me lo pase tan bien como me lo paso cuando no pienso en ella. Pero ahora no quiero hablar más de ella, no se merece que le dé más importancia, es una bicha infecta.
El acceso a la playa es muy accidentado, tortuoso a ratos, pero todo eso hace que ese pequeño rincón se mantenga casi desconocido para la gran mayoría de veraneantes. Un paraíso que se ha escapado al bullicio y al gentío estridente de las almas insensibles. El agua es tranquila, sosegada y limpia, casi transparente; de delicado declive, la orilla se va sumergiendo poco a poco mar adentro, sin estridencias y con toda la pausa para que se pueda disfrutar del agua sin uno alejarse demasiado de la costa. He de vigilar a los niños.
Éste es un rincón sólo conocido por algunos practicantes del buceo e inmersión, y algunas familias de pescadores o navegantes que por lo escarpado de su acceso prefieren llegar por mar. Arrecifes de corales y bancos de peces, diminutos y mayores se solazan en calma por allí, sin premuras ni amenazas de bañistas salpicadores y vocingleros. La arena es blanca, bañada tímidamente por las olas que van a morir allá, nuestros pasos se dibujan sobre ella para pronto desaparecer arrastradas nuestras huellas por el incontinente ir y venir del mar. Los niños y yo nos divertimos observando como la tierra mojada, esculpida en forma de prominentes castillos húmedos de recebo acaba por ser engullida por los embates pacientes del cabrilleo de la marejada. Caracolillos y ermitaños sorprenden nuestros devaneos juguetones afanándose en cubrir los huecos abiertos de sus moradas por el oleaje, con las prisas diligentes de los buenos hacedores que rentabilizan su esfuerzo al máximo. Estrellas de mar y pequeños bivalvos enterrados en la arena, se apresuran a esconderse de nuevo tan pronto son descubiertos por nuestros juegos traviesos de aventura e inspección con palas y cubos de plástico. Una suave brisa que sopla de poniente sumerge nuestras conciencias en la imaginación de lejanas islas tropicales a donde hemos ido a parar tras cruentas luchas sostenidas con feroces corsarios que nos han acechado durante el camino. La fantasía se dispara sola en un lugar como ese; rodeada de los hijos de Víctor, yo también soy una niña en esos momentos. Rejuvenezco los edenes perdidos de la niñez donde todo era fácil, y donde el simple hecho de vivir era sólo eso, vivir, sorprenderse a cada rato bajo nuevas experiencias que te enriquecían y te maravillaban mientras te hacías mayor. No hay casi nadie en la playa, sólo nosotros; Víctor e Isabel se han ido a navegar, lejos, a sumergirse en las quietas aguas y buscar los paraísos perdidos que aquí en la tierra hemos olvidado ya. Nuestros cuerpos, el de los niños y el mío reposan, luego de la diversión, cansados, fatigados, sobre las esterillas de baño, y mientras duermen, yo los contemplo; sus rostros dibujan felicidad y apasionamiento vital, juventud de infancia e inocencia. La frescura perdida que ya no nos queda a los mayores. Sus cuerpos, hartos de ejercicio y correrías están mojados de transpiración y sal, sus cabezas, todavía húmedas, roban luz al sol para sembrar destellos albos bajo mi mirada y atención. Yo nunca he tenido hijos pues creo que esa es una pesada carga para todo aquel que estima de sobremanera el respeto que se merece la vida humana, para el que valora el hecho de la imposibilidad de no poderles ofrecer lo mejor para ellos, la mejor educación , la mejor alimentación..., y un sinfín de cosas que uno hubiese querido disfrutar y poder dar a sus hijos. Sea como sea, los hijos de Víctor e Isabel los veo como míos, los siento como míos. Como si fuese su madre, incluso más.
Los peroles de juguete de los niños se encuentran desperdigados por la arena de la playa, distraídos por doquiera por el desorden producido al perder el orden y meticulosidad que de ordinario ponemos en la cosas. Rebozados en mica y sílice unos, y suspendidos otros en el suave balanceo de las olas que se suceden, han perdido ese rigor matemático de la pureza de manufactura de país asiático. La tarde cae pesada y densa sobre ellos, yergue sus minutos sobre el estanque de las horas y tenemos tiempo para que así sea. Somos libres. Grandes masas de nubes blancas y algodonosas navegan elevadas filtrando los cansinos rayos de sol, el murmullo del mar que rompe en la costa tiene la melodía de una nana vespertina que acuna sensibilidades y regresos a la paz interior, es sedante y absorbente. A lo lejos, una sombra, la forma humana de una silueta se dibuja en el horizonte del mar. No sé quien puede ser, no me interesa, no quiero preocupaciones. Los niños, agotados por el día, aún duermen en sus camas cuando yo despierto. La umbría se ha instalado en la habitación del hotel como un elemento inescindible de la decoración. Afuera, a la luz de la luna que comienza a insinuarse, reconozco la sinceridad de la noche que amenaza, la duda del sol que desfallece y mi inquietud por la ausencia de Víctor e Isabel. Desde mi dormitorio oigo el mar encrespado fuera de horario; en el cielo, infinidad de trozos de cristal brillantes despiertan poco a poco y una pegajosa sensación de intranquilidad se mueve en mi impresión. Mi primer impulso es salir corriendo, escapar de esa opresión que se ciñe en mi cuello como un sedal metálico y hacer cualquier cosa que interrumpa esa sensación de pánico inminente que veo crecer en mi interior; pero he de mantener la calma. Ocupar mi mente en otras cosas que no sea pensar. Rezar.
Es curioso como algo imprevisto, algo con lo cual no contábamos puede ser una verdadera fuente de conocimientos sobre nosotros mismos, como nuestras reacciones hablan de los aspectos más desconocidos y a veces ignorados de nuestra propia persona y jamás dejan de sorprendernos. Trastornada, me movía como un zombi de un lado a otro de la habitación, nerviosa, obligada a no despertar a los niños. Propiamente nada había cambiado desde aquella misma tarde, apenas sólo unas horas de reloj, pero mi situación, mi estado de ánimo había experimentado un cambio radical, que difícilmente se podía entender como normal. La abstracción de ideas siniestras, crueles y salvajes no pararon de aglutinarse en mi cabeza durante todo ese rato, especulaba con pormenores que se identificaban con accidentes y pérdidas irreparables, con nuevas responsabilidades por venir y dejes de culpa por no ser yo, y no Víctor, quien acompañase a Isabel en esos momentos. Presentía la verdad y cualquiera que ésta fuese, me removía el corazón. El mundo se cerraba sobre mí en manchas oscuras, desoladoras y tristes, en una especie de ejercicios retóricos del pesar donde yo sólo era el elemento necesario para que el dolor y la inclemencia del destino arraigase. Temía cualquier temeridad o imprudencia que hubiesen cometido ellos dos allá lejos, solos y aislados en alta mar y sin más refugio y protección que sus propias conciencias y la salvaguarda de una pequeña embarcación que no me sugería ninguna confianza. No sabía qué hacer, si avisar al gerente del hotel para que denunciara la desaparición a las autoridades portuarias o sencillamente esperar y tranquilizarme y superar aquel mal momento. No quería precipitarme ni tampoco dejar pasar el tiempo por si éste hubiese sido necesario en caso de que mis pensamientos no hubiesen dejado de estar desencaminados. Arrebatada violentamente de aquella paz y armonía anterior que había yo sentido antes arropada por los rayos del, la cálida brisa y el murmullo del mar, toda nueva sensación que experimentaba no eran más que el peso de una decisión que no llegaba yo a decidir. Sin yo apenas advertirlo, comencé a llorar, a vaciar mi alma de dolor y desesperación. En aquel momento supe que algo había ocurrido, y que yo había hecho tarde.
Amparada en risas simuladas y bromas creadas para distraer mi preocupación y no inquietar a los niños logré acostarles tras haberlos bañado y dado de cenar. A esas horas lo inevitable era manifiesto, una llamada a la puerta de mi habitación lo evidenció todo. La desnuda crudeza de los hechos afirmó aquello que yo tanto había temido. Habían encontrado flotando sus cuerpos a la deriva de la principal corriente que recorre la bahía de C. Ebrios los pulmones de agua y atenazados los músculos de tanto resistir contra la marea. Parte de sus rostros y de sus cuerpos habían sido limados por la voracidad de los peces, despertando los huesos y reflejando los tendones a la luz de la mirada. Preferí no verlo, pero no tenía excusa alguna, tenía que reconocer aquellos cadáveres ante el Juez Instructor, los papeles que consigo llevaban en la embarcación de poco pudieron servir por el estado en que los encontraron. A la mañana siguiente, luego de hacer las oportunas exigencias administrativas que se esperaban en un caso así y de tramitar los papeles oportunos, acabaron las vacaciones y regresamos a S., donde nos esperaba a mí y a los niños una nueva vida, muy distinta a la que hasta entonces habíamos llevado. El ritmo de las cosas y el continuo suceder de nuevas situaciones a las cuales someterse durante las siguientes semanas me restaron tiempo para dolerme de la pérdida de mi hermano. La desaparición de Isabel sólo representó un pequeño apósito en aquella herida irreparable y absoluta que significaba no poder volver a ver nunca más a Víctor ni poder compartir con él los recuerdos que guardábamos los dos de nuestra niñez, ni escuchar otra vez su alegre risa, enterrada desde hoy en el pasado. A partir de ahora tendría que aprender a enfrentarme a la severidad de una realidad que jamás hubiese deseado tener que afrontar. Tenía ante mi el reto de salir adelante, de educar a dos niños y hacer de ellos dos personas de las cuales sus padres hubiesen podido sentirse orgullosos. Lo haría, allá en los cielos había una persona a quien se lo debía. Comprendí también que había sido injusta con Isabel, que ella también debía ser acreedora de esa misma voluntad que debía guiar mis pasos a partir de ahora. Quizá por extrañezas mías, o un resentimiento tácito, genético entre mujeres, yo había adoptado una postura desproporcionada, intolerante, que tal vez no mereciese, y de la que en todo caso me arrepentía.
Con el cambio de estación todo comenzó a equilibrarse. Me hice a la rutina, a los cambios sobrevenidos y a mi nueva faceta de mater familiae; los niños no acababan de entender lo sucedido, no tenían aún esa edad en la cual comenzamos a deformar nuestra inocencia para hacernos pasto a conocimientos superiores que nunca más nos harán felices. A nuestra manera, la única que por desgracia conociamos, éramos felices. Por las noches, había veces que yo recordaba, que lloraba y que buscaba respuestas al acertijo del por qué de lo que había sucedido. Nunca obtuve respuesta y me sentí feliz de que así fuera, porque cualquiera que ésta hubiese sido la hubiere encontrado injusta, egoísta y poco piadosa. El tránsito de una situación de cierta liberación familiar como la que yo había disfrutado hasta entonces, de independencia, sin más responsabilidades que las dadas por los compromisos entre hermanos, a otra de mayor agresividad y riesgo en cuanto se suponía la dependencia de los niños hacía mi no fue tan tortuoso como cabía esperar. El afecto mútuo que desde el primer momento nos dispensamos los tres tras la tragedia nos ayudó a sobrellevar aquella irreparable perdida, cuyo verdadero significado, no tardarían los niños en asumir tan pronto crecieran y se hicieran adultos. No hubo nada de vengativo en mis deseos de resarcirme de aquel dolor que me había supuesto hacerme mayor tan de repente. No hubieron ansias de volver atrás el tiempo perdido ni regresar a aquellos días en que la seguridad y amparo que me proporcionaba mi hermano me resguardaba de mis miedos y temores, ahora todo dependía de mi y yo, del día a la mañana me había convertido en mi mayor valedora. La soledad renovadora del otoño y el silencio blanco del invierno zanjaron de una vez para siempre, todos aquellos recuerdos que tenía yo, momentos como esos no volverían, se habían ido y no regresarían. Tracé una línea separadora entre el antes y el después, disocié los zaheridores sentimientos que ya nada me podían ofrecer sino fuesen pena y dolor, y pasé a mirar hacía delante, a no volver la vista atrás; lo ocurrido, pasado estaba, nada podía hacer yo por remediarlo, ahora me debía al presente, a mi supervivencia, a todo aquello por lo que permanecía viva y que me hacía sentir alejada del naufragio de mi existencia.
Pasaron tres inviernos más, los niños crecieron y no tardaron en comprender las cosas que se les escapaban años atrás. Fueron capaces de expresar sus ansias y sus temores, las incógnitas que hasta entonces habían perdonado a su tranquilidad. Comprendí yo también que mi trabajo con ellos no sería realmente efectivo hasta que pudiera desvelarles todas las interioridades de lo que sucediera aquel día en que sus padres desaparecieron. No hacerlo hubiese sido una ofensa para ellos, facilitar la duda de un hecho concreto en el cual era necesario que ellos participaran y conocieran. Ese mismo verano les anuncié que pasaríamos el verano en C. A los orígenes. Teníamos los tres una cuenta pendiente. No podríamos acabar definitivamente por asimilar lo sucedido si no regresábamos por lo menos una vez más a aquella misma playa, a ese mismo mar que amortajó a sus padres y fecundó mi madurez. Ninguna vida es completa hasta que no hemos sido capaces de superar nuestros miedos y enterrar nuestras maldiciones. Saldar deudas con el pasado y establecer ventajas, llevar a cabo heroicidades y asimilar cobardías. El tiempo es incapaz de retener para siempre fracasos y enterezas, sólo nosotros somos capaces de restaurar esos pequeños fragmentos de nuestras vidas que merecen ser recordados, nada tenemos más que eso, vivimos en una constante pérdida, amores, penas, ilusiones y absurdos, que se escurren entre nuestros dedos para nunca volver; sometidos continuamente a fracasos y reinicializaciones de nuestra persona, establecemos cada día nuevos horizontes, nuevos encuentros y nuevas decepciones, seguimos adelante, hemos de hacerlo, sin parar, siempre, y eso es lo importante, permanecer vivos, sabernos vivos y seguir ahí, vivos, vivos ante todo, vivos hasta que nos sorprenda, algún día el último vacío. Y en eso consiste el vivir.
La mañana que llegamos a C. todo permanecía igual, sólo nosotros tres habíamos cambiado; la propiedad de la tragedia ya no era nuestra, ni del aire en el que se desarrollara años atrás la desgracia, ni del mar que absorbiera aquellos cuerpos para expulsarlos sin vida después. Era sencillamente una lección que teníamos aprendida y que sabíamos que siempre nos acecharía mientras viviésemos, pero que también dominábamos y ya no podía hacernos daño. Había en ella contenida la experiencia que nos hablaba de cuan frágil es la vida humana y de cuan fuerte puede ser el recuerdo de las personas que hemos querido alguna vez, la forma rigurosa en que se pueden ensordecer las alegrías compartidas que se nos arrebatan y el valor que puede tener una alma por el número de cicatrices que tiene cosidas. Sobre el cielo se sostenían iguales rebaños blancos de nubes que entonces, abandonados jirones de algodón por los cuales se filtraba la luz y los silencios agitados de olas que llegaban y se extinguían sin tener necesidad de preguntarnos nada. Los niños contemplaban el mar, ese infinito horizonte que no acababan sus ojos de acariciar en su inmensidad. En esos momentos estuvimos los tres unidos más que nunca lo estaríamos en la vida, juntos desde el pasado más allá de ese presente que se nos representaba ahora cargado de futuro y esperanza. No cabían palabras entonces, no eran necesarias, toda palabra hubiese significado una ofensa a ese mágico momento en que todo parecía estar acorde con la naturaleza, abrazados los tres, juntos, todo estaba ya comprendido en nosotros; nos dimos las manos y acto seguido avanzamos hacía el mar, caminamos hasta que el agua comenzó a bañar nuestros tobillos, y nuestros corazones, hasta adentrarnos más, mucho más, hasta ese punto en que el cuerpo se funde en la naturaleza y no hay preguntas que contestar. El futuro nos pertenecía.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Senén

Senén despertó y libró una fuerte batalla con sus ojos para abrirlos. Una pequeña demostración de su fuerza de carácter. Son las tres y media de la madrugada de un frío lunes de principio de Octubre y Senén ha de sostener un nuevo reto consigo mismo. Levantarse de la cama, ducharse con agua helada -hace días que el termo ha dejado de funcionar-, desayunar y salir para su trabajo. Tiene cerca de sesenta años y la vida le puede. Enciende la luz de la mesilla de noche y pasea su vista por la habitación. Su mujer con el pelo recogido en un montón de bigudíes y clips de plástico, descansa todavía a su lado. Un pequeño milagro. Luego de tantos años juntos se ha establecido una comprensión que da asco y nauseas. Gases, hedores de pie y hedentina de boca han establecido entre ellos tal complicidad que la vida sería demasiado complicada sin ellos. Y esos picores provocados por el trasero mal aseado y la mezcolanza de turbios aires corporales, que en otras personas resultarían repugnantes, son tolerados como si de una expresión de amor se tratara. Sus vidas nacen y fenecen en ellos y su amor todo lo alcanza entre los dos extremos. Amor sin sofisticación desprovisto de gallardías y otras miserias que lo hagan más llevadero. Senén y Encarna luchan por mantener intactas sus vidas al margen de los demás en anoréxica exclusión, ni videos, ni televisores en color, ni Internet; ni saben lo qué es ni les interesa tampoco. Cada día, sin falta desde hace cuarenta años, Senén se levanta a primera hora y baja hasta las Ramblas donde le compra una rosa roja a Encarna y la deposita a su lado en la mesita de noche para que sea la primera cosa que vea al despertar. Hoy también Senén cumple con su pequeña galantería, como el primer día, con la misma ilusión y con la misma fuerza del sentimiento que lo agitó a hacerlo cuarenta años atrás.
Luego de desayunar un café con leche en el bar de la esquina se va a su trabajo en la Corporación Metropolitana de Transportes; saluda a sus compañeros, se enfunda en un gastado mono de color azul y con su casco baja a los túneles del ferrocarril a reponer las bombillas que se han fundido durante la noche. Entre humedades, ratas y viscosidades que se encuentra en la oscuridad cumple con su deber con diligencia y profesionalidad. Doce horas sin ver la luz del día y sin saber si llueve o hace sol. En verano suda y se funde con las temperaturas asfixiantes del subsuelo mientras que en invierno siente helarse las manos que se han agrietado de tanta húmeda suciedad y esclavo trabajo. Senén hace equilibrios con su salud y sólo encuentra consuelo en saber que no está sólo. Encarna le espera en casa y esa es su ilusión. Sólo por eso merece la pena estar vivo.
Encarna trabaja por horas haciendo limpiezas en casas de la zona alta. Se levanta también temprano pero no tanto como Senén a quien quiere mucho. Es muy humilde y sabe que todo cuanto ella pueda hacer o pensar no es nada en relación a su capacidad de ser feliz. Las grandes cosas que su vida le ha deparado se han justificado por sí mismas ya, y no encuentra otro motivo para su existencia que ser la mejor parte de sí misma para los demás. Es una buena esposa y una buena compañera; trabajadora encomiable, tiene un alma inocente que se llena de luz cada día al despertar y ver a su lado esa rosa roja que la espera y que la hace emocionar con toda la fuerza de la belleza que se contiene en ella. Su trabajo le quita tiempo a su vida y ve ausentarse su mediana juventud como quien ve caer las hojas amarillas de un árbol en un paisaje color pastel aún no llegada la hora de la senectud. El día le trae a la memoria la ausencia de Senén y en cada uno de sus pensamientos hay una huella de la mutua felicidad que les une, ensoñaciones que restan espacio a la distancia y conmueven toda medida del humano firmamento de los sentimientos. Allende distancias y soledades compartidas, sus mentes se ungen en la bendición de los cuentos de hadas y las fábulas que se cuentan con voz de fantasía, sus corazones vencen estorbos de largo recorrido y estrechan caminos que se acortan con sólo quererlo y desearlo, tal es su afán en percibirse el uno en el otro. Toda una vida juntos no ha sido capaz de mutilar tanta ilusión y tanto anhelo como el que ellos dos tienen el uno por el otro. Son afortunados como sólo pueden serlo ellos; indiferentes a todo aquello que les rodea, pues en ello sólo encuentran un motivo para no estar en la única compañía que quieren y desean, se han apartado del mundo, pues el mundo es todo aquello de lo que han huido para estar juntos.
Cuando Senén llega, la casa es un vacío inhóspito sin Encarna, un mausoleo de pasiones adormecidas que sólo cobran vigor y luz con su presencia, que tanto añora. Cansado y con el corazón encanecido por tantas horas fuera, Senén se deja caer en el sillón mientras su alma se encoge en una espera siempre demasiado larga. En esos momentos, Senén aborrece el tiempo. Fatigado y sin más compañía que su sudor se despoja de sus ropas sucias, las pone en el fregadero y apura la colada de toda la semana, más por la costumbre que por la necesidad de hacerlo. Hoy está especialmente cansado, ha sido un día duro y pesado, sin descanso. Sentado en la mesa de la cocina que Encarna ha cubierto con un mantel de hule, Senén pela unas judías verdes poniendo una sonrisa en cada una de las vainas que llenan el perol de aluminio donde las vierte. Dos kilos y medio, ni más ni menos, un verdadero lujo. Corta después cinco patatas y las pone a hervir junto a las judías a fuego lento con unas hojas de laurel y sal. Encarna todavía tardará en llegar, hoy es miércoles y trabaja hasta tarde. Le gustaría abrazarla y oler su pelo de mujer amada pero pensarlo es uno y poderlo hacer es otro, sólo cabe su tensa espera y supeditar su pensamiento a mejor oportunidad que fraguar en soledad su deseo. Las judías y las patatas están casi a punto y eso le convence de que ha de ponerse manos a la obra. Vacía el cazo hirviendo en la pica y deposita en una fuente metálica la verdura que rezuma vapor y aires de pueblo de su Andalucía natal. Lejos de extrañas sofisticaciones gastronómicas se siente feliz, preparando la cena sin más caprichos que el de hacerlo con todo el amor del mundo. Diligente y preocupado en aliviar trabajo a Encarna para cuando llegue, Senén lava los aperos empleados y los pone a escurrir prestando atención a disponerlos en orden sin hacer de ellos una precaria escultura malabar de arte doméstico. No busca la ampulosidad del gesto ni el agradecimiento en el afecto que Encarna le pueda dispensar cuando llegue; Senén sólo quiere ayudar, como si de un acto debido y merecido se tratara. Como dos compañeros solidarios que se auxilian mutuamente y no esperan nada a cambio, sus vidas discurren paralelas, dispensándose una entrega que tiene mucho de fidelidad y arrobo canino, incuestionado e incausado; es así y sería adulterar sus sentimientos preguntarles por qué es así. Ellos lo ven como algo natural y algo normal, y no esconden su felicidad de sentirlo así.
Encarna acaba su jornada laboral y recobra su libertad de esclava subvencionada. También está cansada, los años no pasan en balde y cualquier movimiento de su cuerpo llama al dolor. Le pesan las piernas y su cuerpo es un balde difícil de mover a dichas horas; pero su aliento se alimenta con el deseo de llegar a casa y abrazar a Senén, de olvidar tantas horas en el sufrido trabajo y aventurarse por los caminos que sus dos bocas unidas abren al fusionarse en ese momento tan esperado como es el de su llegada. Encarna no pretende ganarse el cielo con su sacrificio ni hacerse un nombre en la empresa de trabajos de limpieza donde se emplea, sólo persigue hacer su trabajo lo más dignamente que pueda y saberse aún útil a tan aventajada edad para estar fregando suelos y despachos. Lo acepta de buen talante pues su carácter no le sugiere lo contrario; se siente recompensada de sobras con la felicidad que lleva dentro. Tiene una disposición genética que le hace inocente al conocimiento de cosas mayores y tampoco pensándolas lograría mejores vituallas para vivir, se conforma con lo que tiene y por eso es sabia. La vida no es fácil y falta haría que nos la complicáramos aún más. Bastante difícil se nos antoja dirigir nuestro propio destino, piensa Encarna, lo que en todo caso deberíamos hacer es ser capaces de acompañarlo hasta donde él nos lo permita. La vena filosófica de Encarna es grande a estas horas, su mente no descansa, porque el descanso es muerte y la muerte es el olvido. Mientras camina por la calle todos sus males espanta y se va sintiendo mejor, más ligera y ágil, lejos de ese espíritu de voluntad individual explotada que ve brillar en los ojos de las personas que se cruzan en su camino y la ignoran; son rostros desconocidos, demasiado iguales los unos a los otros para llamar su atención, ajados unos y jóvenes otros, pero todos con la misma triste expresión de corazones castigados y voluntad gastada de quien no es feliz consigo mismo y con lo que le rodea. Quién sabe, también habrá gente como ella que expectante de llegar a sus casas y ver a los suyos, reconoce una oportunidad en cada molestia por las que atraviesa su vida, pero esos son los menos. Son más de las once y Senén espera en casa, basta de contemplaciones se dice ella misma. Se apresura en su caminar, y cuanto más rápido va, más rápido quiere ir, pero sus limitaciones físicas son las propias de quien atesora calendarios en los músculos y reflejos desde hace años, y ha de ralentizar sus movimientos, hasta adecuarlos a la sincronía del orden matemático con que su razón disfraza los estímulos que su corazón le ha dictado. Ya no es una jovencita, y se sorprende por ello, pues ella se siente como si lo fuese, por más que su cuerpo le sugiera otra cosa; la edad, como dice ella, no es un número en el carné de identidad, es más bien un atributo del corazón y ella aún es joven en su interior, por más que su pelo y piel quieran inducirla a engaño.
A Senén se le comienzan a cerrar los ojos de tanto sueño. Ha colocado el mantel y los cubiertos y los vasos en la mesa. También ha preparado la cena y hecho el crucigrama del periódico mientras esperaba. Ahora se está quedando dormido y le cuesta mantenerse despierto. Un sopor le atenaza las fuerzas, está aturdido y no presta atención a que los minutos pasan, un parpadeo, no más. Encarna no acostumbra a tardar tanto, tampoco le ha llamado ni ha dejado nota alguna avisando de su posible tardanza esta noche. Está intranquilo y su cuerpo, sentado vagamente en el sofá le es un estorbo, una molestia. ¿ Y si le ha pasado algo ?. Senén no aguanta ese pensamiento de traiduría y sólo piensa en bajar a la calle, como si eso obrase el milagro de acortar el tiempo de llegada de Encarna, y salir a recibirla. Se vuelve a calzar sus gastados zapatos de obra en los pies y sale en su busca por esas callejuelas que tanto conoce de tan transitarlas en su amada compañía. Recorre las travesías prestando máxima atención a cuanto sus pobres ojos pueden entre umbrías y penumbras mal iluminadas, intentando avistar en las emergentes sombras oscuras ese movimiento al andar tan particular de ella y acaba por perderse en ese silencio de descrédito de no haberla encontrado que tanto daño le hace; comienza ahora a preocuparse pues se teme lo irremediable, lo injusto y lo nunca esperado.
Esa noche será la primera que Senén dormirá sólo en muchos años. También será la noche que él aprenderá que el ser y el estar no es lo mismo y que el poder y el querer son cosas distintas. El corazón de Encarna le hablará de ello cada día al despertarse y encontrar ese doloroso vacío inexplicable a su lado. La vida, nada volverá a ser lo mismo, ¿ podría acaso algo ocupar el espacio inerte en su corazón que ha dejado ella con su ida ?. No, no hay nada; tan sólo su recuerdo y esa pequeña rosa roja que cada día sin falta, ocupará el mismo espacio que sus predecesoras a un lado de la cama, con el suficiente poder evocador de las antiguas imágenes y la fuerza de reconstruir con todas esas palabras que jamás
podrán ser ya repetidas, las caricias, besos y sentimientos que la muerte no ha podido distraer sino a los sumo alterar por no hacerlos más profundos. También aprenderá Senén esa noche, que los hombres somos necrófagos de nuestros sentimientos y todo aquello que agita nuestras pasiones, que nos alimentamos de la memoria de nuestros seres queridos y que ello nos reconforta de no poderlos tener nunca más a nuestro lado. Que la muerte no destruye, que existe un presente perpetuo que vive en el éter, en la inmensidad infinita del firmamento que habla de lo que se nos ha perdido con la voz de la presencia de lo inalterable e inamovible de nuestros propios sentimientos. Que nada queda y todo es, y que si bien probablemente el hombre se acabe resumiendo en un cúmulo gris de cenizas en algún rincón del tiempo y el espacio, nunca sabremos cuales son las cenizas de los sentimientos, y que quizá sean éstos en su humildad y sencillez los que den valor a lo que somos y a lo que hemos sido.
Con la muerte juntos, Encarna. Senén.

martes, 11 de noviembre de 2008

Orígenes

Alcanzó el autobús que le llevaría de Madrid a Aldeia de São Bento en el último momento, y porque el ayudante del conductor no quiso volver a abrir el maletero, tuvo que subir consigo el enorme bulto en el que viajaban sus cosas. Afuera llovía y el viajero se acomodó junto a la ventana para ver caer las gotas sobre los oscuros suburbios y calles que dejaban atrás y el silencio de la noche. El viajero llevaba un grueso abrigo color beige que había comprado seis años atrás de oferta en un Carrefour de Colmenar Viejo y una camisa y pantalón que le guindaban de su cuerpo como dos pesados fantasmas que se han quedado colgados de un ropero. De no haber estado tan cansado y haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico de los demás viajeros que como personajes de Víctor Hugo o Zola, parecían haber fracasado en sus ajetreadas vidas por causas del destino. Llevaba veinte años viviendo en Matalascañas, donde había nacido y tenía cincuenta y tres años. Jamás se había casado y aunque era un hombre tímido al que le gustaba la soledad, había dejado muchos amigos que le recordarían como un buen hombre de los que ya no existen en este mundo. En el interior del autobús hacia calor. Un complicado pero eficiente sistema de calefacción que consistía en unas pequeñas estufas empotradas en cada uno de los apliques de los asientos, irradiaba un aire calido que empañaba las ventanas en contraste con la humedad de los cristales y el frío que llegaba del exterior y emborronaba el paisaje. El compañero de asiento del viajero, se había dormido hacia un rato y su mera presencia le daba tranquilidad porque parecía un hombre necesitado de compasión y afecto; un hombre viejo y cansado cuyo pasado parecía haber sido dejado de lado mucho tiempo atrás y borrado bajo esa lluvia fría que caía como una tormenta de nieve. El viajero trató de recordar lo que le había dicho su mejor amigo respecto a la gente de la ciudad mientras oía como entraba y salía el aire de la nariz de su vecino. Después trató de leer las predicciones de su signo para Nuevo Año, pero aquello era como montar un rompecabezas con demasiado cielo, y cansado como estaba, no pasó mucho rato antes de que se quedara dormido y sus mejillas adoptaran las marcas de los ribetes de la chaqueta en la que se apoyaba para protegerse de la frialdad del cristal. La carretera era apenas un accidentado sendero de tierra batida que llegado a Navalhermosa dejaba entrever algunas losas de granito y mortero de la antigua vía romana que se había apurado hacia años, jalonada ahora de retazos de brezo y escobera cercana a las estribaciones de la Serra da Estrela. Había dejado de llover pero las nubes aún pendían arriba en las montañas y progresaban hacia la ciudad de Seia en el distrito de Guarda, donde probablemente los viajeros harían un alto en el camino. El autobús rara vez pasaba de la segunda velocidad lo que hacía que avanzaran casi a paso de burro y empatizaran con aquellos campesinos que acarreaban pesos de hortalizas sobre sus hombros y cabezas. En los campos se veían viejas que trajinaban con costales y sacos de grano, y manos de hierba que agrupaban en cubos de metal y niños ancianizados que rastrillaban hileras de patatas y ajos junto a fuegos que dejaban escapar humaredas sin dejar atrás ningún calor. Algunos parecen tan encerrados en sí mismos que no podría afirmarse que sientan las inclemencias del tiempo y de las horas. Como si se tratasen de ciegos, restan impasibles en su eterna oscuridad de falta de niñez sin comprender gran cosa y tratan de apaciguar su existencia ayudando a sus padres y mayores como quien intenta tranquilizar a un perrillo que salta y brinca alrededor porque hace buen tiempo y no quiere parar quieto. Pálidos y escuchiminizados, deambulan como si jamás hubieran conocido ningún tipo de ternura y los más pequeños experimentasen el limbo del tiempo libre sólo por su incapacidad de hacer algo útil. Sin una idea, una noción, una conciencia clara de la vida, no se cuestionan su felicidad. Más adelante, y a eso se llama madurar, aprenderán que en el campo los inútiles son siempre engorrosos y que de no tratarse de sus hijos, sus padres actuarían con ellos igual que hacen con las gallinas cuando son improductivas, matándolas porque son enojosas.Llovía, pero eso le daba igual. Iría caminando a casa de sus hermanos y les daría un gran abrazo a sus pequeños y magníficos sobrinos cuya carne era tan suave y firme como el culo de un bebé. También iría a ver a la vieja señora Naxaviera Boa Morte, a la que apreciaba porque era sencilla y encontraba interesante por motivos que nada tenía que ver con la sencillez y a su amigo Calixto, al que hacía diez meses que no veía. En la calle las casas parecían brillar junto al aire húmedo y las moteadas paredes de ladrillo mal conservadas para no gastar más dinero. Su aspecto tan poco ampuloso y a la vez sincero, daba la impresión de estar relacionado con vidas que no acababan de ir bien y que resultaban inapropiadas para la vida cotidiana.Una señora ya entrada en años paseaba a su perro forcejeando con el paraguas y la cadena que se le enredaba entre las piernas. El perro, que parecía haber visto esos mismos árboles una y otra vez y su ama, se disponían a cruzar la calle cuando vieron al viajero. Ambos parecían aburridos y el viajero los ignoró. En los bares se anunciaban pollo byriani, korma vegetal, pan naan caliente, chutney de mango verde, salsas de coco rayado, nalai kofta, arroz y verduras al curry, rayta, babotee, masala dhosas, y fritura de calabaza, dhal, padams y galletas de patata y cebolla. El barrio parsi de la ciudad había variado poco desde la última vez que lo había visitado. Fue cuando lo atracaron y lo apuntaron con aquella pistola y tenía tanto miedo que aún hubiera levantado más alto las manos sino las hubiera tenido pegadas a sus muñecas. Ya había pasado mucho tiempo de aquello.Debajo del puente corrían paralelamente unos diez raíles por los que circulaban los trenes. Unas placas metálicas clavadas a las rejas protectoras avisaban del peligro y prohibían cruzar la vía, tirar basura o tocar los cables eléctricos. Cruzó los raíles y se adentró en el barrio de su familia. Al final del paseo, en un bloque de cemento había pintado el graffiti de un negrito con un enorme pene que sobresalía de un pantalón de montar que blandía una fusta sujeto a un árbol mediante cadenas y argollas. Verlo le disgustó profundamente. Descubrió que tenía pulmones porque de repente se le quedaron vacíos y la melancolía, el spleen, la saudade, la acedia, la búskomorság le asediaron como nunca antes habían hecho. Obsesivo, odiaba la vulgaridad y detestaba la ambigüedad. Adoraba la monotonía y los cambios le resultaban problemáticos. Continuamente tenía que recordar que debía modular su voz al hablar con los demás y esforzarse por compartir los intereses de otras personas so pena que le acusasen de no saber mantener relaciones o preferir aficiones poco corrientes y sostener intereses en que los pequeños rituales habituales se hacían indispensables (tics, balanceos de las sillas o rutinas inflexibles), a la hora por ejemplo de realizar un puzzle o realizar bases de datos sobre películas descatalogadas o construir maquetas de edificios con palillos de dientes. Un candidato perfecto pues para padecer el síndrome de Asperger o cualquier otro desorden neurológico que lo apartase de los otros miembros rebaño de la comunidad. Por ello y por muchas otras razones odiaba los graffiti. Venerados hasta la masturbación, los graffiteros habían inundado las paredes de su ciudad y por eso también los odiaba a ellos. Eran unos seres despreciables. Como los de Barcelona, muchos de ellos estaban subvencionados por el propio ayuntamiento para ensuciar las paredes y monumentos y cobrar después comisiones de empresas de limpieza privadas que subsanaban el daño causado. Aldeia de São Bento en agosto es una ciudad tranquila. Se puede caminar por sus paseos sin prisas o reposar a la sombra de sus viejas iglesias, arcadas de sus edificios o jardines de la Praça das Flores sin tropezarse apenas con nadie. A lo sumo con algún racimo de españoles de Extremadura descansando en las terrazas de los cafés o dos mochileros americanos que se acercan a uno a preguntar decepcionados porque no se ve el mar, o turistas holandeses desorientados que buscan alojamiento. Ni rastro de la multitud abigarrada y densa de campesinos peleados el resto del año con sus campos o religiosas que se acercan a pedir por los negros de Mozambique o Angola. Sólo la colonización de pakistaníes, indios y árabes que han abierto sus comercios, entorpece el silencio que esperaba encontrar el viajero al llegar a São Bento. Eso le hace sentir incómodo, como si llevara una cadena al cuello y se tratara de una obligación y no un placer recorrer sus calles. Tener un aspecto agotado. Llevarse un cigarrillo a los labios. Acariciarse sin voluptuosidad los cabellos que tiene pegados al cráneo mientras expulsa el humo del tabaco haciendo oes y olvidarse cual ha sido el motivo de su visita.De no haber estado tan cansado y de haber prestado más atención, el viajero quizá hubiera podido sentir la escasa emoción y aspecto melancólico que sembraba en los ojos de los demás su semblante; un hombre viejo y cansado que como sacado de una novela de Víctor Hugo o Zola, parecía haber fracasado en su ajetreada vida por causas del destino y regresado al origen del cual había salido mucho tiempo atrás, borrado, desaparecido, bajo una lluvia fría que cae como una tormenta de nieve enterrándolo