Llegó a casa tan cansada como siempre. Los estrechos límites de su vida convencional le saludaron como siempre con el sabor del dolor absurdo, del vacío y la cautela quirúrgica. Los cuadros, los muebles y los libros renovaron una vez más su triste confesión; su padecimiento descarnado y desnudo de objetos rutinarios a los que no se les puede reprochar nada. Testigos mudos de las horas avasalladoras de paciencia y conciencia que han existido entre aquellas cuatro paredes. Se han permeabilizado demasiado de la persona de Victoria, y de sus arrugadas y exhaustas esperanzas para pensar que no son ya una parte de ella. Una sutil insinuación, un breve atisbo que se dibuja entre ellos y Victoria de mano tendida y especial complicidad de amistad y comprensión sin necesidad de palabras. Una vida que no conoce de sus ausencias le une a ellos; los ojos de Victoria se cierran palpables en torno a su desnudez de formas conocidas y amadas; desde que ella ha nacido los ha visto siempre ahí, depositados en una postración infinita exenta de queja y lamentación.
La fiebre del tiempo anuncia su cólera en el reloj; la noche trepa a su espalda en un rincón de plegarias imposibles, en espera de nuevos amaneceres, menos esquivos y más gozosos donde hacer del instante diario una invocación a la exploración de lo desconocido, de huida y escape de esa bahía a toque de silbato de su oficina. Hostiles momentos que le suponen un atlántico mordisco en su carne correosa que astillada en dolor se desgarra en abrojo de víctima. Se despoja de su ropa interior sucia, sudorosa y olorosa de su intimidad de mujer vencida por la edad; amarga sugerencia de mundos paralelos de otros cuerpos hinchados, flácidos que flotan en alcohol y nicotina; cerrados mundos, igual de fatuos que el de ella, yacentes y perdidos en su propia fantasía e incapaces de argüir mejores metáforas de una vida hostigada. En la cocina, oscura y pequeña cárcel de humo y aceites fritos, se prepara una taza de consomé vegetal que le resulta neutro e insípido, amen de demasiado caliente, tanto como una puñalada en la lengua que se escalda y hierve en el cerebro. Un horno que abrasa, martillea y atosiga el diafragma y la boca del estómago. Un sol moribundo que renace en su interior.
Sentada frente al televisor ve desfilar diapositivas de lo que pasa al otro lado de la vida, aquella que no parece real y que sólo abordan a modo de milagro quienes viven una vida que no es la suya. La de otros que también han de disfrazar sus conciencias y sentimientos y les pagan para ello; actores, mimos, histriones comediantes que cauterizan penas ajenas mientras olvidan las suyas propias, igual de tristes y mortificantes. De sus bocas oscuras abiertas al mundo, escapan palabras banales y despreocupadas, fotos de colores que van quedando atrás y se extienden sobre conciencias adormecidas sin centro. La ficción de unos personajes de pantalla que no dejan ser feliz a Victoria. Aborrecibles imágenes sin espacio para tomarse un respiro, vidas perfectamente lustrosas como una trampa apenas reconocible. Propósitos mínimos sin verdades nuevas donde es fácil pasar hoja. Atrás quedan archivados los cadáveres, aún calientes y fijos en materia electrostática, de sus enemigos. Ellos la atacaron, ella los ha matado. Victoria ha cambiado de canal y sintonizado uno nuevo, no muy diferente al anterior, a todo el resto de la programación, horma de subnormales. Retratos, cuerpos, figuras que se aprietan luminosos bajo sus retinas, fuegos fatuos erigidos en horario prime time que hablan una lengua extraña. La indiferencia de sus oídos ante lo que escucha y un bostezo final, no les da más libertad que esa. El día se extingue exangüe en otra noche sin milagros ni portentos. La misma suma de siempre. Hoy como ayer, como mañana y como siempre, las nubes comienzan a florecer en los ojos de Victoria, cansada y agotada, harta de malvivir. El embrión del sueño toma cuerpo en ella. Un retorno a lo mismo de siempre, a esa separación del día de lo que le queda por vivir, a una nueva resta que disminuya expectativas y esperanzas. Y es que cada vez queda menos por conocer y menos margen para su felicidad. El corazón ya no le late como antaño en una caja de latón brillante, es tan sólo el murmullo de una desgastada bomba de piel recosida lo que insufla alma a sus gestos que tardan en llegar. No hay osadía en su pensamiento; ni eso queda a su edad, cuando hay más vida en el recuerdo del pasado que en la ilusión por futuro. La vida, lo ha descubierto hace poco Victoria, es un suicidio lento, temperado que se hace esperar. Estirada en su cama, ve desfilar las sombras de luces mortecinas que se escurren por su ventana, visos platonianos de un mito que no ha olvidado y que se le clavan en el cerebro como punzantes alfileres. Adormecida, suspira oscuros deseos que se agrandan en la noche, en ese telón de fondo donde todo es posible dentro del sueño. Saciando ese instante con la evidencia del desencuentro de sí misma, se desalma lenta, comedida en la descripción de cada uno de los rincones del sueño que abraza, destierra el dolor de las horas que pasan ajenas a su condición de durmiente inconsciente. La noche es tan oscura que hay luto en las estrellas, la brisa suena a música de funeral bajo una poesía fría de enemistad; un ceremonial de armonías con son a guitarras que se encharcan suena tras los cristales; comienza a llover sobre las calles, gotas fragmentadas al principio, luego más recias, movedizas y obstinadas cosidas al vidrio de las ventanas. Llueve como entonces, como aquel día que no olvidará jamás, sucedido tantos años atrás, en que el cielo arrebolado de Oviedo se perló de esquirlas y escamas y las maduras avenidas de la ciudad se apartaron de la historia para rendirle todo su encanto intemporal a Victoria.
Ella era más joven y estudiaba en la facultad. Sus cabellos oscuros, como tinta fresca de calamar, aún no habían encanecido y muy a su pesar todavía creía en el valor de la sonrisa, en el gesto amable de las personas y la bondad de quienes la rodeaban. En aquella época hubiese sido imposible hacerle entender que se equivocaba, evidenciar la falencia de su ingenua apreciación era cosa del tiempo, una razón mucho más comprometida con ella que cualquier otra experiencia que se le pudiese revelar por aquel entonces. Su pasividad en la búsqueda de principios mayores de realidad, que los conocidos mediante la lectura folletinesca, le habían hecho conciliar un mundo de dibujos animados color de rosa, donde no cabía espacio para la decepción de los sentimientos ni la duda que diese en qué pensar. A sus años desconocía el sudor ruin de los corazones afectados, ignoraba las mezquindades de los hombres y las continuas zalagardas con las que a menudo se vestían para parecer convincentes y no destapar sus interioridades de vulgares chalaneros. Esas cosas se le ocultaban a Victoria, conocimientos vedados que la alejaban de la luz de la vida que ella comenzaba a colegir y tan sólo lograba adivinar en momentos de lucidez pesimista.
Insensible a ese destino extraño que se tejía a sus espaldas, no podía sino ser feliz. Pero la suya era una felicidad no comprometida, demasiado ficticia para ser real, suficiente, pero no bastante para que a ratos el silencio pudiese hacerle comprender otras emociones con las que preferiría no tener que enfrentarse. Como cuando vio aparecer a Javier en aquella fiesta de primavera, cruzar la habitación e inclinarse ante ella y murmurarle algo al oído.
La fiebre del tiempo anuncia su cólera en el reloj; la noche trepa a su espalda en un rincón de plegarias imposibles, en espera de nuevos amaneceres, menos esquivos y más gozosos donde hacer del instante diario una invocación a la exploración de lo desconocido, de huida y escape de esa bahía a toque de silbato de su oficina. Hostiles momentos que le suponen un atlántico mordisco en su carne correosa que astillada en dolor se desgarra en abrojo de víctima. Se despoja de su ropa interior sucia, sudorosa y olorosa de su intimidad de mujer vencida por la edad; amarga sugerencia de mundos paralelos de otros cuerpos hinchados, flácidos que flotan en alcohol y nicotina; cerrados mundos, igual de fatuos que el de ella, yacentes y perdidos en su propia fantasía e incapaces de argüir mejores metáforas de una vida hostigada. En la cocina, oscura y pequeña cárcel de humo y aceites fritos, se prepara una taza de consomé vegetal que le resulta neutro e insípido, amen de demasiado caliente, tanto como una puñalada en la lengua que se escalda y hierve en el cerebro. Un horno que abrasa, martillea y atosiga el diafragma y la boca del estómago. Un sol moribundo que renace en su interior.
Sentada frente al televisor ve desfilar diapositivas de lo que pasa al otro lado de la vida, aquella que no parece real y que sólo abordan a modo de milagro quienes viven una vida que no es la suya. La de otros que también han de disfrazar sus conciencias y sentimientos y les pagan para ello; actores, mimos, histriones comediantes que cauterizan penas ajenas mientras olvidan las suyas propias, igual de tristes y mortificantes. De sus bocas oscuras abiertas al mundo, escapan palabras banales y despreocupadas, fotos de colores que van quedando atrás y se extienden sobre conciencias adormecidas sin centro. La ficción de unos personajes de pantalla que no dejan ser feliz a Victoria. Aborrecibles imágenes sin espacio para tomarse un respiro, vidas perfectamente lustrosas como una trampa apenas reconocible. Propósitos mínimos sin verdades nuevas donde es fácil pasar hoja. Atrás quedan archivados los cadáveres, aún calientes y fijos en materia electrostática, de sus enemigos. Ellos la atacaron, ella los ha matado. Victoria ha cambiado de canal y sintonizado uno nuevo, no muy diferente al anterior, a todo el resto de la programación, horma de subnormales. Retratos, cuerpos, figuras que se aprietan luminosos bajo sus retinas, fuegos fatuos erigidos en horario prime time que hablan una lengua extraña. La indiferencia de sus oídos ante lo que escucha y un bostezo final, no les da más libertad que esa. El día se extingue exangüe en otra noche sin milagros ni portentos. La misma suma de siempre. Hoy como ayer, como mañana y como siempre, las nubes comienzan a florecer en los ojos de Victoria, cansada y agotada, harta de malvivir. El embrión del sueño toma cuerpo en ella. Un retorno a lo mismo de siempre, a esa separación del día de lo que le queda por vivir, a una nueva resta que disminuya expectativas y esperanzas. Y es que cada vez queda menos por conocer y menos margen para su felicidad. El corazón ya no le late como antaño en una caja de latón brillante, es tan sólo el murmullo de una desgastada bomba de piel recosida lo que insufla alma a sus gestos que tardan en llegar. No hay osadía en su pensamiento; ni eso queda a su edad, cuando hay más vida en el recuerdo del pasado que en la ilusión por futuro. La vida, lo ha descubierto hace poco Victoria, es un suicidio lento, temperado que se hace esperar. Estirada en su cama, ve desfilar las sombras de luces mortecinas que se escurren por su ventana, visos platonianos de un mito que no ha olvidado y que se le clavan en el cerebro como punzantes alfileres. Adormecida, suspira oscuros deseos que se agrandan en la noche, en ese telón de fondo donde todo es posible dentro del sueño. Saciando ese instante con la evidencia del desencuentro de sí misma, se desalma lenta, comedida en la descripción de cada uno de los rincones del sueño que abraza, destierra el dolor de las horas que pasan ajenas a su condición de durmiente inconsciente. La noche es tan oscura que hay luto en las estrellas, la brisa suena a música de funeral bajo una poesía fría de enemistad; un ceremonial de armonías con son a guitarras que se encharcan suena tras los cristales; comienza a llover sobre las calles, gotas fragmentadas al principio, luego más recias, movedizas y obstinadas cosidas al vidrio de las ventanas. Llueve como entonces, como aquel día que no olvidará jamás, sucedido tantos años atrás, en que el cielo arrebolado de Oviedo se perló de esquirlas y escamas y las maduras avenidas de la ciudad se apartaron de la historia para rendirle todo su encanto intemporal a Victoria.
Ella era más joven y estudiaba en la facultad. Sus cabellos oscuros, como tinta fresca de calamar, aún no habían encanecido y muy a su pesar todavía creía en el valor de la sonrisa, en el gesto amable de las personas y la bondad de quienes la rodeaban. En aquella época hubiese sido imposible hacerle entender que se equivocaba, evidenciar la falencia de su ingenua apreciación era cosa del tiempo, una razón mucho más comprometida con ella que cualquier otra experiencia que se le pudiese revelar por aquel entonces. Su pasividad en la búsqueda de principios mayores de realidad, que los conocidos mediante la lectura folletinesca, le habían hecho conciliar un mundo de dibujos animados color de rosa, donde no cabía espacio para la decepción de los sentimientos ni la duda que diese en qué pensar. A sus años desconocía el sudor ruin de los corazones afectados, ignoraba las mezquindades de los hombres y las continuas zalagardas con las que a menudo se vestían para parecer convincentes y no destapar sus interioridades de vulgares chalaneros. Esas cosas se le ocultaban a Victoria, conocimientos vedados que la alejaban de la luz de la vida que ella comenzaba a colegir y tan sólo lograba adivinar en momentos de lucidez pesimista.
Insensible a ese destino extraño que se tejía a sus espaldas, no podía sino ser feliz. Pero la suya era una felicidad no comprometida, demasiado ficticia para ser real, suficiente, pero no bastante para que a ratos el silencio pudiese hacerle comprender otras emociones con las que preferiría no tener que enfrentarse. Como cuando vio aparecer a Javier en aquella fiesta de primavera, cruzar la habitación e inclinarse ante ella y murmurarle algo al oído.
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