Se retira los cabellos de la cara; algunos le han quedado atrapados en el pendiente prestado y se los libera con los dedos pringados en saliva fijándolos detrás de la oreja. Su espalda suda y la mayor parte de sus axilas están mojadas. En la habitación hace frío en contraste con los rayos duros y verticales que caen en la calle en la que se ha estado la mayor parte del día. Suerte tiene de su ordenador con el cual juega y se divierte porque sino el calor sería insoportable sin su distracción. En la habitación de al lado viven dos ancianos; ella es una mujer tranquila y él un hombre irascible que ve la televisión hasta altas horas con el volumen muy alto; maldice a todo el mundo y a veces, si se enfada, se le cae la dentadura y se le llena de sangre la cara; pero todo el mundo le trata con educación. Las voces de los partidos de fútbol y los cortos instantes de excitación de los anuncios que se oyen en la televisión forman parte de todo eso que ellos llaman su vida. Tanto en una como en otra habitación hace un tufo pegajoso y asfixiante que tensa los nervios. Al caer la noche, una avioneta sobrevuela la ciudad y riega la ciudad con cubos de agua. Todo esto sucede en junio, cuando, a excepción de los que no pueden viajar, los barrios se vacían sin otra idea que dejar de pasar calor y la ciudad se sume en un estado de parálisis y abandono. No hay que buscar muy lejos para pensar que uno está en un manicomio y para liarse a puñetazos con cualquiera; el calor mata y ese es motivo suficiente para perder la razón. ¿Tú te crees eso?, le ha preguntado la mujer a su esposo. No, el no lo cree, pero aún así, prefiere marcharse. Si nos quedamos hasta agosto, no lo contamos dice él. Mientras, la chica joven sólo quiere salvar su vida del calor y sacarse de la mente el ruido del televisor que suena a todo volumen en la otra habitación. A cada paso tropieza con alguno de los tornillos que se le han caído de la cabeza y es posible ver toda la armazón que hay adentro. Algunos tornillos tienen el tamaño de pequeñas casas de verano y algunos pensamientos parecen anillos primorosamente tallados y pulidos que recuerdan a los exquisitos muebles de anticuario. Bajo un sol abrasador, ni siquiera los millonarios parecen en buena forma física y se arrastran como escupitajos a las sombras de las paredes. Más suerte corren los que se dedican al negocio funerario porque en estos días la frustración y la desesperación causan más muertos que nunca. Los más espabilados proponen pasar a cuchillo a los más débiles, apagar las luces y que la gente permanezca en constante estado de vigilia hasta que oscurezca. Hombres y mujeres, totalmente exhaustos y con los nervios destrozados, trazan un cuadro de lo más siniestro en sus conversaciones. La anciana a cada paso interrumpe sus labores y agudiza el oído para comprobar si caen gotas o se escucha llegar a la multitud de los más desfavorecidos para protestar por el mal funcionamiento de los aires acondicionados. Multitud de calaveras de las personas que se han evaporado por el calor caen a trozos desde el cielo alcanzando algún que otro subversivo que queda tirado en la cuneta hasta amontonarse con más basura. Aparecen en portales, plazas y aceras; en escaleras y jardines y en cualquier lugar; y en algunas calles se camina con dificultad porque los cuerpos se han inflado y adueñado del espacio y la gente ha de deambular con prudencial distancia para evitar demasiada intimidad en las relaciones sociales. Al cabo de los días, los cuerpos se hinchan y atraen a multitud de moscas y mosquitos que apestan tanto como las ratas que han subido de las cloacas para sudar con mayor libertad. En su habitación la chica joven enciende la radio que hace recuento de las diferentes temperaturas por ciudades; hace aún más calor y el simple hecho de buscar cigarrillos en los bolsillos de sus pantalones es casi una invitación para que se suicide en paz; cualquier gesto cansa y agota, y si eso no es el Infierno, éste se ha hecho a su medida y se le parece; las mismas horas se inflan y revientan y la mierda gotea desde las alturas; nada espectacular, pero pone a la gente nerviosa. La realidad apesta, dice el viejo- y en su barbilla se forman gruesas gotas de sudor que luego caen al suelo. Pese al aire acondicionado, también su mujer tiene el cuerpo empapado de sudor y hay algo obsceno en ello que hace que los ojos se enturbien con la misma arena con que se trazan las tormentas de arena en los desiertos y los desiertos en los arenales. Están rociando la ciudad con el plaguicida Anvil. Los asmáticos tienen convulsiones y algunos comportamientos dejan de ser humanos para convertirse en otra cosa; inocentes y culpables mueren como deficientes mentales y los pájaros se convierten en ataúdes motorizados. Los supermercados previendo que la comida que arrojen a la basura pueda estar podrida, han dispuesto guardas de seguridad cerca de los contenedores para evitar que alguien que hurgue en ellos buscando comida los demande. Las ventanas no tienen abertura suficiente y la luz no tiene ya la intensidad irreal que tenía a la tarde; la noche vuelve a mostrar las formas y colores de las corbatas sucias y los trajes gastados de lino, es decir, la normalidad mas completa. La ciudad duerme estancada en una resaca engañosa de calor en la que el pensamiento se interrumpe y es fácil permanecer vacío; el silencio es tal, que el calor no aumenta y la ciudad se vacía. Entonces, llega el miedo; el miedo a la claridad que ha de llegar con el sol y el calor que se ha de centrar en el cielo y chorrear en silencio. La chica joven –mire lo que son las cosas- ya lo había olvidado, vuelve a sentir calor a la mañana siguiente al despertar; parece una calavera recién estrenada; y si bien eso –su aspecto físico- hubiera tenido que resolverse cara a cara con Dios, parece animada y dispuesta a irse dando saltitos a otra parte donde no la molesten para reírse en paz; los viejos, en cambio, pasan el día durmiendo hasta el mediodía para luego salir a beber granizados. La imposibilidad de comunicación y participación en sus respectivos asuntos, les hace contemplar como sus seres más próximos se debaten en asuntos terrenales aguantándose las ganas de reír, pues les parece que el paroxismo ha de estar ya cerca. Y es que la caldera hirviente de la ciudad, donde tantos desisten porque faltan las verdaderas armas con que luchar, parece a punto de estallar. Resultaba imposible socorrer a las víctimas y aún más rescatar a los vivos sepultados bajo los suelos y asfaltos deshechos; charcos negros que pesaban como una tragedia y lodos azules y grises que se adhieren a las paredes; ríos zafios de sudor y café caliente, humedades latosas. Pero lo peor de todo eso es el silencio que nos está enloqueciendo a todos-dice un camarero en el bar-, que va creciendo poco a poco y que no te deja dormir, y sólo deseas que pasen más desastres y ver a todos sufrir. Es entonces cuando la chica en su habitación se da cuenta que su juego se está volviendo demasiado real y a algunos personajes les ha dado por ir adoptando pensamientos propios y deseos que escapan a su control de niña malcriada y decide apagar el ordenador y dejar de jugar a los SIMS; de hecho, hace mucho calor en su habitación y sus padres aún no han de tardar en regresar del bar.
jueves, 31 de diciembre de 2009
miércoles, 25 de marzo de 2009
Propósitos desencontrados
Llegó a casa tan cansada como siempre. Los estrechos límites de su vida convencional le saludaron como siempre con el sabor del dolor absurdo, del vacío y la cautela quirúrgica. Los cuadros, los muebles y los libros renovaron una vez más su triste confesión; su padecimiento descarnado y desnudo de objetos rutinarios a los que no se les puede reprochar nada. Testigos mudos de las horas avasalladoras de paciencia y conciencia que han existido entre aquellas cuatro paredes. Se han permeabilizado demasiado de la persona de Victoria, y de sus arrugadas y exhaustas esperanzas para pensar que no son ya una parte de ella. Una sutil insinuación, un breve atisbo que se dibuja entre ellos y Victoria de mano tendida y especial complicidad de amistad y comprensión sin necesidad de palabras. Una vida que no conoce de sus ausencias le une a ellos; los ojos de Victoria se cierran palpables en torno a su desnudez de formas conocidas y amadas; desde que ella ha nacido los ha visto siempre ahí, depositados en una postración infinita exenta de queja y lamentación.
La fiebre del tiempo anuncia su cólera en el reloj; la noche trepa a su espalda en un rincón de plegarias imposibles, en espera de nuevos amaneceres, menos esquivos y más gozosos donde hacer del instante diario una invocación a la exploración de lo desconocido, de huida y escape de esa bahía a toque de silbato de su oficina. Hostiles momentos que le suponen un atlántico mordisco en su carne correosa que astillada en dolor se desgarra en abrojo de víctima. Se despoja de su ropa interior sucia, sudorosa y olorosa de su intimidad de mujer vencida por la edad; amarga sugerencia de mundos paralelos de otros cuerpos hinchados, flácidos que flotan en alcohol y nicotina; cerrados mundos, igual de fatuos que el de ella, yacentes y perdidos en su propia fantasía e incapaces de argüir mejores metáforas de una vida hostigada. En la cocina, oscura y pequeña cárcel de humo y aceites fritos, se prepara una taza de consomé vegetal que le resulta neutro e insípido, amen de demasiado caliente, tanto como una puñalada en la lengua que se escalda y hierve en el cerebro. Un horno que abrasa, martillea y atosiga el diafragma y la boca del estómago. Un sol moribundo que renace en su interior.
Sentada frente al televisor ve desfilar diapositivas de lo que pasa al otro lado de la vida, aquella que no parece real y que sólo abordan a modo de milagro quienes viven una vida que no es la suya. La de otros que también han de disfrazar sus conciencias y sentimientos y les pagan para ello; actores, mimos, histriones comediantes que cauterizan penas ajenas mientras olvidan las suyas propias, igual de tristes y mortificantes. De sus bocas oscuras abiertas al mundo, escapan palabras banales y despreocupadas, fotos de colores que van quedando atrás y se extienden sobre conciencias adormecidas sin centro. La ficción de unos personajes de pantalla que no dejan ser feliz a Victoria. Aborrecibles imágenes sin espacio para tomarse un respiro, vidas perfectamente lustrosas como una trampa apenas reconocible. Propósitos mínimos sin verdades nuevas donde es fácil pasar hoja. Atrás quedan archivados los cadáveres, aún calientes y fijos en materia electrostática, de sus enemigos. Ellos la atacaron, ella los ha matado. Victoria ha cambiado de canal y sintonizado uno nuevo, no muy diferente al anterior, a todo el resto de la programación, horma de subnormales. Retratos, cuerpos, figuras que se aprietan luminosos bajo sus retinas, fuegos fatuos erigidos en horario prime time que hablan una lengua extraña. La indiferencia de sus oídos ante lo que escucha y un bostezo final, no les da más libertad que esa. El día se extingue exangüe en otra noche sin milagros ni portentos. La misma suma de siempre. Hoy como ayer, como mañana y como siempre, las nubes comienzan a florecer en los ojos de Victoria, cansada y agotada, harta de malvivir. El embrión del sueño toma cuerpo en ella. Un retorno a lo mismo de siempre, a esa separación del día de lo que le queda por vivir, a una nueva resta que disminuya expectativas y esperanzas. Y es que cada vez queda menos por conocer y menos margen para su felicidad. El corazón ya no le late como antaño en una caja de latón brillante, es tan sólo el murmullo de una desgastada bomba de piel recosida lo que insufla alma a sus gestos que tardan en llegar. No hay osadía en su pensamiento; ni eso queda a su edad, cuando hay más vida en el recuerdo del pasado que en la ilusión por futuro. La vida, lo ha descubierto hace poco Victoria, es un suicidio lento, temperado que se hace esperar. Estirada en su cama, ve desfilar las sombras de luces mortecinas que se escurren por su ventana, visos platonianos de un mito que no ha olvidado y que se le clavan en el cerebro como punzantes alfileres. Adormecida, suspira oscuros deseos que se agrandan en la noche, en ese telón de fondo donde todo es posible dentro del sueño. Saciando ese instante con la evidencia del desencuentro de sí misma, se desalma lenta, comedida en la descripción de cada uno de los rincones del sueño que abraza, destierra el dolor de las horas que pasan ajenas a su condición de durmiente inconsciente. La noche es tan oscura que hay luto en las estrellas, la brisa suena a música de funeral bajo una poesía fría de enemistad; un ceremonial de armonías con son a guitarras que se encharcan suena tras los cristales; comienza a llover sobre las calles, gotas fragmentadas al principio, luego más recias, movedizas y obstinadas cosidas al vidrio de las ventanas. Llueve como entonces, como aquel día que no olvidará jamás, sucedido tantos años atrás, en que el cielo arrebolado de Oviedo se perló de esquirlas y escamas y las maduras avenidas de la ciudad se apartaron de la historia para rendirle todo su encanto intemporal a Victoria.
Ella era más joven y estudiaba en la facultad. Sus cabellos oscuros, como tinta fresca de calamar, aún no habían encanecido y muy a su pesar todavía creía en el valor de la sonrisa, en el gesto amable de las personas y la bondad de quienes la rodeaban. En aquella época hubiese sido imposible hacerle entender que se equivocaba, evidenciar la falencia de su ingenua apreciación era cosa del tiempo, una razón mucho más comprometida con ella que cualquier otra experiencia que se le pudiese revelar por aquel entonces. Su pasividad en la búsqueda de principios mayores de realidad, que los conocidos mediante la lectura folletinesca, le habían hecho conciliar un mundo de dibujos animados color de rosa, donde no cabía espacio para la decepción de los sentimientos ni la duda que diese en qué pensar. A sus años desconocía el sudor ruin de los corazones afectados, ignoraba las mezquindades de los hombres y las continuas zalagardas con las que a menudo se vestían para parecer convincentes y no destapar sus interioridades de vulgares chalaneros. Esas cosas se le ocultaban a Victoria, conocimientos vedados que la alejaban de la luz de la vida que ella comenzaba a colegir y tan sólo lograba adivinar en momentos de lucidez pesimista.
Insensible a ese destino extraño que se tejía a sus espaldas, no podía sino ser feliz. Pero la suya era una felicidad no comprometida, demasiado ficticia para ser real, suficiente, pero no bastante para que a ratos el silencio pudiese hacerle comprender otras emociones con las que preferiría no tener que enfrentarse. Como cuando vio aparecer a Javier en aquella fiesta de primavera, cruzar la habitación e inclinarse ante ella y murmurarle algo al oído.
La fiebre del tiempo anuncia su cólera en el reloj; la noche trepa a su espalda en un rincón de plegarias imposibles, en espera de nuevos amaneceres, menos esquivos y más gozosos donde hacer del instante diario una invocación a la exploración de lo desconocido, de huida y escape de esa bahía a toque de silbato de su oficina. Hostiles momentos que le suponen un atlántico mordisco en su carne correosa que astillada en dolor se desgarra en abrojo de víctima. Se despoja de su ropa interior sucia, sudorosa y olorosa de su intimidad de mujer vencida por la edad; amarga sugerencia de mundos paralelos de otros cuerpos hinchados, flácidos que flotan en alcohol y nicotina; cerrados mundos, igual de fatuos que el de ella, yacentes y perdidos en su propia fantasía e incapaces de argüir mejores metáforas de una vida hostigada. En la cocina, oscura y pequeña cárcel de humo y aceites fritos, se prepara una taza de consomé vegetal que le resulta neutro e insípido, amen de demasiado caliente, tanto como una puñalada en la lengua que se escalda y hierve en el cerebro. Un horno que abrasa, martillea y atosiga el diafragma y la boca del estómago. Un sol moribundo que renace en su interior.
Sentada frente al televisor ve desfilar diapositivas de lo que pasa al otro lado de la vida, aquella que no parece real y que sólo abordan a modo de milagro quienes viven una vida que no es la suya. La de otros que también han de disfrazar sus conciencias y sentimientos y les pagan para ello; actores, mimos, histriones comediantes que cauterizan penas ajenas mientras olvidan las suyas propias, igual de tristes y mortificantes. De sus bocas oscuras abiertas al mundo, escapan palabras banales y despreocupadas, fotos de colores que van quedando atrás y se extienden sobre conciencias adormecidas sin centro. La ficción de unos personajes de pantalla que no dejan ser feliz a Victoria. Aborrecibles imágenes sin espacio para tomarse un respiro, vidas perfectamente lustrosas como una trampa apenas reconocible. Propósitos mínimos sin verdades nuevas donde es fácil pasar hoja. Atrás quedan archivados los cadáveres, aún calientes y fijos en materia electrostática, de sus enemigos. Ellos la atacaron, ella los ha matado. Victoria ha cambiado de canal y sintonizado uno nuevo, no muy diferente al anterior, a todo el resto de la programación, horma de subnormales. Retratos, cuerpos, figuras que se aprietan luminosos bajo sus retinas, fuegos fatuos erigidos en horario prime time que hablan una lengua extraña. La indiferencia de sus oídos ante lo que escucha y un bostezo final, no les da más libertad que esa. El día se extingue exangüe en otra noche sin milagros ni portentos. La misma suma de siempre. Hoy como ayer, como mañana y como siempre, las nubes comienzan a florecer en los ojos de Victoria, cansada y agotada, harta de malvivir. El embrión del sueño toma cuerpo en ella. Un retorno a lo mismo de siempre, a esa separación del día de lo que le queda por vivir, a una nueva resta que disminuya expectativas y esperanzas. Y es que cada vez queda menos por conocer y menos margen para su felicidad. El corazón ya no le late como antaño en una caja de latón brillante, es tan sólo el murmullo de una desgastada bomba de piel recosida lo que insufla alma a sus gestos que tardan en llegar. No hay osadía en su pensamiento; ni eso queda a su edad, cuando hay más vida en el recuerdo del pasado que en la ilusión por futuro. La vida, lo ha descubierto hace poco Victoria, es un suicidio lento, temperado que se hace esperar. Estirada en su cama, ve desfilar las sombras de luces mortecinas que se escurren por su ventana, visos platonianos de un mito que no ha olvidado y que se le clavan en el cerebro como punzantes alfileres. Adormecida, suspira oscuros deseos que se agrandan en la noche, en ese telón de fondo donde todo es posible dentro del sueño. Saciando ese instante con la evidencia del desencuentro de sí misma, se desalma lenta, comedida en la descripción de cada uno de los rincones del sueño que abraza, destierra el dolor de las horas que pasan ajenas a su condición de durmiente inconsciente. La noche es tan oscura que hay luto en las estrellas, la brisa suena a música de funeral bajo una poesía fría de enemistad; un ceremonial de armonías con son a guitarras que se encharcan suena tras los cristales; comienza a llover sobre las calles, gotas fragmentadas al principio, luego más recias, movedizas y obstinadas cosidas al vidrio de las ventanas. Llueve como entonces, como aquel día que no olvidará jamás, sucedido tantos años atrás, en que el cielo arrebolado de Oviedo se perló de esquirlas y escamas y las maduras avenidas de la ciudad se apartaron de la historia para rendirle todo su encanto intemporal a Victoria.
Ella era más joven y estudiaba en la facultad. Sus cabellos oscuros, como tinta fresca de calamar, aún no habían encanecido y muy a su pesar todavía creía en el valor de la sonrisa, en el gesto amable de las personas y la bondad de quienes la rodeaban. En aquella época hubiese sido imposible hacerle entender que se equivocaba, evidenciar la falencia de su ingenua apreciación era cosa del tiempo, una razón mucho más comprometida con ella que cualquier otra experiencia que se le pudiese revelar por aquel entonces. Su pasividad en la búsqueda de principios mayores de realidad, que los conocidos mediante la lectura folletinesca, le habían hecho conciliar un mundo de dibujos animados color de rosa, donde no cabía espacio para la decepción de los sentimientos ni la duda que diese en qué pensar. A sus años desconocía el sudor ruin de los corazones afectados, ignoraba las mezquindades de los hombres y las continuas zalagardas con las que a menudo se vestían para parecer convincentes y no destapar sus interioridades de vulgares chalaneros. Esas cosas se le ocultaban a Victoria, conocimientos vedados que la alejaban de la luz de la vida que ella comenzaba a colegir y tan sólo lograba adivinar en momentos de lucidez pesimista.
Insensible a ese destino extraño que se tejía a sus espaldas, no podía sino ser feliz. Pero la suya era una felicidad no comprometida, demasiado ficticia para ser real, suficiente, pero no bastante para que a ratos el silencio pudiese hacerle comprender otras emociones con las que preferiría no tener que enfrentarse. Como cuando vio aparecer a Javier en aquella fiesta de primavera, cruzar la habitación e inclinarse ante ella y murmurarle algo al oído.
miércoles, 7 de enero de 2009
El hombre de PVC
No escribo yo, escribe mi corazón. He perdido el don de la palabra pero no el del sentimiento. Nada me queda que sea mío, todo o casi es una prótesis, algo artificial y ficticio. Sólo el corazón es mío y a él me ato a la vida y al pasado. Mi futuro tiene nombre de enfermedad, de renuncia, soy consciente de ello.
La enfermedad se inició repentinamente, es inexplicable dijeron los médicos. Asumí con resignación su ignorancia en la materia. De repente, un buen día, todo yo fui un dolor, un desencaje de piezas fundamentales lastradas que se ulceraban por dentro. Una lenta agonía. Ante mi mal, la medicina no tenía respuesta. Un caso único dijeron. Poco consuelo se podía extraer de esas palabras. Venían a verme y se compadecían de mí, algunos incluso me daban ánimos luego de tranquilizarme con palabras de fingido interés. Tarde o temprano todos se acaban insensibilizando ante el mal ajeno; también ellos intentaban sobrevivir a su manera.
A diferencia de los años, eran mis huesos los que habían comenzado un buen día por pudrirse. Todo comenzó todo con una pierna. Fuertes dolores y calambres agudos a los que no presté mayor atención en un primer momento. Cansancio, agotamiento o la fatiga que acompaña al otoño cuando los días se hacen más cortos -una premonición de lo que esperaba-, cualquier cosa podía ser. Un día, mientras esperaba un tardío autobús que me llevara al trabajo, me vine al suelo. De golpe y en seco, como si una de mis piernas se hubiese reblandecido despóticamente y se hubiere malogrado en la consistencia de un bloque de mantequilla derretida. Me asusté mucho, y no es que yo sea una persona muy impresionable. Me llevaron al hospital -eso me dijeron porque en algún momento perdí el conocimiento y no me enteré de nada-, y me prometieron que me curaría, que no pasaba nada, y que todo se andaría -esto último en ese momento me pareció muy cínico-. Al cabo de una semana me cortaron la pierna hasta la rodilla. Me hicieron análisis y experimentaron con mi capacidad de resistencia a desintegrarme en trozos, como si de un filete de carne se tratara, putrefacto, pero carne al fin y al cabo. Una buena razón para hacerse vegetariano de golpe, eso pensé. Al cabo de unas semanas el mal se había extendido a mi otra pierna. Se había convertido en una porción sumisa y melosa al tacto, tumefacta y despreciable, y por más que la apreciara, pues me había acompañado durante los últimos veinticinco años, la odié de tan blanda e insolidaria que se había vuelto. Su desprecio me dejó muy vacío. La cortaron también, por mala. Me lo podía tomar todo con sentido del humor o llorar, pero visto que no tenía remedio lo que pasaba, pronto lo supe, lo primero me pareció más inteligente; tampoco quería agobiar en exceso la vida de aquellas enfermeras y doctores en sus quehaceres diarios con mis problemas de descomposición. Quizá por ser un paciente modélico y por no molestarles en demasía me cogieron aprecio, y el más sentido de todos fue el de la enfermera jefa Glendolina cuando me pidió permiso para conservar parte de mi tendón rotuliano en la nevera de su casa como recuerdo.
Me estaba deshaciendo por dentro. Mis huesos se estaban convirtiendo en moho, en herrumbre de piel y no sabían que hacer. ¿ Conservarme en formol, quizá ?, no mientras estuviera vivo.
Pasaron dos meses y viendo que todo seguía igual, los de traumatología me pertrecharon con una par de prótesis y unas muletas y me sacaron a la calle. Ese afán mío por reponerme a pesar de todo era encomiable pero pequé de optimista. No tuve tiempo de aprender a usarlas. A los dos días ya estaba de nuevo en el hospital.
El codo primero y después el hombro se habían cangrenados inexplicablemente. No me preocupé en exceso ya que me juraron y aseguraron que la Seguridad Social cubría todo los gastos.¡ Bendito seas Estado del Bienestar !. Más porciones de mi persona al cubo de la basura; si seguíamos a este ritmo, pronto vendrían a pedirme explicaciones los de Sanidad, como si lo viera. Con un poco de suerte yo para entonces estaría lo suficientemente desfigurado y desmembrado para que no me reconocieran. El brazo artificial que me pusieron fue de gran utilidad, dejé de cansarme en las largas horas que pasaba haciendo crucigramas y puzzles con las migajas de mi cuerpo que iban cayendo a trozos en el suelo.
La enfermedad había comenzado a degenerar también los tejidos y no sólo los huesos. Esta visto que no se puede dar confianzas a nadie, ni siquiera a una enfermedad. Empezó a avanzar inexpugnablemente, sólo le faltó música de Wagner para hacerlo todo más creíble y heroico. Riñón, bazo o pulmón, no sé que vino primero. El tiempo es ocioso porque encontró la circunstancia justa para hacerse dueño de cada una de las partes de mi cuerpo; la enfermedad me hizo vulnerable a ciertos tipos de pensamientos, pero resistí fielmente a mi mismo, cada vez menos yo y más plástico de alta densiometría y extremadamente ligero. Ya no eran esos pegotes que se colocaban antes, no, ahora no, ahora eran buenos y bonitos y espero que no baratos, porque lo barato pronto se rompe y yo ya tenía bastante con mis propias roturas y fracturas inexplicables. Ir perdiendo cosas y más cosas por el camino no es agradable, pero sabes que todo aquello que va quedando en tu cuerpo sui originis se revaloriza. Pronto acabas catalogando como reliquia del pasado una uña, un cartílago o una peca a la que nunca habías prestado mucha atención, logras una mayor estimación de lo tuyo y aprendes a querer tu cuerpo. En fechas señaladas como Navidad te ahorras un buen dinero, basta mutilarte un dedo o sencillamente esperar que se caiga - y os aseguro que no tarda mucho- y enviarlo en un sobre certificado para cumplir con el expediente de los siempre enojosos regalos navideños. Tu madre se llevará una sorpresa inolvidable y te estará infinitamente agradecida, tus amigos celebraran tu buen gusto al regalarles algo tan sentido y tuyo como pueda ser un cuajo de tu lengua o una loncha de tu intestino grueso. También tus hijos tendrán la oportunidad de iniciarse en el apasionante mundo del coleccionismo: un trozo venoso de nariz o el pequeño esqueje del tejido retinoso de cualquiera de tus ojos, cualquier cosa llamativa vale para luego podérselo enseñar a sus amiguitos en el colegio y hacerse famoso e interesante entre las chicas.
Cuanto más progresaba la enfermedad en mi cuerpo más menguado me dejaba a mí. A medida que yo perdía partes de mi cuerpo, los doctores se apresuraban a sustituirlas por lo que más a mano tuvieran, y no siempre de mi agrado. Reciclaron botellas de leche, tetrabrikes, papeles de parafina y guantes de látex para parchearme y recoserme como una pelota de cuero Made in Taiwan en desuso Una vil faena chapucera. Y fue ese el único dolor que sentí, el ver perder para siempre en una bolsa de plástico de quirófano trozos de piel y pellejos míos que se reciclarían en colágeno para viejas escleróticas que jamás me lo agradecerán suficientemente. Progresivamente todo yo me convertí en un cúmulo de piezas varias derivadas del manipulado del petróleo y de postizos y objetos ortopédicos ensamblados con buena fe pero que no podían sustituir a los originales. Simples correcciones para rehabilitar lo no rehabilitable. Me adapté a ello fácilmente, a esas alturas ya era muy maleable.
Con el paso del tiempo -días casi-, la enfermedad fue remitiendo hasta casi parecer querer desaparecer, como si ya hubiese tenido suficiente conmigo y se hubiese cansado de ensañarse de esa manera. Pero lejos de esa sofisticada idea que tanto me hubiere satisfecho, lo que sucedía era otra cosa, no avanzaba más porque ya no existía nada más por donde avanzar, ni partes de mi cuerpo a las cuales atacar ni órganos contra los cuales arremeter. La cosa es simple, el plástico empleado no era biodegradable y por eso yo podía permanecer incólume el resto de mis días, no me ajaría ni tampoco me arrugaría, pero debía de tener cuidado con el fuego para no combustionarme, arder en humo y evaporarme de este mundo zaheridor en un pequeño incendio no intencionado llegado el verano o bien provocado por un gamberro descontento de mi persona en cualquier otro momento del año. Debía cuidarme eso sí, tener cuidado de mi plástica condición e invertir en Bolsa, carburos, metanos y poliruorometanos asociados; a ellos pertenecía yo. Me fue difícil convivir con todos aquellos injertos de piel sintética, baquelitas y resinas indeformables con las cuales se reestructuró mi persona. Y aún fue peor el ver como no podía adaptarme a mi antigua filosofía de vida naturalista y socio de Greenpeace pues era evidente que en mi estado y condición ya no podíamos congeniar. Dejé de ser ecologista el día que me colgaron un cartel en la espalda los defensores del “Bosque verde” y los “Amigos del musgo de montaña” me intentaran linchar con mecheros. Era tal mi iniquidad como ser humano y tal el cúmulo de despropósitos materiales no fotodegradables que se sumaban en mi persona, que, amen de una existencia poco respetuosa con los preceptos de salvaguarda del medio ambiente, pronto me vi obligado a llevar en mi espalda una etiqueta de 50 cms. en las que se aprestaba un mensaje admonitorio: “ Las Autoridades Sanitarias advierten que este hombre perjudica seriamente la salud “, mi persona casi a la altura del tabaco.
Hoy en día ya no me pertenezco. No soy yo. Estoy más cerca del Ken amigo de la Barbee que de ser un hombre. Soy un pedazo de PVC que tiene pensamientos que le alejan de sí mismo, que nacen de mi ADN y que entran en conflicto con todo lo demás que hay y queda en mí. Soy el resultado de una serie de manipulaciones más o menos apañadas y de operaciones de cirugía reparadora que no han dejado gran parte de lo que yo era un año antes de iniciarse la enfermedad. Echo en falta no poder llorar, ni poder acariciar a mi mujer ni besar a mis hijos. Echo de menos el hombre que un día fui y que hoy sólo tiene un código de barras por identidad. Mi vida consiste hoy en recordar eso y otras cosas.
Sólo soy humano por mi corazón y el día que la enfermedad emerja de nuevo y ataque lo único y último que conservo como mío, sé que moriré. ¿ Cómo me habrían de sustituir el corazón ?. No quiero un corazón artificial, de plástico. Tengo miedo de dejar de tener sentimientos.
Por otra parte me han asegurado que los plásticos son de buena calidad por lo cual lo más probable es que viva muchos años y eso tarde en llegar.
La enfermedad se inició repentinamente, es inexplicable dijeron los médicos. Asumí con resignación su ignorancia en la materia. De repente, un buen día, todo yo fui un dolor, un desencaje de piezas fundamentales lastradas que se ulceraban por dentro. Una lenta agonía. Ante mi mal, la medicina no tenía respuesta. Un caso único dijeron. Poco consuelo se podía extraer de esas palabras. Venían a verme y se compadecían de mí, algunos incluso me daban ánimos luego de tranquilizarme con palabras de fingido interés. Tarde o temprano todos se acaban insensibilizando ante el mal ajeno; también ellos intentaban sobrevivir a su manera.
A diferencia de los años, eran mis huesos los que habían comenzado un buen día por pudrirse. Todo comenzó todo con una pierna. Fuertes dolores y calambres agudos a los que no presté mayor atención en un primer momento. Cansancio, agotamiento o la fatiga que acompaña al otoño cuando los días se hacen más cortos -una premonición de lo que esperaba-, cualquier cosa podía ser. Un día, mientras esperaba un tardío autobús que me llevara al trabajo, me vine al suelo. De golpe y en seco, como si una de mis piernas se hubiese reblandecido despóticamente y se hubiere malogrado en la consistencia de un bloque de mantequilla derretida. Me asusté mucho, y no es que yo sea una persona muy impresionable. Me llevaron al hospital -eso me dijeron porque en algún momento perdí el conocimiento y no me enteré de nada-, y me prometieron que me curaría, que no pasaba nada, y que todo se andaría -esto último en ese momento me pareció muy cínico-. Al cabo de una semana me cortaron la pierna hasta la rodilla. Me hicieron análisis y experimentaron con mi capacidad de resistencia a desintegrarme en trozos, como si de un filete de carne se tratara, putrefacto, pero carne al fin y al cabo. Una buena razón para hacerse vegetariano de golpe, eso pensé. Al cabo de unas semanas el mal se había extendido a mi otra pierna. Se había convertido en una porción sumisa y melosa al tacto, tumefacta y despreciable, y por más que la apreciara, pues me había acompañado durante los últimos veinticinco años, la odié de tan blanda e insolidaria que se había vuelto. Su desprecio me dejó muy vacío. La cortaron también, por mala. Me lo podía tomar todo con sentido del humor o llorar, pero visto que no tenía remedio lo que pasaba, pronto lo supe, lo primero me pareció más inteligente; tampoco quería agobiar en exceso la vida de aquellas enfermeras y doctores en sus quehaceres diarios con mis problemas de descomposición. Quizá por ser un paciente modélico y por no molestarles en demasía me cogieron aprecio, y el más sentido de todos fue el de la enfermera jefa Glendolina cuando me pidió permiso para conservar parte de mi tendón rotuliano en la nevera de su casa como recuerdo.
Me estaba deshaciendo por dentro. Mis huesos se estaban convirtiendo en moho, en herrumbre de piel y no sabían que hacer. ¿ Conservarme en formol, quizá ?, no mientras estuviera vivo.
Pasaron dos meses y viendo que todo seguía igual, los de traumatología me pertrecharon con una par de prótesis y unas muletas y me sacaron a la calle. Ese afán mío por reponerme a pesar de todo era encomiable pero pequé de optimista. No tuve tiempo de aprender a usarlas. A los dos días ya estaba de nuevo en el hospital.
El codo primero y después el hombro se habían cangrenados inexplicablemente. No me preocupé en exceso ya que me juraron y aseguraron que la Seguridad Social cubría todo los gastos.¡ Bendito seas Estado del Bienestar !. Más porciones de mi persona al cubo de la basura; si seguíamos a este ritmo, pronto vendrían a pedirme explicaciones los de Sanidad, como si lo viera. Con un poco de suerte yo para entonces estaría lo suficientemente desfigurado y desmembrado para que no me reconocieran. El brazo artificial que me pusieron fue de gran utilidad, dejé de cansarme en las largas horas que pasaba haciendo crucigramas y puzzles con las migajas de mi cuerpo que iban cayendo a trozos en el suelo.
La enfermedad había comenzado a degenerar también los tejidos y no sólo los huesos. Esta visto que no se puede dar confianzas a nadie, ni siquiera a una enfermedad. Empezó a avanzar inexpugnablemente, sólo le faltó música de Wagner para hacerlo todo más creíble y heroico. Riñón, bazo o pulmón, no sé que vino primero. El tiempo es ocioso porque encontró la circunstancia justa para hacerse dueño de cada una de las partes de mi cuerpo; la enfermedad me hizo vulnerable a ciertos tipos de pensamientos, pero resistí fielmente a mi mismo, cada vez menos yo y más plástico de alta densiometría y extremadamente ligero. Ya no eran esos pegotes que se colocaban antes, no, ahora no, ahora eran buenos y bonitos y espero que no baratos, porque lo barato pronto se rompe y yo ya tenía bastante con mis propias roturas y fracturas inexplicables. Ir perdiendo cosas y más cosas por el camino no es agradable, pero sabes que todo aquello que va quedando en tu cuerpo sui originis se revaloriza. Pronto acabas catalogando como reliquia del pasado una uña, un cartílago o una peca a la que nunca habías prestado mucha atención, logras una mayor estimación de lo tuyo y aprendes a querer tu cuerpo. En fechas señaladas como Navidad te ahorras un buen dinero, basta mutilarte un dedo o sencillamente esperar que se caiga - y os aseguro que no tarda mucho- y enviarlo en un sobre certificado para cumplir con el expediente de los siempre enojosos regalos navideños. Tu madre se llevará una sorpresa inolvidable y te estará infinitamente agradecida, tus amigos celebraran tu buen gusto al regalarles algo tan sentido y tuyo como pueda ser un cuajo de tu lengua o una loncha de tu intestino grueso. También tus hijos tendrán la oportunidad de iniciarse en el apasionante mundo del coleccionismo: un trozo venoso de nariz o el pequeño esqueje del tejido retinoso de cualquiera de tus ojos, cualquier cosa llamativa vale para luego podérselo enseñar a sus amiguitos en el colegio y hacerse famoso e interesante entre las chicas.
Cuanto más progresaba la enfermedad en mi cuerpo más menguado me dejaba a mí. A medida que yo perdía partes de mi cuerpo, los doctores se apresuraban a sustituirlas por lo que más a mano tuvieran, y no siempre de mi agrado. Reciclaron botellas de leche, tetrabrikes, papeles de parafina y guantes de látex para parchearme y recoserme como una pelota de cuero Made in Taiwan en desuso Una vil faena chapucera. Y fue ese el único dolor que sentí, el ver perder para siempre en una bolsa de plástico de quirófano trozos de piel y pellejos míos que se reciclarían en colágeno para viejas escleróticas que jamás me lo agradecerán suficientemente. Progresivamente todo yo me convertí en un cúmulo de piezas varias derivadas del manipulado del petróleo y de postizos y objetos ortopédicos ensamblados con buena fe pero que no podían sustituir a los originales. Simples correcciones para rehabilitar lo no rehabilitable. Me adapté a ello fácilmente, a esas alturas ya era muy maleable.
Con el paso del tiempo -días casi-, la enfermedad fue remitiendo hasta casi parecer querer desaparecer, como si ya hubiese tenido suficiente conmigo y se hubiese cansado de ensañarse de esa manera. Pero lejos de esa sofisticada idea que tanto me hubiere satisfecho, lo que sucedía era otra cosa, no avanzaba más porque ya no existía nada más por donde avanzar, ni partes de mi cuerpo a las cuales atacar ni órganos contra los cuales arremeter. La cosa es simple, el plástico empleado no era biodegradable y por eso yo podía permanecer incólume el resto de mis días, no me ajaría ni tampoco me arrugaría, pero debía de tener cuidado con el fuego para no combustionarme, arder en humo y evaporarme de este mundo zaheridor en un pequeño incendio no intencionado llegado el verano o bien provocado por un gamberro descontento de mi persona en cualquier otro momento del año. Debía cuidarme eso sí, tener cuidado de mi plástica condición e invertir en Bolsa, carburos, metanos y poliruorometanos asociados; a ellos pertenecía yo. Me fue difícil convivir con todos aquellos injertos de piel sintética, baquelitas y resinas indeformables con las cuales se reestructuró mi persona. Y aún fue peor el ver como no podía adaptarme a mi antigua filosofía de vida naturalista y socio de Greenpeace pues era evidente que en mi estado y condición ya no podíamos congeniar. Dejé de ser ecologista el día que me colgaron un cartel en la espalda los defensores del “Bosque verde” y los “Amigos del musgo de montaña” me intentaran linchar con mecheros. Era tal mi iniquidad como ser humano y tal el cúmulo de despropósitos materiales no fotodegradables que se sumaban en mi persona, que, amen de una existencia poco respetuosa con los preceptos de salvaguarda del medio ambiente, pronto me vi obligado a llevar en mi espalda una etiqueta de 50 cms. en las que se aprestaba un mensaje admonitorio: “ Las Autoridades Sanitarias advierten que este hombre perjudica seriamente la salud “, mi persona casi a la altura del tabaco.
Hoy en día ya no me pertenezco. No soy yo. Estoy más cerca del Ken amigo de la Barbee que de ser un hombre. Soy un pedazo de PVC que tiene pensamientos que le alejan de sí mismo, que nacen de mi ADN y que entran en conflicto con todo lo demás que hay y queda en mí. Soy el resultado de una serie de manipulaciones más o menos apañadas y de operaciones de cirugía reparadora que no han dejado gran parte de lo que yo era un año antes de iniciarse la enfermedad. Echo en falta no poder llorar, ni poder acariciar a mi mujer ni besar a mis hijos. Echo de menos el hombre que un día fui y que hoy sólo tiene un código de barras por identidad. Mi vida consiste hoy en recordar eso y otras cosas.
Sólo soy humano por mi corazón y el día que la enfermedad emerja de nuevo y ataque lo único y último que conservo como mío, sé que moriré. ¿ Cómo me habrían de sustituir el corazón ?. No quiero un corazón artificial, de plástico. Tengo miedo de dejar de tener sentimientos.
Por otra parte me han asegurado que los plásticos son de buena calidad por lo cual lo más probable es que viva muchos años y eso tarde en llegar.
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