jueves, 31 de diciembre de 2009

ILUSIONES DE INCOMUNICACION

Se retira los cabellos de la cara; algunos le han quedado atrapados en el pendiente prestado y se los libera con los dedos pringados en saliva fijándolos detrás de la oreja. Su espalda suda y la mayor parte de sus axilas están mojadas. En la habitación hace frío en contraste con los rayos duros y verticales que caen en la calle en la que se ha estado la mayor parte del día. Suerte tiene de su ordenador con el cual juega y se divierte porque sino el calor sería insoportable sin su distracción. En la habitación de al lado viven dos ancianos; ella es una mujer tranquila y él un hombre irascible que ve la televisión hasta altas horas con el volumen muy alto; maldice a todo el mundo y a veces, si se enfada, se le cae la dentadura y se le llena de sangre la cara; pero todo el mundo le trata con educación. Las voces de los partidos de fútbol y los cortos instantes de excitación de los anuncios que se oyen en la televisión forman parte de todo eso que ellos llaman su vida. Tanto en una como en otra habitación hace un tufo pegajoso y asfixiante que tensa los nervios. Al caer la noche, una avioneta sobrevuela la ciudad y riega la ciudad con cubos de agua. Todo esto sucede en junio, cuando, a excepción de los que no pueden viajar, los barrios se vacían sin otra idea que dejar de pasar calor y la ciudad se sume en un estado de parálisis y abandono. No hay que buscar muy lejos para pensar que uno está en un manicomio y para liarse a puñetazos con cualquiera; el calor mata y ese es motivo suficiente para perder la razón. ¿Tú te crees eso?, le ha preguntado la mujer a su esposo. No, el no lo cree, pero aún así, prefiere marcharse. Si nos quedamos hasta agosto, no lo contamos dice él. Mientras, la chica joven sólo quiere salvar su vida del calor y sacarse de la mente el ruido del televisor que suena a todo volumen en la otra habitación. A cada paso tropieza con alguno de los tornillos que se le han caído de la cabeza y es posible ver toda la armazón que hay adentro. Algunos tornillos tienen el tamaño de pequeñas casas de verano y algunos pensamientos parecen anillos primorosamente tallados y pulidos que recuerdan a los exquisitos muebles de anticuario. Bajo un sol abrasador, ni siquiera los millonarios parecen en buena forma física y se arrastran como escupitajos a las sombras de las paredes. Más suerte corren los que se dedican al negocio funerario porque en estos días la frustración y la desesperación causan más muertos que nunca. Los más espabilados proponen pasar a cuchillo a los más débiles, apagar las luces y que la gente permanezca en constante estado de vigilia hasta que oscurezca. Hombres y mujeres, totalmente exhaustos y con los nervios destrozados, trazan un cuadro de lo más siniestro en sus conversaciones. La anciana a cada paso interrumpe sus labores y agudiza el oído para comprobar si caen gotas o se escucha llegar a la multitud de los más desfavorecidos para protestar por el mal funcionamiento de los aires acondicionados. Multitud de calaveras de las personas que se han evaporado por el calor caen a trozos desde el cielo alcanzando algún que otro subversivo que queda tirado en la cuneta hasta amontonarse con más basura. Aparecen en portales, plazas y aceras; en escaleras y jardines y en cualquier lugar; y en algunas calles se camina con dificultad porque los cuerpos se han inflado y adueñado del espacio y la gente ha de deambular con prudencial distancia para evitar demasiada intimidad en las relaciones sociales. Al cabo de los días, los cuerpos se hinchan y atraen a multitud de moscas y mosquitos que apestan tanto como las ratas que han subido de las cloacas para sudar con mayor libertad. En su habitación la chica joven enciende la radio que hace recuento de las diferentes temperaturas por ciudades; hace aún más calor y el simple hecho de buscar cigarrillos en los bolsillos de sus pantalones es casi una invitación para que se suicide en paz; cualquier gesto cansa y agota, y si eso no es el Infierno, éste se ha hecho a su medida y se le parece; las mismas horas se inflan y revientan y la mierda gotea desde las alturas; nada espectacular, pero pone a la gente nerviosa. La realidad apesta, dice el viejo- y en su barbilla se forman gruesas gotas de sudor que luego caen al suelo. Pese al aire acondicionado, también su mujer tiene el cuerpo empapado de sudor y hay algo obsceno en ello que hace que los ojos se enturbien con la misma arena con que se trazan las tormentas de arena en los desiertos y los desiertos en los arenales. Están rociando la ciudad con el plaguicida Anvil. Los asmáticos tienen convulsiones y algunos comportamientos dejan de ser humanos para convertirse en otra cosa; inocentes y culpables mueren como deficientes mentales y los pájaros se convierten en ataúdes motorizados. Los supermercados previendo que la comida que arrojen a la basura pueda estar podrida, han dispuesto guardas de seguridad cerca de los contenedores para evitar que alguien que hurgue en ellos buscando comida los demande. Las ventanas no tienen abertura suficiente y la luz no tiene ya la intensidad irreal que tenía a la tarde; la noche vuelve a mostrar las formas y colores de las corbatas sucias y los trajes gastados de lino, es decir, la normalidad mas completa. La ciudad duerme estancada en una resaca engañosa de calor en la que el pensamiento se interrumpe y es fácil permanecer vacío; el silencio es tal, que el calor no aumenta y la ciudad se vacía. Entonces, llega el miedo; el miedo a la claridad que ha de llegar con el sol y el calor que se ha de centrar en el cielo y chorrear en silencio. La chica joven –mire lo que son las cosas- ya lo había olvidado, vuelve a sentir calor a la mañana siguiente al despertar; parece una calavera recién estrenada; y si bien eso –su aspecto físico- hubiera tenido que resolverse cara a cara con Dios, parece animada y dispuesta a irse dando saltitos a otra parte donde no la molesten para reírse en paz; los viejos, en cambio, pasan el día durmiendo hasta el mediodía para luego salir a beber granizados. La imposibilidad de comunicación y participación en sus respectivos asuntos, les hace contemplar como sus seres más próximos se debaten en asuntos terrenales aguantándose las ganas de reír, pues les parece que el paroxismo ha de estar ya cerca. Y es que la caldera hirviente de la ciudad, donde tantos desisten porque faltan las verdaderas armas con que luchar, parece a punto de estallar. Resultaba imposible socorrer a las víctimas y aún más rescatar a los vivos sepultados bajo los suelos y asfaltos deshechos; charcos negros que pesaban como una tragedia y lodos azules y grises que se adhieren a las paredes; ríos zafios de sudor y café caliente, humedades latosas. Pero lo peor de todo eso es el silencio que nos está enloqueciendo a todos-dice un camarero en el bar-, que va creciendo poco a poco y que no te deja dormir, y sólo deseas que pasen más desastres y ver a todos sufrir. Es entonces cuando la chica en su habitación se da cuenta que su juego se está volviendo demasiado real y a algunos personajes les ha dado por ir adoptando pensamientos propios y deseos que escapan a su control de niña malcriada y decide apagar el ordenador y dejar de jugar a los SIMS; de hecho, hace mucho calor en su habitación y sus padres aún no han de tardar en regresar del bar.