miércoles, 7 de enero de 2009

El hombre de PVC

No escribo yo, escribe mi corazón. He perdido el don de la palabra pero no el del sentimiento. Nada me queda que sea mío, todo o casi es una prótesis, algo artificial y ficticio. Sólo el corazón es mío y a él me ato a la vida y al pasado. Mi futuro tiene nombre de enfermedad, de renuncia, soy consciente de ello.
La enfermedad se inició repentinamente, es inexplicable dijeron los médicos. Asumí con resignación su ignorancia en la materia. De repente, un buen día, todo yo fui un dolor, un desencaje de piezas fundamentales lastradas que se ulceraban por dentro. Una lenta agonía. Ante mi mal, la medicina no tenía respuesta. Un caso único dijeron. Poco consuelo se podía extraer de esas palabras. Venían a verme y se compadecían de mí, algunos incluso me daban ánimos luego de tranquilizarme con palabras de fingido interés. Tarde o temprano todos se acaban insensibilizando ante el mal ajeno; también ellos intentaban sobrevivir a su manera.
A diferencia de los años, eran mis huesos los que habían comenzado un buen día por pudrirse. Todo comenzó todo con una pierna. Fuertes dolores y calambres agudos a los que no presté mayor atención en un primer momento. Cansancio, agotamiento o la fatiga que acompaña al otoño cuando los días se hacen más cortos -una premonición de lo que esperaba-, cualquier cosa podía ser. Un día, mientras esperaba un tardío autobús que me llevara al trabajo, me vine al suelo. De golpe y en seco, como si una de mis piernas se hubiese reblandecido despóticamente y se hubiere malogrado en la consistencia de un bloque de mantequilla derretida. Me asusté mucho, y no es que yo sea una persona muy impresionable. Me llevaron al hospital -eso me dijeron porque en algún momento perdí el conocimiento y no me enteré de nada-, y me prometieron que me curaría, que no pasaba nada, y que todo se andaría -esto último en ese momento me pareció muy cínico-. Al cabo de una semana me cortaron la pierna hasta la rodilla. Me hicieron análisis y experimentaron con mi capacidad de resistencia a desintegrarme en trozos, como si de un filete de carne se tratara, putrefacto, pero carne al fin y al cabo. Una buena razón para hacerse vegetariano de golpe, eso pensé. Al cabo de unas semanas el mal se había extendido a mi otra pierna. Se había convertido en una porción sumisa y melosa al tacto, tumefacta y despreciable, y por más que la apreciara, pues me había acompañado durante los últimos veinticinco años, la odié de tan blanda e insolidaria que se había vuelto. Su desprecio me dejó muy vacío. La cortaron también, por mala. Me lo podía tomar todo con sentido del humor o llorar, pero visto que no tenía remedio lo que pasaba, pronto lo supe, lo primero me pareció más inteligente; tampoco quería agobiar en exceso la vida de aquellas enfermeras y doctores en sus quehaceres diarios con mis problemas de descomposición. Quizá por ser un paciente modélico y por no molestarles en demasía me cogieron aprecio, y el más sentido de todos fue el de la enfermera jefa Glendolina cuando me pidió permiso para conservar parte de mi tendón rotuliano en la nevera de su casa como recuerdo.
Me estaba deshaciendo por dentro. Mis huesos se estaban convirtiendo en moho, en herrumbre de piel y no sabían que hacer. ¿ Conservarme en formol, quizá ?, no mientras estuviera vivo.
Pasaron dos meses y viendo que todo seguía igual, los de traumatología me pertrecharon con una par de prótesis y unas muletas y me sacaron a la calle. Ese afán mío por reponerme a pesar de todo era encomiable pero pequé de optimista. No tuve tiempo de aprender a usarlas. A los dos días ya estaba de nuevo en el hospital.
El codo primero y después el hombro se habían cangrenados inexplicablemente. No me preocupé en exceso ya que me juraron y aseguraron que la Seguridad Social cubría todo los gastos.¡ Bendito seas Estado del Bienestar !. Más porciones de mi persona al cubo de la basura; si seguíamos a este ritmo, pronto vendrían a pedirme explicaciones los de Sanidad, como si lo viera. Con un poco de suerte yo para entonces estaría lo suficientemente desfigurado y desmembrado para que no me reconocieran. El brazo artificial que me pusieron fue de gran utilidad, dejé de cansarme en las largas horas que pasaba haciendo crucigramas y puzzles con las migajas de mi cuerpo que iban cayendo a trozos en el suelo.
La enfermedad había comenzado a degenerar también los tejidos y no sólo los huesos. Esta visto que no se puede dar confianzas a nadie, ni siquiera a una enfermedad. Empezó a avanzar inexpugnablemente, sólo le faltó música de Wagner para hacerlo todo más creíble y heroico. Riñón, bazo o pulmón, no sé que vino primero. El tiempo es ocioso porque encontró la circunstancia justa para hacerse dueño de cada una de las partes de mi cuerpo; la enfermedad me hizo vulnerable a ciertos tipos de pensamientos, pero resistí fielmente a mi mismo, cada vez menos yo y más plástico de alta densiometría y extremadamente ligero. Ya no eran esos pegotes que se colocaban antes, no, ahora no, ahora eran buenos y bonitos y espero que no baratos, porque lo barato pronto se rompe y yo ya tenía bastante con mis propias roturas y fracturas inexplicables. Ir perdiendo cosas y más cosas por el camino no es agradable, pero sabes que todo aquello que va quedando en tu cuerpo sui originis se revaloriza. Pronto acabas catalogando como reliquia del pasado una uña, un cartílago o una peca a la que nunca habías prestado mucha atención, logras una mayor estimación de lo tuyo y aprendes a querer tu cuerpo. En fechas señaladas como Navidad te ahorras un buen dinero, basta mutilarte un dedo o sencillamente esperar que se caiga - y os aseguro que no tarda mucho- y enviarlo en un sobre certificado para cumplir con el expediente de los siempre enojosos regalos navideños. Tu madre se llevará una sorpresa inolvidable y te estará infinitamente agradecida, tus amigos celebraran tu buen gusto al regalarles algo tan sentido y tuyo como pueda ser un cuajo de tu lengua o una loncha de tu intestino grueso. También tus hijos tendrán la oportunidad de iniciarse en el apasionante mundo del coleccionismo: un trozo venoso de nariz o el pequeño esqueje del tejido retinoso de cualquiera de tus ojos, cualquier cosa llamativa vale para luego podérselo enseñar a sus amiguitos en el colegio y hacerse famoso e interesante entre las chicas.
Cuanto más progresaba la enfermedad en mi cuerpo más menguado me dejaba a mí. A medida que yo perdía partes de mi cuerpo, los doctores se apresuraban a sustituirlas por lo que más a mano tuvieran, y no siempre de mi agrado. Reciclaron botellas de leche, tetrabrikes, papeles de parafina y guantes de látex para parchearme y recoserme como una pelota de cuero Made in Taiwan en desuso Una vil faena chapucera. Y fue ese el único dolor que sentí, el ver perder para siempre en una bolsa de plástico de quirófano trozos de piel y pellejos míos que se reciclarían en colágeno para viejas escleróticas que jamás me lo agradecerán suficientemente. Progresivamente todo yo me convertí en un cúmulo de piezas varias derivadas del manipulado del petróleo y de postizos y objetos ortopédicos ensamblados con buena fe pero que no podían sustituir a los originales. Simples correcciones para rehabilitar lo no rehabilitable. Me adapté a ello fácilmente, a esas alturas ya era muy maleable.
Con el paso del tiempo -días casi-, la enfermedad fue remitiendo hasta casi parecer querer desaparecer, como si ya hubiese tenido suficiente conmigo y se hubiese cansado de ensañarse de esa manera. Pero lejos de esa sofisticada idea que tanto me hubiere satisfecho, lo que sucedía era otra cosa, no avanzaba más porque ya no existía nada más por donde avanzar, ni partes de mi cuerpo a las cuales atacar ni órganos contra los cuales arremeter. La cosa es simple, el plástico empleado no era biodegradable y por eso yo podía permanecer incólume el resto de mis días, no me ajaría ni tampoco me arrugaría, pero debía de tener cuidado con el fuego para no combustionarme, arder en humo y evaporarme de este mundo zaheridor en un pequeño incendio no intencionado llegado el verano o bien provocado por un gamberro descontento de mi persona en cualquier otro momento del año. Debía cuidarme eso sí, tener cuidado de mi plástica condición e invertir en Bolsa, carburos, metanos y poliruorometanos asociados; a ellos pertenecía yo. Me fue difícil convivir con todos aquellos injertos de piel sintética, baquelitas y resinas indeformables con las cuales se reestructuró mi persona. Y aún fue peor el ver como no podía adaptarme a mi antigua filosofía de vida naturalista y socio de Greenpeace pues era evidente que en mi estado y condición ya no podíamos congeniar. Dejé de ser ecologista el día que me colgaron un cartel en la espalda los defensores del “Bosque verde” y los “Amigos del musgo de montaña” me intentaran linchar con mecheros. Era tal mi iniquidad como ser humano y tal el cúmulo de despropósitos materiales no fotodegradables que se sumaban en mi persona, que, amen de una existencia poco respetuosa con los preceptos de salvaguarda del medio ambiente, pronto me vi obligado a llevar en mi espalda una etiqueta de 50 cms. en las que se aprestaba un mensaje admonitorio: “ Las Autoridades Sanitarias advierten que este hombre perjudica seriamente la salud “, mi persona casi a la altura del tabaco.
Hoy en día ya no me pertenezco. No soy yo. Estoy más cerca del Ken amigo de la Barbee que de ser un hombre. Soy un pedazo de PVC que tiene pensamientos que le alejan de sí mismo, que nacen de mi ADN y que entran en conflicto con todo lo demás que hay y queda en mí. Soy el resultado de una serie de manipulaciones más o menos apañadas y de operaciones de cirugía reparadora que no han dejado gran parte de lo que yo era un año antes de iniciarse la enfermedad. Echo en falta no poder llorar, ni poder acariciar a mi mujer ni besar a mis hijos. Echo de menos el hombre que un día fui y que hoy sólo tiene un código de barras por identidad. Mi vida consiste hoy en recordar eso y otras cosas.
Sólo soy humano por mi corazón y el día que la enfermedad emerja de nuevo y ataque lo único y último que conservo como mío, sé que moriré. ¿ Cómo me habrían de sustituir el corazón ?. No quiero un corazón artificial, de plástico. Tengo miedo de dejar de tener sentimientos.
Por otra parte me han asegurado que los plásticos son de buena calidad por lo cual lo más probable es que viva muchos años y eso tarde en llegar.